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Kenneth («llámame Ken») Abemarle era comisionado, poco importa de qué. En su tranquila pero triunfal carrera administrativa había sido, entre otras cosas, comisionado de Sanidad en Buffalo, Nueva York; comisionado del Cuerpo de Bomberos en Houston, Texas; comisionado de Enseñanza Primaria en Bismarck, Dakota del Norte, y comisionado del Servicio de Aguas en Muscatine, Iowa. Tenía también un título de diplomado en Administración Municipal, una licenciatura en Estudios Administrativos y una licenciatura de grado en Relaciones Públicas, además de su natural talento y una profundizada autoconciencia de lo que quiere decir el cargo de comisionado. La finalidad de dicho cargo, tal como él la concebía, era tranquilizar a la gente. Y con su excelente expediente de cargos y magnífico historial académico, además de su apariencia personal —a los cuarenta y un años se conservaba esbelto, sin canas, activo y dinámico, mostrando además la relajada autoconfianza de un entrenador de basket juvenil cuyo equipo nunca ha dejado de ganar—, Ken Abemarle podía llegar a tranquilizar, si era preciso, a toda una asamblea de orangutanes, como en una o dos ocasiones ya había demostrado.
Por el momento, se hallaba empleado en el Ayuntamiento de Nueva York como, ejem, ejem, comisionado de Policía, y justo en aquel momento tenía ante sí la tarea de calmar a dos airados hombres del FBI llamados Fracharly y Zeedy, que habían penetrado en su despacho poco antes de las once de la mañana y que se hallaban en ese mismo momento sentados delante de él, totalmente rubíes de ira. O, mejor dicho, era Fracharly el que estaba rubí de ira, mientras Zeedy parecía más bien lívido como consecuencia de un shock.
—El inspector jefe Mologna —dijo Abemarle, asintiendo juiciosamente con la cabeza y pronunciando correctamente el nombre, mientras ociosamente tamborileaba con los dedos sobre su limpio y bien ordenado escritorio— lleva como oficial de policía muchos años. De hecho, lleva en esta casa más tiempo que yo (Ken Abemarle llevaba como comisionado de Policía de Nueva York tan sólo siete meses).
—Tal vez —dijo Fracharly chirriándole los dientes— hasta la fecha nadie se había dado cuenta del cociente de incompetencia del inspector jefe.
—¡Le colgó al tipo! —dijo Zeedy, con la voz hueca, como si aún le costara trabajo creerlo.
—Un momento —dijo Ken Abemarle. Apretando la tecla de su interfono dijo—: Señorita Friday, ¿querría traerme el expediente del inspector jefe Mologna?
—Sí, comisionado —dijo el interfono con una tenue voz.
—El expediente no dirá nada —dijo Fracharly—. No estará en la fiiiicha, ¡simplemente lo hizo!
—Puede ser —dijo Ken Abemarle, tamborileando con todos sus dedos—. Pero si usted quisiera ponerme en antecedentes del hecho, señor Fracharly. Darme una pis…
—Zachary —dijo Fracharly.
—¿Cómo dice?
—Mi nombre es Zachary. ¡Y soy agente, no señor! Soy el agente Zachary, del FBI. ¡Aquí tiene, aquí…! —y echó mano nerviosa a su billetera.
—No es preciso, no es preciso —le aseguró Ken Abemarle—. Ya he visto su identificación. Siento haber tomado su nombre mal. Así que usted es Zachary, y usted es… ¿Zeedy?
—Freedly —dijo Zeedy.
—Oh, cielos —dijo Ken Abemarle para sí—. Vaya metedura. Bueno, no importa. Ahora ya lo sé. Zachary y Freedly. Agente Zachary y agente Freedly.
—Así es —subrayó con paciencia Zachary, chirriándole aún los dientes y con el rojo subido.
