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Había un ejemplar del Daily News en el asiento del metro, pero Dortmunder no leyó nada sobre el gran robo del anillo en el Aeropuerto Kennedy. Los éxitos de los demás no le interesaban mucho. En vez de esto se fue hasta la página siete, donde leyó el caso de tres tipos que entraron a robar en un bar de Staten Island y los parroquianos se les echaron encima y tiraron sus armas al Kill Van Kull y les desinflaron las ruedas del coche con el que pensaban huir, pero cuando la bofia hizo su aparición (llamada por algún vecino cascarrabias molesto por el ruido) ninguno de los clientes quiso decir quiénes eran los tres tipos de entre ellos que habían intentado el robo, así que la pasma detuvo a todo el mundo y aún no han logrado averiguar los culpables. El dueño del bar, que decía estar demasiado ocupado atendiendo para poder saber cuál de sus clientes había intentado robarle, decía en el periódico: «De todos modos, es cuestión de la exuberancia juvenil.»
Dortmunder viajaba en la BTM. En la calle 28 cuatro pasmas entraron a registrar y las puertas permanecieron abiertas hasta que los polis dieron con los dos tipos que buscaban. Dortmunder se tapó en su asiento con el News, leyendo una noticia sobre una rebaja de bragas en Alexander’s, y los polis echaron el guante a los tipos justo al otro extremo de su vagón y salieron con ellos del convoy. Dos simples tipos, como cualesquiera otros que uno pueda ver por ahí. Las puertas se cerraron a continuación y el tren reemprendió la marcha, y Dortmunder sacó la cabeza de detrás de su periódico para ver cómo la bofia se llevaba a los dos tipos por el andén.
En Times Sq. cambió a la Broadway IRT, y allí parecía haber policías rondando por todas partes, bastantes más que el habitual goteo. La bolsa de plástico con la mercancía se le iba haciendo cada vez más pesada en el bolsillo. Empezaba a formar, le parecía, un bulto demasiado evidente. Caminó un rato con la mano derecha pegada al bolsillo por fuera, pero aquello podía llamar también la atención, de modo que empezó a caminar moviendo la mano derecha de forma ostentosa, lo que creyó que igualmente podría llamar la atención, por lo que finalmente empezó a caminar normal, sin importarle un comino si llamaba la atención o no.
En la calle 86, al salir del metro, justo junto al banco de la esquina con Broadway, dos pasmas tenían a un tipo puesto contra la pared y lo cacheaban. Aquello empezaba a tener visos de ser un mal augurio. «Probablemente todo lo que cogí no es más que quincalla», dijo Dortmunder para sí, y echó a andar hasta la 89, entre Broadway y el West End, donde Arnie tenía un apartamento situado encima de una librería. Dortmunder tocó el timbre y la voz de Arnie traspasó la rejilla metálica, diciendo:
—¿Quién es?
Dortmunder se pegó a la rejilla:
—Soy yo.
—¿Quién demonios es yo?
Dortmunder echó una mirada en derredor del pequeño vestíbulo. Daba la impresión de estar en plena calle. Se pegó tanto como pudo a la rejilla y musitó:
—Dortmunder.
A voz en cuello, Arnie gritó desde el otro lado de la rejilla:
—¿Dortmunder?
—Sí. Sí. Yo. ¿Vale?
La puerta hizo clik-dik-clik, y Dortmunder la empujó y penetró en el pasillo, que siempre olía a periódicos usados. «La próxima vez me cargo sin más la cerradura», murmuró, y echó a andar escaleras arriba, donde Arnie lo esperaba con la puerta abierta.
—¿Vienes con algo?
—Claro.
—Claro —dijo Arnie—. Nadie viene a ver a Arnie sólo para decirle hola.
—Bueno, ya sabes que yo vivo lejos —dijo Dortmunder, y entró en el apartamento, que estaba compuesto de pequeñas habitaciones provistas de grandes ventanas que, por encima de una renegrida escalera de incendios, dejaban ver los ladrillos marrones de la parte trasera de un garaje a no más de cuatro pies. Parte de la colección de calendarios de Arnie lucía colgada por las paredes: eneros que empezaban en lunes, eneros que empezaban en martes, eneros que empezaban en jueves y eneros que empezaban en sábado. En algunos sitios podían verse, para mayor confusión, calendarios que empezaban en marzo o en agosto, «incompletos», como Arnie decía. Por encima de los eneros (y los marzos y los agostos) helados arroyuelos rutilantes de sol corrían en medio de nevados bosques, muchachas sugestivamente sonrojadas luchaban ineficazmente con sus faldas infladas por el viento, parejas de gatitos miraban juguetones desde cestas de mimbre llenas de madejas de lana y diversos monumentos de Washington (la Casa Blanca, el Lincoln Memorial y el Monumento a Washington) relucían como blancos dientes bajo el radiante sol.
