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La vida es injusta, como Tony Costello bien sabía. Estaba a punto de perder su puesto de reportero especialista en temas policiales, en el noticiario de las seis, y todo porque nadie sabía que era irlandés. Ya era bastante malo que «Costello», aunque irlandés, sonara a italiano; pero, encima, a su madre le había ocurrido bautizarlo con el nombre de Anthony. Sin duda, había montones de irlandeses llamados Anthony, pero «Anthony» y «Costello» combinados hacían que nadie jamás pudiera relacionarlo con la verde Irlanda.
Para mayor inri, Tony Costello era un irlandés moreno, con una espesa mata de pelo cubriéndole toda la cabeza, con una protuberante y larga nariz y un cuerpo bajo y rechoncho. Lo habían fastidiado, de verdad, bien fastidiado.
Si al menos fuera posible darlo a conocer públicamente, hablarlo abiertamente, yendo a uno de aquellos cerdos irlandeses —el inspector jefe Mologna, por ejemplo, que era un mierda consumado— y decirles a aquellos tipos: «¡Maldita sea! ¡Por todos los diablos, soy irlandés!». Pero no podía hacerlo —los prejuicios, el club de amiguetes y la mafia irlandesa que domina el Departamento de Policía tendrían que ser reconocidos abiertamente, lo que evidentemente resultaba implanteable—, y como resultado de ello las mejores exclusivas, los chismes internos y los mejores informes bajo cuerda iban a parar a aquel hijo de puta escocés, a aquel maldito Jack Mackenzie, debido a que todos aquellos imbéciles irlandeses pensaban que era irlandés.
—Parece que ha llegado la primavera —dijo una hermosa muchacha en el ascensor el sábado a mediodía, pero a Tony Costello le importaba un comino.
Sus días como reportero de temas policiales estaban contados y no había nada que pudiera hacer al respecto. Un mes, seis semanas, dos meses a lo sumo, y lo embarcarían con equipaje y todo rumbo a Duluth o algún maldito lugar por el estilo, a alguna emisora filial donde los temas policiales se redujeran a accidentes de automóviles y desfiles del día de los veteranos. Tal vez aquel fuera un día primaveral, tal vez la lluvia de la noche anterior había sido la despedida del invierno, tal vez la suave brisa de aquella mañana y el sol pasado por agua anunciaban una nueva estación llena de esperanzas, pero si no anidaba ya la esperanza en el corazón de Costello —y ciertamente no anidaba ya—, ¿qué podía importarle todo aquello? Así que respondió con un bufido a la hermosa joven, quien adoptó un aire más bien perplejo. Luego, salió al pasillo de su piso junto con los demás superocupados empleados de la emisora, para dirigirse a su cubículo, donde le preguntó a Dolores, la secretaria que compartía (mientras aún estuviera allí) con cinco reporteros más:
—¿Algún mensaje?
—Lo siento, Tony.
—Claro —dijo Costello—. ¡Cómo no! ¿Quién va a llamar a Tony Costello?
—Venga, Tony, anímate —dijo Dolores. Era una chica esbelta, pero maternal—: Es un hermoso día. Asómate a la ventana.
—No, porque lo mismo me da por tirarme —dijo Costello, mientras su teléfono empezaba a sonar.
—Vaya, vaya —dijo Dolores.
—Seguro que se han equivocado de número —sugirió Costello.
Pero Dolores descolgó el teléfono de todos modos:
—Línea del señor Costello —Costello la observó escuchando, arqueando las cejas y asintiendo con la cabeza, y la oyó luego decir—: Si se trata de una broma, el señor Costello está muy ocupado…
—¡Uf! —dijo Costello.
Dolores volvía a prestar atención. Parecía interesada, intrigada y divertida:
—Creo que tal vez debiera hablar con el señor Costello mismo —dijo, al tiempo que oprimía el botón de espera.
—Seguro que es el juez Crater —sugirió Costello— para contar que fue capturado por los marcianos y que pasó todos estos años viajando por ahí en un platillo volante.
