25
Los cinco individuos que tomaban asiento en torno a la mesa bebían retsina y fumaban cigarrillos Epoika, mientras hablaban con voces guturales. Pendiendo de los respaldos de sus sillas podían verse pistolas automáticas, oscuros paneles cubrían las ventanas y un pequeño transistor de plástico blanco tocaba salsa para confundir cualquier posible aparato de escucha que sus enemigos pudieran haber colocado en el lugar. Estos enemigos no eran pocos, y entre ellos se contaban los seis que abruptamente irrumpieron por la puerta de servicio, blandiendo sus propias pistolas automáticas y ordenando a los individuos de la mesa en cuatro idiomas que se quedaran quietos, que no hablaran, y que no reaccionaran de forma sospechosa, a menos que quisieran morir como perros. Los tipos de la mesa, helados y con la mirada enfurecida, aferrando sus vasos y sus cigarrillos, musitaron en tres lenguas que los recién llegados eran unos perros, pero no hicieron nada más.
Pasados unos pocos segundos, y cuando se hizo claro que los disparos de las automáticas no era lo previsto en primer lugar, una cauta especie de relax embargó los cuerpos y las caras de todos los sentados a la mesa y todo el mundo se preparó para lo que podía venir después. Mientras dos de los intrusos hacían decididos pero torpes intentos por cerrar de nuevo la puerta que acababan de derribar, su líder (que se hacía llamar Gregor) se dirigió al líder del grupo sentado a la mesa (cuyo nombre de guerra era Marko), y dijo:
—Venimos aquí para negociar con vosotros, perros.
Marko esbozó una sonrisa irónica y achinando los ojos y mostrando los dientes dijo:
—¿Qué especie de lenguaje irrespetuoso es ése?
—Estoy hablándote en tu misma asquerosa lengua.
—Pues no lo hagas. Me lastima los oídos.
—No más de lo que lastima mi boca.
Marko cambió a la lengua que suponía ser la nativa de los invasores:
—Sé de dónde sois.
Gregor hizo su propia mueca de enseñar los dientes:
—¿Qué oigo, el ruido de una persiana al desenrollarse?
Y dirigiéndose en árabe a otro de los tipos de la mesa, dijo:
—Tal vez éstos son perros hechos de una basura diferente.
—No hables de ese modo —le dijo Marko—. Ni siquiera nosotros lo entendemos.
Uno de los intrusos que reparaban la puerta dijo por encima del hombro en un alemán deleznable:
—Debe haber un lenguaje que nos resulte común a todos. Esto pareció razonable a los pocos que lograron entenderlo, y cuando hubo sido traducido de diferentes maneras a las varias lenguas allí habladas, les pareció igualmente razonable a todos. Así que las negociaciones se iniciaron con un tira y afloja sobre la lengua que usarían para la negociación, lo que culminó con una intervención de Gregor en inglés, quien dijo:
—Muy bien. Hablaremos en inglés.
Casi todo el mundo de ambas partes se mostró molesto ante la propuesta.
—¿Cómo? —gritó Marko—. ¿La lengua de los imperialistas? ¡Eso, jamás! —pero lo dijo en inglés.
—Todos la entendemos —señaló Gregor—. Cualquiera que pueda ser nuestro odio hacia ella, el inglés es la lengua franca de todo el mundo.
Después de un poco más de tira y afloja, con intención sobre todo de salvar la cara, el inglés fue aceptado por todos como la lengua de uso, quedando bien claro por ambas partes que la elección de dicha lengua no debía ser considerada como una toma de partido ni política, ni etnológica, ni ideológica, ni cultural.
—Y ahora —dijo Gregor—, negociemos.
—¿Se puede negociar —preguntó Marko— sentados sobre un barril de pólvora?
Gregor sonrió tristemente.
—Esa cosa que pende de tu respaldo, ¿es acaso tu bastón de paseo?
—Sólo los perros necesitan las armas como muletas.
—Muy bien —dijo Gregor, apagando la radio—. Nuestras armas y vuestras armas se anulan mutuamente. Hablemos.
—Deja puesta la radio —dijo Marko—. Es nuestra defensa contra las escuchas.
—No sirve de nada —le dijo Gregor—. Os hemos estado escuchando desde el piso de al lado con un micrófono metido en ese tostador. Además, odio la salsa.
—Muy bien —dijo Marko, de mala gana (la radio como defensa contra las escuchas había sido idea suya). Luego, dirigiéndose al compatriota que tenía sentado enfrente, le dijo—: Levántate, Niklos, y deja sentarse a ese perro.
—¿Ceder mi sitio a un perro? —gritó Niklos.
—Cuando se negocia con un perro —señaló Marko— hay que dejarlo sentarse.
