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La puerta de la joyería dijo snnnarrrkkk. Dortmunder hizo fuerza con el hombro contra la puerta, pero el snnnarrrkkk no había servido de nada. Tras observar por encima del hombro —Rockaway Boulevard en South Ozono Park, municipio de Queens, seguía vacío, el puente colocado en el timbre de alarma de la entrada principal seguía en su sitio, y la hora seguía siendo una tranquila medianoche de entresemana—, Dortmunder prestó de nuevo atención a la puerta, que seguía cerrada.
Debía ser el hecho de tener que vigilar él mismo lo que estaba provocando aquel retraso, impidiendo que pudiera concentrarse en la maldita puerta. Esperaba haber podido traer a Kelp consigo para esa labor. Era una pena que no estuviera en casa. Como la mayor parte de la gente que conocía a Dortmunder tenía la impresión de que era gafe —la mala suerte, más que la incompetencia, nublaba sus días y escalofriaba sus noches— resultaba más bien difícil encontrar quien quisiera acompañarlo para sus chapuzas. Y no quería dejar correr otra noche aquel trabajillo: ¿quién podía saber cuánto tiempo estaría fuera el dueño?
Había sido el cartel del escaparate —«Cerrado por vacaciones. Para poder servirle mejor»— lo primero que había atraído la atención de Dortmunder hacia Skoukakis Credit Jewelers, y cuando hubo reconocido la alarma antirrobos de la puerta principal como una vieja amiga, modelo y hechura de las que llevaba años burlando, empezó a sentir que el destino —cosa hasta entonces infrecuente— le sonreía con certeza. Había visto el anuncio el día anterior y observado el timbre de alarma, la noche antes había estado estudiando el terreno y esta noche se hallaba vigilando a la vez por encima del hombro y descerrajando aquella cabreante puerta.
—Venga ya —murmuró Dortmunder.
—Snik —respondió la puerta, bostezando tan inesperadamente que Dortmunder tuvo que agarrarse al marco para no ir a caer sobre el exhibidor de relojes Rolex.
Sirenas, sirenas de policía. Distantes sirenas policiales hacia el sur y el este, en dirección al Aeropuerto Kennedy. Dortmunder se detuvo a la entrada, satisfecho de que las sirenas no sonaran en su dirección y cuando vio que los faros de un coche venían hacia donde él estaba, se metió en la joyería, cerró la puerta y se dispuso a ponerse manos a la obra.
El coche paró justo enfrente. Dortmunder se quedó helado, observando a través de las rejillas que recubrían la puerta y vigilando al coche en espera de que algo fuera a ocurrir.
Nada ocurrió.
¿Y qué? ¿Un coche que aparca y que no pasa nada? ¿Un coche que viene y para al girar, y nada pasa? ¿Nadie sale del coche? ¿Nadie cierra el coche y se dirige a su destino, dejando a un honrado ratero que remate su trabajo nocturno?
Los faros del coche se apagaron.
Eso, al menos, era algo. Y preludiaba algo que debía venir después.
Pero no hubo nada nuevo. Dortmunder no podía ver cuánta gente había en el coche, aunque ciertamente ninguno de ellos se movía. Y mientras todo siguiera así, mientras nada nuevo ocurriera, Dortmunder no podía imaginar de qué modo podía seguir tranquilamente su plan original. No por cierto con un coche ocupado frente a la puerta. El gesto se le torció de impaciencia. Dortmunder seguía apoyado contra la puerta, observando a través de la rejilla de metal —que lo defendía de los ocupantes del coche—, esperando que aquellos idiotas se fueran.
En vez de esto, más idiotas vinieron a juntárseles. Un segundo coche hizo su aparición, a mucha mayor prisa que el primero, y tomando la curva mucho más ceñida, para ir a colocarse justo delante del otro. Dos hombres de inmediato saltaron fuera del coche, sin detenerse siquiera a apagar las luces. Al menos, aquello era forma de hacer las cosas.
En este momento, por fin, bajó alguien del primer coche, un tipo, del asiento del conductor. Al igual que sus más apresurados compañeros, iba todo vestido de negro, con un abrigo quizás un poco pesado para aquella cruda-pero-no-fría noche de marzo. Al revés que los otros, no parecía tener la menor prisa. Era evidente para Dortmunder que aquel hombre, según lo iba viendo dar la vuelta por delante de su coche con bastante parsimonia, jugando con una arandela llena de llaves, estaba siendo incitado por los otros dos para que se diera algo más de prisa. El parsimonioso asintió con la cabeza, hizo unos gestos tranquilizadores en el aire, eligió una llave y avanzó directamente hacia la puerta principal de la joyería.
