36
Cuando May volvió a casa de trabajar en el supermercado, llevando en el brazo dos bolsas de suministros, el teléfono estaba sonando. Particularmente no era muy aficionada a que los acontecimientos se le amontonaran de aquella manera, así que le echó una mirada de reojo al dichoso teléfono por entre las volutas de humo que casi le tapaban el ojo izquierdo mientras dejaba las bolsas sobre el sofá. Sacándose la colilla aún humeante de la comisura de la boca y aplastándola en un cenicero cercano, descolgó el teléfono y dijo con desconfianza:
—¿Sí?
Una voz susurró:
—¿May?
—No —dijo ella.
—¿May? —la voz seguía siendo un susurro.
—Nada de llamadas obscenas —dijo May—. Nada de jadeos y cosas de ésas. Tengo tres hermanos, altísimos y fuertes, que son ex marines, y ellos…
—¡May! —el susurro sonó duro y tajante—. ¡Soy yo! ¡Ya sabes!
—… le partirán la cara como siga con éstas —terminó de decir May.
Y colgó con cara de satisfacción, encendiéndose un nuevo cigarrillo. Estaba trasladando los suministros a la cocina cuando el teléfono empezó a sonar de nuevo.
—¡Qué fastidio! —dijo, depositando las bolsas sobre la mesa de la cocina. Y volviendo a la salita tomó el teléfono y dijo—: Le advierto de nuevo que…
—May. ¡Soy yo! —susurró la misma voz, en tono agudo y desesperado—. ¿No me reconoces?
May frunció la frente:
—¿John?
—¡Chhhiiiissss!
—Eh… ¿Qué ha pasado?
—Algo ha ido mal, y no puedo volver a casa.
—¿Estás con An…?
—¡Chhhiiiissss!
—¿Estás, esto, eh, en ese lugar?
—No. El tampoco puede ir a su casa.
—Uf, vaya —dijo May. Había esperado contra toda esperanza, pero sabía que sólo era una posibilidad.
—Estamos escondidos —dijo la ya familiar voz susurrada.
—¿Hasta que la cosa pase?
—Esto no va a pasar, May —susurró la voz—. No podemos esperar tanto tiempo. Tiene toda la pinta de durar tanto como las pirámides.
—¿Y qué vais a hacer?
—Algo —susurró la voz con cierto estoico desespero.
—Oye… Traje chuletas del Super —se cambió de mano el teléfono y de comisura el cigarrillo—. ¿Puedo ponerme en contacto con vosotros de algún modo?
—No, estamos… Este teléfono no tiene número.
—Llama a la operadora, para que te lo diga.
—No, quiero decir que no tiene escrito ningún número, o sea, que no tiene número asignado. Hemos pinchado una línea. Podemos llamar hacia afuera, pero no se nos puede llamar.
—¿Tiene An… Tiene todavía disponible ese almacén?
—No, ya no. Cogimos un montón de chismes y nos largamos con ellos. Mira, May, a lo mejor alguien se pasa por ahí a hacer una visita. Creo que mejor te vas a casa de tu hermana.
—¡Pero si no me gusta Cleveland!
En realidad, la que no le gustaba a May era su hermana.
—Así y todo.
—Ya veremos qué pasa —prometió May.
—Así y todo —insistió la voz.
—Ya veré. ¿Volverás a llamar?
—Claro.
El timbre de la puerta sonó en ese momento.
—Creo que están llamando —dijo May—. Voy a abrir.
—¡No abras!
—No es a mí a quien buscan, John… Les diré la verdad.
—Vale —susurró la voz, pero con un tono más bien vacilante.
—Cuídate —le dijo May, y colgó para ir a abrir la puerta.
Cuatro fortísimos (semejantes a la imagen que May se hacía de sus inexistentes hermanos ex marines) irrumpieron en el piso, diciendo:
—¿Dónde está?
May cerró la puerta tras ellos.
—No tengo el gusto de conocer a ninguno de ustedes —dijo ella.
—Nosotros a ti sí —dijeron—. ¿Dónde está él?
—Si ustedes fueran él —dijo May—. ¿Dónde estarían en estos momentos?
—¿Dónde está? —preguntaron de nuevo.
—Si ustedes fueran él —dijo ella—, ¿me dirían dónde estaban?
Los cuatro se quedaron mirando entre sí, abrumados por la verdad de lo dicho, y el timbre de la puerta sonó en aquel momento.
—¡No abra!
—Les abrí a ustedes —subrayó ella—; ésta es una casa hospitalaria.
Los nuevos visitantes eran detectives de paisano, tres.
—Policía —dijeron, mostrando innecesariamente sus placas.
Los tres detectives y los cuatro tipos forzudos se miraron entre sí de un extremo a otro de la salita.
—Vaya, vaya, vaya —dijeron los detectives.
—Estamos esperando a un amigo —dijeron los forzudos.
—Yo tengo que sacar mis compras de la bolsa —dijo May, dejándolos que se entendieran entre ellos.