—Ten cuidado, Gregor —dijo uno de los intrusos—. Mira bien el asiento, no sea que se te peguen las pulgas que ha dejado el perro.
Los dos intrusos-reparadores terminaron de arreglar el cierre de la puerta y vinieron hacia la mesa. Uno de ellos dijo:
—¿Habéis notado que el effecto no es el mismo cuando se le llama perro a alguien en inglés?
Uno de los tipos sentados a la mesa dijo:
—Los pueblos del norte son fríos. No ponen fuego en sus lenguas.
Mientras se sentaba en el sitio de Niklos —y éste se apoyaba reticentemente contra el refrigerador en medio de sus enemigos, con los brazos cruzados—, Gregor dijo:
—Hemos sido enemigos en el pasado.
—Enemigos naturales —dijo el otro.
—De acuerdo. Y seguiremos siendo enemigos en el futuro.
—Ojalá.
—Pero en este preciso momento, nuestras rutas se entrecruzan.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que ambos queremos la misma cosa.
—¡El Fuego Bizantino!
—Queremos —corrigió Gregor— encontrar el Fuego Bizantino.
—Es la misma cosa.
—No, no lo es. Porque cuando sepamos dónde está podremos competir adecuadamente por su posesión. Ya que en ese momento nuestros deseos se contrapondrán de nuevo y volveremos a ser enemigos.
—Que Dios te oiga.
—Pero mientras el Fuego Bizantino siga perdido, puede decirse que nos hallamos, aunque sea de mala gana, del mismo lado.
Un murmullo general se alzó ante semejante idea, hasta que Marko, levantando los brazos y con gesto imperativo, como quien calma a la multitud desde un balcón, admitió:
—Tienes razón en lo que dices.
—Por supuesto que la tengo.
—Todos nosotros somos extraños en esta tierra sin Dios, por muchos contactos que tengamos con nuestros emigrantes.
—Emigrantes —escupió Gregor—. Pequeños comerciantes que sólo piensan en construirse piscinas prefabricadas.
—Exactamente. Puedes obligar a un tipo a actuar y obedecer órdenes, amenazándolo con matar a su abuela en la tierra de sus antepasados, pero no puedes hacer que piense, que se ofrezca voluntario, para mostrar la vaciedad de esta sociedad vacía y materialista.
—Eso mismo hemos podido comprobar nosotros.
—Los extranjeros en tierra extraña hacen bien en combinar sus fuerzas —reflexionó Marko.
—Que es justamente lo que aquí estamos haciendo. Ahora bien, nosotros hemos hecho un primer contacto exploratorio con la policía —Gregor era el de los pantalones de pana negra— y sabemos que vosotros habéis entrado en contacto con el mundo del hampa neoyorquina.
Marko (era su tío quien conocía al dueño del O. J.) lo miró sorprendido, y en modo alguno contento:
—¿Cómo habéis averiguado eso?
—Vuestro tostador nos lo dijo. La cuestión es que juntos podemos complementar nuestras limitadas inteligencias, y podemos prepararnos para actuar con decisión en cuanto el Fuego Bizantino aparezca, y…
—También el ladrón —dijo Marko.
—A nosotros el ladrón no nos interesa.
—A nosotros, sí. Por razones religiosas.
Gregor se encogió de hombros.
—Os lo entregaremos. La cuestión principal es que, juntos, las posibilidades de encontrar el Fuego Bizantino aumentan considerablemente. Una vez lo encontremos, por supuesto, podemos empezar a discutir el paso siguiente. ¿Estáis de acuerdo?
Marko interrogó a todos sus hombres frunciendo el ceño. Todos parecían tensos, desencajados y adustos, pero no violentamente opuestos a la sugerencia.
Asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo, y tendió la mano.
—Que las almas de nuestros antepasados quieran comprender y perdonar esta claudicación —dijo Gregor, estrechando la mano de su enemigo.
El teléfono sonó.
Todos se quedaron mirando entre sí. Los líderes deshicieron su apretón de manos. Gregor susurró:
—¿Quién sabe que estáis aquí?
—Nadie. ¿Y por parte vuestra?
—Nadie.
Poniéndose en pie, Marko dijo:
—Voy a ver qué pasa.
Avanzó hacia la pared donde estaba el teléfono, descolgó el auricular y dijo:
—¿Sí?
Los otros se lo quedaron mirando y vieron primero nublársele el rostro como un cielo en día de tormenta, luego enrojecer (aviso para marineros) y finalmente adoptar una mera expresión de perplejidad.
—Un momento —dijo al teléfono, y se volvió hacia los otros—. Son los búlgaros. Han estado escuchándonos desde el sótano, y dicen que la cosa es razonable y que quieren subir a unírsenos.