—Es una de mis meteduras de pata favoritas —dijo Abemarle, sonriendo con aire melancólico—. Y se trata ciertamente de una mejora del original, ya que antes solía confundir «mariposa» con «sacarosa».
—Comisionado —dijo el agente Freedly.
—¿Sí?
—No intento presionarle, pero creo que Mac, aquí, está a punto de saltar sobre su garganta.
Ken Abemarle echó una mirada al agente Zachary y vio que la cosa no era del todo inverosímil. Era el momento de recoger velas y desplegar una maniobra tranquilizante de gran estilo.
—Sí, ya veo —dijo. Y tomando aire, prosiguió—: Entiendo y simpatizo con su situación, caballeros, y antes de que decidamos hacer nada, permítanme asegurarles aquí y ahora que si ha habido la menor irregularidad en el procedimiento policial, si el inspector Mologna, deliberada o inadvertidamente, ha dañado de algún modo o puesto en peligro el desarrollo del caso que nos ocupa, les prometo que personalmente no pararé hasta que una investigación exhaustiva se haya llevado a efecto sobre el asunto. Cuando pasé a convertirme, ejem, en comisionado de Policía de esta hermosa ciudad prometí entonces, en el momento de ser investido en el despacho del alcalde —hay una foto del acontecimiento enmarcada en este mismo despacho, con la cabeza del alcalde rutilando bajo los focos—, que todo procedimiento impropio, inepto o inaceptable que pudiera haberse tolerado en el pasado, y no digo que de hecho lo fuera, puesto que no estoy en condiciones de juzgar a mis predecesores, solamente digo que si tal procedimiento hubiera tenido lugar en algún momento y por cualquier razón que fuera, debería dejar de producirse en el futuro. Entonces. Así ha sido desde que ocupo este cargo de comisionado. Y si ustedes se paran un momento a estudiar el expediente de mis actuaciones desde entonces, caballeros, creo honestamente que no tendrán más remedio que sentirse más tranquilos, convencidos como quedarán de que, bajo mi mandato, la limpieza, la profesionalidad y el libre aireamiento de cualquier tipo de disputa sin temores ni favoritismos han sido la imagen de marca que…
—¡Talat Gorsul! —exclamó sulfurado el agente Zachary.
Ken Abemarle se paró en seco y pestañeó. ¿Era aquello un grito de guerra? ¿Eran aquellos hombres del FBI normales?
—¿Cómo ha dicho?
—Talat Gorsul —repitió el agente Zachary, más tranquilo pero gesticulando.
—A lo que Mac se refiere —explicó el agente Freedly, extendiendo la mano para palmetear tranquilizadoramente a su colega en el antebrazo— es al encargado de Negocios turco ante la ONU. Su nombre es Talat Gorsul.
—Ah, ya entiendo —dijo Ken Abemarle, aunque no entendía nada en absoluto.
—Y el tal individuo —prosiguió el agente Freedly—, según nuestros informes, intenta tener una intervención en Naciones Unidas esta tarde a las cuatro, en la que va a sugerir que ha sido el propio Gobierno de los Estados Unidos el que ha amañado el robo del Fuego Bizantino.
Ken Abemarle se sentía por completo como un pulpo en un garaje.
—¿Y eso por qué?
—Porque le apetece.
—¿Pero por qué? ¿Por qué el Gobierno americano habría de…?
El agente Freedly meneó la cabeza.
—¿Quiere usted saber el proceso de razonamiento de Talat Gorsul, comisionado?
—A rasgos generales tan sólo.
—Según él, nunca tuvimos la intención de devolver el Fuego Bizantino, y ésta ha sido la manera que hemos encontrado de echarnos atrás en el trato.
—¡Pero eso es ridículo! —dijo Ken Abemarle.
—Si usted se repasa la mayor parte de las intervenciones que tienen lugar en el foro de la ONU —dijo el agente Freedly— se dará cuenta de que la mayor parte de ellas son ridículas. Lo que no quita para que se pronuncien, se traduzcan, se impriman y hasta se crean.