¡Mierda santa! ¡El joyero! Un rechoncho tipo de edad, adornado con un negro bigote, gafas de montura negra y un abrigo negro, avanzaba hacia él empuñando una llave. ¿A quién podía ocurrírsele terminar unas vacaciones a aquellas horas? Una menos veinte de la mañana, según todos los Timex. Una menos veinte de la madrugada de un jueves. ¿Era ésta hora de reabrir un negocio?
La llave rascó en la cerradura, al tiempo que Dortmunder se esfumaba con cuidadosa rapidez en el fondo oscuro de la tienda. De sobra sabía que no había puerta trasera. ¿Había sitio racional donde esconderse? ¿Había alguna explicación racional para la presencia del dueño a aquellas horas?
(Ni por un instante se le pasó por la cabeza a Dortmunder la posibilidad de que pudiera tratarse de un segundo grupo de rateros, tal vez atraídos por el mismo anuncio. Los rateros no aparcan frente a la puerta y se quedan allí sentados un rato. Los rateros no dejan los faros encendidos. Y tampoco suelen tener la llave correcta.)
Afortunadamente, los descerrajamientos de Dortmunder no solían dejar inservibles las puertas para futuros usos. De haber sido pleno día —de haber vuelto el dueño, digamos, a una hora adecuada de la mañana siguiente— tal vez hubiera distinguido algunos raspones y arañazos mientras abría la puerta, pero en medio de la oscuridad de la una menos veinte de la madrugada nada había que hubiera podido sugerir al señor Skoukakis, si en efecto era él, que sus defensas habían sido violentadas. Así que, mientras Dortmunder se acuclillaba tras un mostrador acristalado que exhibía gemelos decorados con motivos romanos, la tranquila apertura de la puerta siguió su proceso, la puerta principal se abrió y tres hombres hicieron su entrada hablando todos a la vez.
Al principio, Dortmunder supuso que el hecho de no entender nada de lo que decían se debía a que todos ellos hablaban a un tiempo, pero pronto empezaron a alternarse y a hablar uno cada vez, y Dortmunder siguió sin entender nada. Debía pues tratarse de alguna lengua extranjera, pensó Dortmunder, sin tener idea de cuál. A él todo le sonaba a griego.
Los dos llegados en último lugar llevaban el mayor peso de la conversación, en rápidas irrupciones sincopadas, mientras el otro tipo —un poco mayor, más lento y más paciente— daba respuestas más pausadas. Todo ello en medio de la oscuridad, ya que nadie se había preocupado de encender las luces, lo que Dortmunder agradecía. Por otro lado, ¿qué estaba aquella gente haciendo allí, hablando en su lengua extranjera en la oscuridad de una joyería cerrada después de medianoche?
De pronto, Dortmunder oyó el plok-chunk de una caja fuerte que se abría y una expresión de enfado cruzó su cara. ¿Serían también rateros? Deseó poder sacar la cabeza por encima del mostrador para ver lo que estaban haciendo, pero no podía arriesgarse. Se hallaban situados entre él y la vaga iluminación de la calle, de forma que no podría ver de ellos más que confusas siluetas, mientras que él podía ser para ellos un rostro gris en movimiento. Así que se quedó donde estaba, escuchando, esperando.
Chuuk-whirrrrr. Era seguramente la puerta de la caja fuerte al cerrarse de nuevo, y el dial de cierre. ¿Acaso los rateros cierran las cajas fuertes cuando terminan con ellas? ¿Giran acaso de nuevo el disco de cierre para asegurarse de que la caja ha quedado bien cerrada? Meneando la cabeza, y ovillándose tan cómodamente como era posible tras el mostrador, Dortmunder siguió a la escucha y a la espera.
Otra andanada de lengua extranjera vino a continuación, y luego el sonido de la puerta que se abría, y las voces que se iban alejando. Dortmunder levantó ligeramente la cabeza. Las voces abruptamente pasaron a ser un desmayado murmullo al cerrarse del todo la hoja de la puerta. Una llave arañó la cerradura.
Dortmunder empezó a levantarse, estirando el cuello, de modo que lo primero que apareció tras el mostrador fue su seco y débil descolorido pelo, como una hierba de playa en enero. Luego venía su estrecha frente arrugada por un millón de viejas preocupaciones y a continuación sus pálidos y pesimistas ojos, mirando a diestro y a siniestro, y también de frente, como un triste muñeco de feria de una tienda de objetos de broma.