—Caliente —dijo Dolores—. Se trata del tipo que robó la tienda de Skoukakis Credit Jewelers.
—Skoukakis… —el nombre hizo sonar la alarma—. ¡Mierda! ¡Es el sitio de donde robaron el Fuego Bizantino!
—Exacto.
—Y dice que es…, dice que es, eh, eh. ¿Cuál es su nombre? (No estando admitido a la intimidad del cuartel general, Costello obtendría fundamentalmente sus noticias policiales de la radio y había escuchado el comunicado de Mologna mientras conducía hacia el centro. Y ciertamente cada metro de terreno había sido para él como subir a una montaña.)
—Benjamin Arthur Klopzik —le recordó Dolores—. Y lo que dice es que fue él el que asaltó la tienda. Y para probarlo la describe.
—¿De manera precisa?
—¿Y cómo puedo saberlo? Nunca he estado allí. De todos modos, quiere hablar contigo sobre el Fuego Bizantino.
—Tal vez quiere devolverlo —una extraña sonrisa iluminó las facciones de Costello, haciéndolo parecer menos una turbera irlandesa (o un pantano italiano)—. A través mío —dijo, asombrado—. ¿Será posible? ¡A través mío!
—Mejor háblale.
—Sí, sí. Claro —y tomando asiento en su escritorio, al tiempo que enchufaba la cinta que iba a grabar la conversación, descolgó el teléfono y dijo—: Hola, Tony Costello al habla.
La voz tenía un volumen bajo y tenía un desmayado eco, como si el individuo se hallara escondido en un túnel o algo así.
—Soy el tipo —dijo— que robó Skoukakis Credit Jewelers.
—Sí, ya veo, Klo, ehh…
—Klopzik —dijo la voz—. Benjamin Arthur…, o sea, Benjy Klopzik.
—Y tiene en su poder el Fuego Bizantino.
—No, no lo tengo.
Costello suspiró; la esperanza se esfumaba de nuevo.
—Muy bien —dijo—. Mucho gusto de haber hablado con usted.
—Espere un momento —dijo Klopzik—. Yo sé dónde está.
Costello vaciló. Aquello tenía todos los visos de una broma o una llamada ful, excepto en una cosa: la voz de Klopzik. Era una voz áspera, llena de hastío, llena de un aura de perdedor que a Costello le sonaba personalmente conocida. Aquella voz no sonaba a broma, ni podía dedicarse a hacer putadas porque sí. Siguió pues al teléfono y dijo:
—¿Dónde está?
Pero Klopzik siguió diciendo:
—Sigue aún en la joyería.
—Hasta otra —dijo Costello.
—¡Maldita sea! —la voz de Klopzik sonaba realmente molesta—. ¿Qué le pasa, amigo? ¿Es que no le interesa la historia?
Lo que picó a Costello:
—Si hay historia —dijo—, naturalmente que la quiero.
—Entonces deje de estar despidiéndose todo el tiempo. La razón por la que lo escogí a usted es porque lo he visto en la tele y no parece que la bofia lo tenga en el bolsillo, como al Mackenzie ese. ¿Sabe lo que quiero decir?
El corazón de Costello se embargó de ternura hacia aquel desconocido:
—Claro que lo sé —dijo.
—Si le doy esto a Mackenzie se lo dará sin que nadie se entere a la bofia, y ellos se lo montarán también sin rechistar y yo seguiré igual de hundido en la mierda.
—No le sigo.
—Todo el mundo me anda siguiendo —explicó Klopzik—. Ellos siguen buscando al tipo que asaltó la joyería, porque piensan que tengo el rubí. Pero no lo tengo. Así que lo que quiero es un montón de publicidad cuando usted vaya a buscar el rubí, de modo que todo el mundo sepa que yo nunca lo tuve, y ellos quisieron que yo me lo cargara.
—Empiezo a creerle —dijo Costello—. Cuénteme más.