Una vez cerrada la puerta y mientras seguía a Dortmunder, Arnie dijo:
—Es mi forma de ser. No me contradigas, Dortmunder, yo lo sé. Yo siempre voy a contrapelo de la gente. No me discutas.
Dortmunder, que no tenía la menor intención de discutir con él, se dio cuenta de que empezaba ya a tratarlo a contrapelo.
—Si tú lo dices —dijo.
—Claro que lo digo —dijo Arnie—. Siéntate. Siéntate aquí en la mesa. Le echaremos una mirada a la mercancía.
La mesa se hallaba situada frente a la ventana con vistas al garaje. Era una vieja mesa de librería sobre la que Arnie había extendido algunos de sus más valiosos incompletos, pegándolos con una gruesa capa de goma plástica transparente. Dortmunder tomó asiento y apoyó los codos sobre un septiembre de 1938 (un vergonzoso-pero-arrogante muchacho le llevaba los libros de la escuela a una no menos vergonzosa-pero-arrogante muchacha por un camino campestre). Se sintió vagamente obligado a mostrar una cierta camaradería. Dortmunder dijo:
—Se te ve muy bien, Arnie.
—Entonces, mi cara miente —dijo Arnie, sentándose en el otro lado de la mesa—. Me siento hecho una mierda. Estoy tirándome pedos todo el rato. Por eso tengo la ventana abierta, si no te pilla un desmayo nada más entrar aquí.
—Ah —dijo Dortmunder.
—Todo un montón de gente de mierda pasa por aquí a verme —dijo Arnie—. Gente a la que no le importo lo más mínimo, porque soy como un grano en el culo. Créeme, yo sé lo que me digo.
—Ajá —dijo Dortmunder.
—A veces leo cosas en el Sunday News (¿se piensan sus amigos que es usted un turco?, y mierdas como ésas), sigo el anuncio durante tres o cuatro días, a veces una semana, pero mi podrido ego acaba finalmente por hartarse. Puedo verte en un bar, por ejemplo hoy; me tomo una cerveza contigo, hablo de tus problemas, te pregunto por cómo vives, me intereso por tu personalidad y al día siguiente te largas a otro bar.
Sin duda era algo muy cierto.
—Ajá —repitió Dortmunder, por ser aquél el sonido menos comprometido que sabía hacer.
—Bueno, tú ya sabes cómo van las cosas —dijo Arnie—. La única razón de que vengas a verme es porque te paso pasta. Tengo que dar pasta a la gente, o si no nunca veo a nadie. Hay gente en esta ciudad que van a ver a Stoon, aunque les pague menos pasta, aceptan menos pasta porque de esa forma no tienen que pasar a ver a Arnie.
Dortmunder dijo:
—¿Stoon? ¿Qué Stoon es ése?
—Hasta tú —dijo Arnie—. Ahora quieres la dirección de Stoon.
Dortmunder ciertamente la quería. Pero dijo:
—No, Arnie. Tú y yo tenemos una buena relación.
Y para cambiar de tema, sacó la bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo y vació el contenido sobre la pareja de chicos campestres.
—Ésta es la mercancía —dijo.
Alargando la mano, Arnie dijo:
—¿Buena relación? Yo no tengo ninguna buena relación con ningún…
Unos fuertes golpes se oyeron de pronto en la puerta. Aliviado, Dortmunder dijo:
—Ya ves. Ahí viene alguien más a verte.
Una voz firme y sonora se oyó al otro lado de la puerta:
—¡Policía, Arnie! ¡Abre la puerta!
Arnie echó una mirada a Dortmunder.
—Mis amigos —dijo.
Levantándose y avanzando lentamente hacia la puerta, gritó:
—¿Qué queréis de mí, muchachos?
—¡Abre, Arnie! ¡No nos hagas esperar!
Metódicamente, Dortmunder reintrodujo de nuevo las joyas en la bolsa de plástico. Poniéndose en pie, se metió la bolsa en el bolsillo de la chaqueta y, mientras Arnie le abría la puerta a la bofia, Dortmunder fue a meterse en el dormitorio (calendarios de chicas, de gasolineras y compañías de carbón). A su espalda se oía a Arnie decir:
—¿Y ahora qué pasa?
—Sólo una pequeña conversación, Arnie. ¿Estás solo?
—Yo siempre estoy solo, ¿sabes? Tú eres Flynn, ¿no? ¿Quién es este muchacho?
—Es el oficial Rashab, Arnie. ¿Tienes por casualidad algún objeto robado por aquí?
—No, pero ¿tenéis por casualidad vosotros una orden de registro?
—¿Acaso necesitas una, Arnie?
No había salida de incendios en aquella habitación. Dortmunder apretó la frente contra el cristal de la ventana, miró hacia abajo y no le gustó nada la idea.
—Bueno, muchachos, haced pues lo que tengáis que hacer. Ya habéis revuelto este lugar otras veces, y ya sabéis de qué va. Lo único que habéis encontrado siempre son calcetines sucios.