Se estaban yendo. Los tres tipos resultaban visibles en el exterior mientras cruzaban la acera en dirección de sus coches respectivos, el tipo más viejo siempre tan lento y metódico, los otros igualmente nerviosos. Estos últimos se metieron en su coche los primeros, arrancaron con un rugido, y ya habían echado a correr antes de que el tipo más viejo llegara siquiera a colocarse al volante.
Dortmunder sobresalió otra pulgada y media más de su parapeto, revelando unos huesudos pómulos y una estrecha, ganchuda y larga nariz, cuya punta fue a descansar sobre el cristal superior del mostrador.
El tipo mayor se metió en el coche. Pasó un buen rato. «Tal vez», murmuró Dortmunder contra la puerta corrediza de madera de detrás del mostrador, «su doctor le aconsejó que no se acelerara».
Una cerilla se encendió en el coche. Se extinguió y volvió a destellar de nuevo; se extinguía, revivía; se extinguía, revivía; se extinguía, revivía. Hasta extinguirse del todo.
Una segunda cerilla se encendió.
«Un fumador de pipa», gruñó Dortmunder. «Debía haberlo imaginado. Estaremos aquí hasta la salida del sol».
Revivir-extinguirse; revivir-extinguirse; revivir-extinguirse. Revivir, y nada.
Pausa.
El motor del coche arrancó, sin rugido. Otro pequeño intervalo y los faros se encendieron. Pasó un rato y abruptamente el coche retrocedió dos o tres pies, para atascarse de golpe.
«Le ha metido mal la marcha», comentó Dortmunder. Empezaba a odiar a aquel viejo imbécil.
El coche empezó a marchar hacia adelante. Sin ninguna prisa, enfiló en ángulo desde la curva, se metió por la calle sin tráfico y se perdió de vista.
Con los huesos chirriándole, Dortmunder se desmadejó los miembros y meneó la cabeza. Ni siquiera el robo de una simple joyería podía resultar algo sencillo; misteriosos intrusos, lenguas extranjeras y fumadores de pipa.
Pero, bueno, todo había pasado ya. Atravesando la tienda, Dortmunder sacó su bolígrafo-linterna, alumbró en derredor con breves chorros de luz y descubrió debajo de la caja registradora la pequeña caja fuerte que los tipos aquellos habían abierto y cerrado. Y ahora Dortmunder sonrió, porque al menos esta parte del trabajillo era cosa hecha. Daba por supuesto que un comerciante que había comprado semejante alarma antirrobo tenía que haber adquirido una caja como aquélla —o, en general, parecida—, y allí estaba. Otra vieja conocida, al igual que la alarma. Sentándose con las piernas cruzadas frente a ella, al estilo sastre, sobre el suelo, y con todo el instrumental extendido a su alrededor, Dortmunder se puso manos a la obra.
Le llevó quince minutos, más o menos lo justo para este tipo de latas. El resorte de la puerta cedió y Dortmunder enchufó su linterna sobre los compartimentos y cajones del interior. Varias bonitas pulseras de diamantes, unos pocos juegos de pendientes aceptables, diversos broches enjoyados y un variado surtido de anillos. Una bandeja de anillos de pedida, montados con diamantes tan diminutos que podían atravesar el tejido de una sábana. Dortmunder se dejó éstos en la caja, pero gran parte del resto fue a dar a varios de sus bolsillos.
Y allí, en un cajoncito, se hallaba una pequeña caja, que al abrirla demostró estar forrada de terciopelo negro y contener una sola pieza: un anillo montado con una piedra roja sospechosamente grande. Pero ¿por qué un joyero iba a poner un culo de botella como aquél en su caja fuerte? Por otro lado, ¿podía ser bueno y haber ido a parar a aquella pequeña joyería de barrio?
Dortmunder tuvo la tentación de dejar la joya, pero decidió al fin que muy bien podía llevársela. El perista le diría si la cosa valía o no la pena.
Distribuyendo el botín y sus herramientas por los diversos bolsillos de su chaqueta, Dortmunder se puso de pie y se detuvo un minuto más en la tienda para elegir algún regalo. ¿Qué podría ser mono para May? Allí estaba un reloj digital de señora, adornado con una correa de platino de imitación; se apretaba un botón en el lateral y sobre la negra pantallita como de TV aparecían los números para decir la hora con precisión de centésimas de segundo. Muy útil sin duda para May, que casualmente trabajaba como cajera de un supermercado. Y lo que lo convertía en un reloj de señora era que los números eran de color rosa.
Dortmunder se embolsó el reloj, echó una última mirada en derredor, no vio nada más de interés y se fue. No se molestó en cerrar la caja fuerte.