Rijksmuseum

 

 

El Café del Príncipe, en Canalejas, es una esquina castiza en la que el tiempo parece que se ha detenido hace siglos. Desde su mesa a ras de calle, Leo veía a la gente pasando al otro lado de la ventana.

A Sonia seguro que le encanta este sitio.

Acababa de vaciar el sobre de azúcar en el café cuando entró Otamendi.

—Por cierto —sonrió el policía mientras se pedía un cortado—, se me olvidó decirte el otro día que nunca quise que tu hermano me dirigiera le tesis. Era una excusa para tenerlo cerca.

Leo lo miró, sorprendido.

—¿Y lo del crítico ese que ató un pincel a un burro, es verdad?

Et le soleil s'endormit sur l'Adriatiqqqq, jajaja, ¡de coña! Búscalo en Google y verás.

Leo sonrió, metió la mano en el bolsillo y sacó el as que guardaba. Lo puso sobre la mesa y le dio vuelta para que pudiera leerlo.

 

“El análisis fotónico con láser nos permitió encontrar pigmentos de rutilo, que se patentó en Alemania casi cincuenta años más tarde, con lo que La Torre de Caramelo de Picasso no pudo ser pintada a principios del siglo XX”.

 

El policía se quedó boquiabierto.

—Imagino que no querrás decirme de dónde lo has sacado. Es... el Politécnico de Eindhoven —dijo tintineando sobre el membrete— es el que certifica todo lo que entra al Rijksmuseum; Rubens, Rembrandt… de ahí pa arriba.

La Torre de Caramelo, ¿es la de Coruña?

—Mmm, nusé —hizo un puchero—…  por mí como si quieren poner una litografía; lo peor es que tu hermano ya tiene un comprador para La Torre y no creo que le haya dicho que es falsa.

El policía se rascó la nuca y le guiñó un ojo. Se le veía contento.

—Si es La Torre que tiene apalabrada se ha metido en un lío.

Se terminó el café de un sorbo y se levantó.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Me pagan por eso. Mañana aquí a la misma hora.

Se dio media vuelta y salió por la puerta.

Y el café que lo pague Magoya.

 

 

Leo lo siguió con la vista mientras subía por Canalejas con las manos en los bolsillos. Le dio la impresión de que iba hablando solo. Se paró en la floristería de la esquina y salió con un ramo entre las manos.

¿Se habrá enamorado o es que tiene madre?

 

 

 

Tras varias reuniones con Jero, Leo y Clovis, al final hubo acuerdo para establecer el concept de la Primera Exposición Antológica de Kodama.

Los tres estuvieron de acuerdo en huir del gran público y centrarse en un pool de críticos de grandes medios, galeristas, delegados de museos y marchantes de primera línea. Un gallinero alborotado no les parecía una audiencia de la que pudiera esperarse gran cosa. Tocando a las personas precisas, el tam-tam llegaría a los Consejos de Administración de los grandes museos y a los despachos de los Amos del Universo, es decir, los que deciden qué es in y qué out, o lo que es lo mismo, qué vale una fortuna y qué no.

El camino lo conocían de sobra, London–New York ida y vuelta.

Después de meses de figurante, Clovis tenía la oportunidad de reivindicarse a sí mismo. Con sólo hacer una llamada podía tener, en exclusiva para Time, al portavoz del nadismo, el trending topic del momento. Portada asegurada.

Dicho y hecho: al día siguiente quedaron en el Ritz.

Aunque la revista no tenía por costumbre pasar las preguntas, Leo llamo a Jero para que le dijera al inglés por donde le gustaría que fueran los tiros.

El coolhunter no tuvo más remedio que darle la razón cuando Leo le explicó que una exclusiva en Time era la mejor opción; una cuestión de tiempo. Podía pasarse meses haciendo labor de zapa y concediendo entrevistas a cientos de periódicos, pero una portada de Time, el Boletín Oficial de la Postmodernidad, era lo más parecido a un trocito de eternidad.

Con la revista en la mano sólo tendrían que usarla como llave maestra para abrir cualquier puerta. Y por si fuera poco, pasados cincuenta años lo que allí se dijera no perdía un gramo de lozanía.

El milagro de la letra impresa en el lugar preciso.

Trampa
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