—A lo mejor esta vez tenemos algo más de suerte.
—Depende si os gustan los calcetines sucios.
Dortmunder pasó al cuarto de baño (calendarios con escenas de caza y de caballos). Ninguna ventana, como no fuera una pequeña rejilla gastada. Dortmunder suspiró y pasó de nuevo al dormitorio.
—Ya tengo bastantes calcetines sucios con los míos, Arnie. Ponte el abrigo.
—¿Vamos a algún sitio?
—Sí, damos una fiesta.
Dortmunder pasó al cuarto trastero (calendarios de Aubrey Beardley). Olía terriblemente a calcetines sucios. Se coló por entre las chaquetas y los pantalones y los jerseys, y se apretó contra la pared. Las voces sonaron más cercanas.
—Un día asistí a una fiesta. Y me mandaron a casa de nuevo a los veinte minutos.
—A lo mejor esta vez te vuelve a pasar lo mismo.
La puerta del trastero se abrió. Arnie, enojado, miró a Dortmunder directamente a los ojos por entre las hombreras de los abrigos.
—Amigos míos —dijo.
A su espalda, sonó la voz del policía hablador:
—¿A qué viene eso?
—Vosotros sois mis amigos —dijo Arnie, sacando un abrigo del trastero—. Vosotros sois mis únicos amigos en el mundo —y cerró la puerta del trastero.
Las voces se alejaron. La puerta cerró con fuerza. Dortmunder dio un suspiro, lo que inmediatamente deploró porque implicaba sorber un buen trago de aire lleno de olor a pies. Abrió la puerta del trastero, se inclinó hacia afuera, respiró y tendió la oreja. Ni un ruido. Salió del trastero, meneando la cabeza, y pasó a la salita.
No había nadie. Y lo gracioso era que la pasma parecía haberle echado el guante a Arnie sólo porque sí. «Hmmmm», dijo Dortmunder.
Había un teléfono en el extremo de la mesa más próximo al sofá. Dortmunder se sentó allí, dijo «Stoon» y marcó el número de Andy Kelp: «Si consigo esa máquina…».
El teléfono sonó dos veces y una chica contestó:
—¿Hola?
Sonaba joven y bonita. Todas las chicas que suenan jóvenes suenan bonitas, lo que ha producido no pocos descubrimientos desdichados en esta vida.
Dortmunder dijo:
—Ehhh. ¿Está Andy por ahí?
—¿Quién?
—Tal vez me he confundido de número. ¿Vive ahí Andy Kelp?
—No. Lo siento, yo… ¡Oh!
—¿Oh?
—¿Dice usted Andy?
Así que no se había confundido de número. Era un ligue. Allí estaba aquella chica, en el apartamento de Kelp, contestando a su teléfono, y le costaba trabajo recordar que Kelp se llamaba Andy.
—Eso es —dijo Dortmunder—, he dicho Andy.
—Oh, me temo que aún no lo ha desenchufado —dijo ella.
Y entonces lo entendió todo. No sabía exactamente qué era lo que entendía, pero en cierto modo y de manera general lo entendía todo. Y no era culpa de la chica, sino de Kelp. Por supuesto. Disculpándose interiormente con la chica por los malos pensamientos que sobre ella había tenido, dijo:
—¿Que no ha desenchufado aún qué?
—Verá, conocí a Andy ayer por la noche —dijo ella—. En un bar. Me llamo ¿Sherry?
—¿No está usted segura?
—Seguro que sí. Bueno, la cosa es que Andy me habló de esos maravillosos chismes telefónicos que él tiene y fuimos hasta su casa para verlos, y entonces me dijo que me enseñaría el chisme ése de la trasconexión. Así que enchufó una cajita en su teléfono, conectado con el mío, y vinimos aquí a mi casa a esperar la llamada de alguien que tenía que llamarlo, porque en vez de sonar en su casa sonaría aquí, y así no se perdería la llamada.
—Ajá.
—Pero nadie llamó.
—Es increíble —dijo Dortmunder.
—¿Verdad que sí? Así que se fue de aquí esta mañana, pero creo que se le olvidó desconectar la cajita cuando llegó a casa.
—Me llamó esta mañana.
—Creo que puede hacer llamadas al exterior con su teléfono, pero las que le llegan de fuera me vienen a dar a mí.
—¿Vive usted cerca de él?
—Oh, no, bastante lejos, aquí en el East Side. Cerca de Queensboro Bridge.
—Ah —dijo Dortmunder—. Así que cada vez que alguien marque el número de Andy Kelp, su número de teléfono no sonará, pero sonará el de usted, que está nada menos que en Queensboro Bridge.
—Sí, creo que así es.
—Y él no escuchará el timbre de su teléfono cuando suene, ¿verdad? ¿Ni aunque abra usted la ventana?
—Oh, no, seguro que no.
—Es lo que yo me imaginaba —dijo Dortmunder. Y muy, pero que muy gentilmente, colgó el teléfono.