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Anidado sobre un suave fondo de terciopelo negro, relumbrando bajo la brillante luz de los tubos fluorescentes superiores, el Fuego Bizantino lanzaba lustrosos destellos de color carmín, reflejando y refractando los rayos de luz. Si las máquinas pudieran sangrar, la sangre derramada por un Univac vendría a ser algo parecido: fría, clara, casi dolorosamente roja, una levemente facetada cúpula geodésica de profundo color y furiosa luz. Con un peso de noventa quilates, el Fuego Bizantino era uno de los más grandes y valiosos rubíes del mundo, cuyo valor en sí mismo podía alcanzar fácilmente el cuarto de millón de dólares, sin contar su montura y su historia, ambas por igual impresionantes.

El Fuego Bizantino estaba montado sobre un grueso y prolijamente trabajado aro de oro puro, que soportaba en su centro al rubí, rodeado de catorce pequeños zafiros blancoazulados. Aunque esto sólo doblaba ya el valor total de la pieza, era la historia de la piedra —toda una sarta de guerras religiosas, robos, traiciones, asesinatos, intrigas diplomáticas del más alto nivel y cuestiones de orgullo nacional, identidad étnica y significado religioso— lo que elevaba su valor más allá de cualquier posible estimación. El Fuego Bizantino tenía un precio tan incalculable como el Koh-i-nur.

De ahí que las medidas de seguridad del Fuego Bizantino, durante este su primer traslado en noventa años, fueran extremadamente rigurosas. Aquella mañana, tres diferentes escoltas armadas habían dejado el Museo de Historia Natural de Chicago por tres rutas distintas en dirección de Nueva York, sin que hasta el momento de la partida los mismos transportistas de seguridad supieran cuál de los equipos llevaría el anillo. Eran casi las doce de la noche en Nueva York y el grupo que transportaba el anillo acababa de encontrarse en la terminal de la TWA del Aeropuerto Kennedy con la escolta de seguridad de la delegación de Estados Unidos en la ONU. Este nuevo grupo sería el encargado de transportar el anillo el resto del camino hasta Manhattan para depositarlo en el cuartel general de la Misión, en la plaza de las Naciones Unidas, anticipándose a la ceremonia del día siguiente, en la que el Fuego Bizantino sería solemnemente devuelto al Estado soberano de Turquía (que de hecho nunca lo había tenido en propiedad). Tras lo cual, gracias a Dios, el maldito chisme sería ya problema de Turquía.

Hasta entonces, no obstante, su custodia seguiría siendo problema de los USA, y había una cierta tensión entre los ocho americanos que atestaban la pequeña y vacía habitación del área de seguridad de la terminal de la TWA. Además del correo de Chicago con su attaché encadenado a la muñeca y sus dos guardias de corps, estaba la escolta de tres hombres de la Misión Americana en la ONU y dos cansinos policías de uniforme de la ciudad de Nueva York, que estaban allí simplemente en representación de la ciudad y para observar la ceremonia de entrega. Nadie en realidad esperaba que ocurriera el menor problema.

Los dos escoltas de Chicago iniciaron la entrega dando las llaves del attaché a la escolta neoyorquina, que firmó los pertinentes recibos. Luego, el correo de Chicago colocó el maletín sobre una mesa y utilizó su propia llave para quitarse la esposa de la muñeca. A continuación, dio vuelta a la llave y abrió el maletín, metió la mano en él y sacó la cajita que llevaba dentro, siendo éste el momento que todos aprovecharon para apiñarse en torno a la mesa para contemplar el Fuego Bizantino, el profundamente rojo rubí, con su cálida montura de oro, sus rutilantes briznas blanquiazules de zafiro contrastándose sobre el forro de terciopelo negro de la caja. Hasta los dos aburridos policías se acercaron a mirar el anillo por encima del hombro de los otros hombres.

—Eso sí que es cosa fina —dijo uno de los guardias.

El tipo calvo de la Misión Americana frunció el ceño ante semejante falta de seriedad.

—Deberían ustedes… —dijo, y en aquel momento la puerta que tenían detrás se abrió y cuatro hombres se precipitaron dentro, vestidos con abrigos negros y máscaras de gas, lanzando bombas lacrimógenas y de humo, armados con subfusiles Stern y hablando griego.