—Yo entré en la joyería aquella noche —dijo Klopzik—. Debió ser después de que ellos dejaran el rubí allí. Pero yo no vi nada, ni presencié nada. Simplemente entré, abrí la caja fuerte, me llevé lo que me pareció y vi el pedrusco rojo ese montado sobre un anillo que parecía de oro. Pero me figuré que era falso y lo dejé.
—Un momento —dijo Costello—. ¿Quiere decir que el Fuego Bizantino ha estado en la joyería todo este tiempo?
Se dio cuenta por el rabillo del ojo de que Dolores lo estaba escuchando con la boca abierta.
—Ni más ni menos —dijo Klopzik, sonando a sincero—. Todo este asunto no ha hecho más que jugarme una mala pasada. Ha enturbiado mis relaciones con los colegas del ambiente, ha hecho que la poli me persiga y he tenido que huir de mi casa…
—Un momento, un momento —Costello le echó una mirada a Dolores con ojos de asombro, mientras se aseguraba a su interlocutor que estaba firmemente convencido ahora de su sinceridad—. ¿Puede decirme exactamente dónde vio el Fuego Bizantino?
—Claro que sí. Está en la caja fuerte, en una bandeja situada abajo a mano derecha. Ya sabe, una de esas bandejas que se sacan como si fuera un cajón. Está allí con un montón de alfileres de oro rematados con figuras de bichos.
—Y allí fue donde usted lo vio.
—Y donde lo dejé. Como puede comprender, un pedrusco como ése en una joyería de South Ozono Park tiene todos los números de la rifa para ser falso, ¿no?
—Por supuesto —dijo Costello—. Así que la policía (y también el FBI, uf, la policía y el FBI) fueron a la joyería, rebuscaron por toda ella y ninguno vio el Fuego Bizantino. ¡Que sin embargo estaba allí!
—Seguro que sí —dijo Klopzik—. Yo nunca lo he tenido conmigo. Ni siquiera lo he tocado.
—Vamos a ver —Costello se rascó la cabeza por entre su espeso pelo negro—. ¿Estaría usted dispuesto a conceder una entrevista? Sólo en silueta, y sin nombres. Ya sabe.
—Usted no me necesita para nada —dijo Klopzik—. La cuestión es que yo no he tenido nada que ver con el rubí. Esto por un lado. Por otro, la tienda está vacía ahora, cerrada, y ni siquiera tiene un guardia que la cuide. Así que yo, en su lugar, lo que haría, si me deja que le dé un consejo…
—Por supuesto.
—Quiero decir que es asunto suyo.
—Deme ese consejo —le pidió Costello.
—Muy bien. Yo creo que debería ir usted a ver a la mujer de Skoukakis o quienquiera que tenga la combinación de la caja fuerte, y llevar con usted una cámara, para filmar al rubí metido en la bandeja que le digo.
—Amigo mío —dijo Costello—. Si alguna vez puedo hacer algo por usted…
—Ya me está haciendo usted un favor —dijo Klopzik.
E inmediatamente se oyó un clik y la voz se esfumó.
—Señor, señor, señor —dijo Costello. Colgó el teléfono y se sentó sin dejar de asentir con la cabeza pensativo.
Dolores dijo:
—Por lo poco que he podido escuchar, parece que nunca llegó a coger el rubí.
—¡Aún sigue allí! —Costello se la quedó mirando con los ojos llenos de esperanza—. Le creo, Dolores. El hijo de puta estaba diciendo la verdad. Y yo voy a remover tanto lo del Fuego Bizantino que a esos bastardos de la Jefatura de Policía se les van a poner las muelas rojas. Ponme con… —se detuvo, frunció el ceño, reuniendo sus pensamientos— … Skoukakis está en la cárcel, y tiene esposa. Ponme con la esposa. Y di que me preparen una unidad móvil para ir a grabar. ¡Ah!, y una cosa más.
Dolores se detuvo, a medio camino hacia su escritorio:
—¿Sí?
—Que tenías razón antes —le dijo Costello, con una gran sonrisa—. Hoy es un hermoso día.