—Pero si ni siquiera teníamos obligación de haberles hecho la oferta.
—No creo que ese punto —dijo el agente Freedly— vaya a formar parte de la argumentación del señor Gorsul.
—Ya veo. Simple antiamericanismo.
—El antiamericanismo nunca suele ser una cosa simple —dijo el agente Freedly—. Cuando las gargantas se les secan de llamarnos todo tipo de cosas hacen una pausa para beber coca-cola. Pero la cuestión es que Gorsul intenta pronunciar esa intervención, y el Departamento de Estado nos ha avisado que no quiere que tal intervención se pronuncie. En otros tiempos nos hubiéramos limitado a envenenar a Gorsul durante la comida, pero…
—¿Envenenado?
—No hasta las últimas consecuencias —dijo el agente Freedly—. No somos unos bárbaros. Nos hubiéramos limitado a darle algo que le produjera dolores de estómago durante algunos días. Pero en las actuales condiciones, lógicamente, no podemos hacerlo. Así que las cuatro de la tarde es la hora tope que tenemos para descubrir el Fuego Bizantino.
—Mo-log-na —dijo el agente Zachary, lenta y distintamente, entre unos dientes que parecían habérsele pegado.
—Exacto —dijo el agente Freedly. Y mirando de hito en hito al comisionado, le plantificó—: Un individuo que decía estar en posesión del Fuego Bizantino concertó una llamada con ánimo de negociar. Pidió hablar concretamente con el inspector jefe Mologna. Nada más comenzada la conversación, el inspector jefe perdió los estribos y le colgó.
—Ya veo —dijo Ken Abemarle. Empezaba a dolerle la cabeza—. ¿Volvió, ejem, el negociador a llamar?
—No.
—¿Y parecía estar hablando en serio?
—Por lo poco que de él pudimos grabar, sí.
—Ya veo —Ken Abemarle jugó un poco con su goma de borrar—. Por supuesto, no he escuchado aún todas las versiones, pero por lo que ustedes me cuentan, ciertamente…
Una interrupción se produjo en aquel momento en forma de una joven vestida con zapatillas de baile, pantalones de hombre muy anchos, una amplia y plegada camisa blanca, una estrecha corbata de pajarita marrón, una chaqueta de smoking crema seis tallas más grande y unas gafas de arlequín con montura azul espolvoreada de paillettes. La muchacha dejó sobre la mesa de Ken Abemarle una gruesa carpeta, diciendo:
—Siento haber tardado tanto, comisionado, pero ese nombre no sabía muy bien cómo se escribía…
—Está bien, señorita Friday. Mejor tarde que nunca. Muchas gracias.
—Gracias a usted, señor.
La señorita Friday, convenientemente tranquilizada, volvió a la antesala del despacho, mientras Ken Abemarle hojeaba con rapidez el dossier del inspector jefe Mologna, tomando al vuelo unas cuantas impresiones para hacerse una idea general del individuo. ¡Y sí que llevaba años el individuo esquiando sobre hielo frágil! Casi a punto de resbalar aquí, a punto de partirse la crisma allá. Estos viejos elefantes, como Ken Abemarle bien sabía, tenían una increíble capacidad de supervivencia, se conocían todos los trucos habidos y por haber, más algunos de propia invención. Se imaginaba a sí mismo, con sólo siete meses en el puesto, tratando de echar abajo al inspector jefe Mologna a requerimiento de dos tipos del FBI que ni siquiera eran de la ciudad.
—Bien, bien, bien —dijo. Y regalando a los agentes forasteros con la más creíble y sincera de sus miradas, les dijo—: Quiero que sepan, caballeros, que voy a tomarme este asunto con la mayor seriedad. Y ahora, por favor, quiero escuchar todos los detalles, para poder decidir qué es lo mejor para el futuro.