18
May parecía preocupada cuando Dortmunder llegó a casa, lo que al principio él no notó porque se hallaba irritado.
—La bofia me paró dos veces —dijo, sacándose el abrigo—. Muéstreme el carné, adónde va, de dónde viene. Y a Stan, que no lo pudo enseñar, se lo llevaron. Un lío por todas partes.
Fue entonces cuando notó la expresión de ella, a través de las espirales de humo de su cigarrillo, y dijo:
—¿Qué pasa?
—¿No viste las noticias?
La pregunta parecía cargada de sentidos no expresos.
—¿Qué noticias?
—Las de la tele.
—¿Y cómo iba a verlas? —dijo él aún irritado—. Me he pasado el tiempo viendo guardias y en el Metro.
—¿Cuál es el nombre de la joyería adonde fuiste la noche pasada?
—No puedes devolver el reloj.
—John, te pregunto por el nombre.
Dortmunder intentó recordar.
—Algo griego. Una cosa así como kaki.
—Siéntate, John —dijo ella—. Te traeré un trago.
Pero no se sentó. Su enigmática manera de comportarse le había hecho olvidar su enfado, y la siguió hasta la cocina, frunciendo el ceño y diciendo:
—¿Pero qué pasa?
—Primero bebe.
Dortmunder se quedó parado en el quicio de la cocina y vio cómo ella le preparaba un buen bourbon con hielo. El dijo:
—¿Me puedes decir por qué estás haciendo eso?
—Muy bien. La tienda se llamaba Skoukakis Credit Jewelers, ¿no?
—Exacto —dijo él sorprendido—. Así es como se llamaba.
—¿Y recuerdas la gente que apareció por allí, se estuvieron un rato y luego se fueron?
—Claro como el día.
—Pues fueron ellos —May se lo dijo mientras le alcanzaba el vaso lleno de bourbon— los que acababan de robar el Fuego Bizantino.
Dortmunder frunció el ceño.
—¿El qué?
—¿Pero no lees los periódicos ni nada? —la irritación la hacía multiplicar las volutas de humo—. El famoso rubí que robaron en el aeropuerto —dijo ella—. Es por él que están montando tanto lío.
—Ah, sí, el rubí —Dortmunder no veía cuál podía ser la relación. Echó un trago—. ¿Y qué pasa con él?
—Que tú lo tienes.
Dortmunder se quedó de una pieza, con el vaso pegado a la boca y mirando a May a través de su borde. Dijo:
—Repite eso.
—Que los tipos que robaron el Fuego Bizantino —le explicó— lo pusieron en la caja fuerte de la joyería. Y tú te lo llevaste.
—¿Yo me llevé el…? ¿Yo tengo el Fuego Bizantino?
—Sí —dijo May.
—No —dijo Dortmunder—. Yo no lo quiero.
—Tú lo tienes.
Dortmunder se llenó la boca de bourbon, demasiado bourbon, como luego resultó, para poder tragarlo. May tuvo que darle unas palmaditas en la espalda, mientras el bourbon se le salía por los ojos, la nariz y los oídos. Luego de lo cual él le tendió a ella el vaso de nuevo y le dijo secamente «Más», yéndose hacia el dormitorio.
En el momento en que May salía de la cocina con el vaso de nuevo lleno, Dortmunder salía del dormitorio con la bolsa de plástico del botín. Silenciosa, solemnemente, ambos se dirigieron a la salita y se sentaron juntos en el sofá. May le alcanzó a Dortmunder la bebida y él echó un simple trago. Luego vació la bolsa sobre la mesita de centro, donde vinieron a caer en cascada pulseras y relojes.
—No sé siquiera cómo es —dijo él.
—Yo sí lo sé. Daban una foto en… —y cogió un anillo de todo el montón de joyería—. Éste es.
Dortmunder lo cogió, y tomándolo entre el índice y el pulgar lo miró por un lado y otro.
—Ya lo recuerdo —dijo—. A punto estuve de dejarlo.
—Ojalá lo hubieras hecho.
—Al principio me pareció demasiado grande para ser bueno. Luego pensé que por qué iban a poner un culo de botella en la caja fuerte. Así que me lo llevé también —Dortmunder no dejaba de darle vueltas, observándolo, mirando los destellos de la luz y la calidad de aguas de la piedra—. El Fuego Bizantino —dijo.
—Así es.
Dortmunder se volvió hacia ella, con los ojos llenos de asombro.
—La mayor hazaña de mi carrera —dijo—. Y yo sin enterarme.
—Felicidades.
Había ironía en la voz de ella.
Dortmunder no la captó; estaba sumido en la maravilla de su propia hazaña. Luego, estudiando de nuevo la joya, dijo:
—Me pregunto lo que podrían darme por esto.
—Veinte años —sugirió May—. Muerto o cazado como un gamo.
—Ya —dijo Dortmunder—. Se me olvidaba.
—La policía está haciendo redada —le recordó May—. Y también, según la tele, hay un montón de guerrillas y terroristas que quieren ese anillo.
Y lo señaló.
—Y también gente de la calle —dijo Dortmunder pensativo— que daría algo por echarle mano a quien lo tiene.
—Tú.
—No me lo puedo creer —Dortmunder se introdujo el anillo en el tercer dedo de la mano izquierda, extendió la mano alargando el brazo cuanto pudo y se lo quedó mirando—. Puf, qué virguería —dijo.
—¿Qué piensas hacer con él?
—Hacer con él —tal pregunta ni siquiera se le había ocurrido. Tiró del anillo, para sacárselo del dedo—. No lo sé —dijo.
—No puedes pasárselo a nadie.
—No se puede pasar nada en este momento, con la bofia poniéndolo todo patas arriba como está.
Y siguió tirando del anillo.
—Pero no puedes quedártelo, John.
—Yo no quiero quedármelo.
Y seguía tirando y moviendo el anillo para sacárselo.
—¿Qué pasa?
—Parece que no…
—¿No puedes sacártelo?
—Este maldito nudillo. Parece que…
—Voy a hacer la sopa… —se levantó en el momento que sonaba el timbre—. Tal vez sea Andy Kelp —dijo ella.
—¿Y por qué iba a ser Andy Kelp?
—Llamó antes preguntando por ti, dijo que le llamaras, y que a lo mejor se pasaba por aquí.
—Dijo que le llamara, ¿eh?
Dortmunder dijo algo para sí, y el timbre de la puerta volvió a sonar.
May fue hacia el vestíbulo para abrir, mientras Dortmunder, que estaba a resguardo, metía de nuevo la mercancía en la bolsa de plástico. Desde el vestíbulo llegó la voz de May:
—Sí, agentes. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
Dortmunder tiiiiiiróóóóó del anillo. Sin resultado.
—¿La señora May Bellamy?
—Tal vez —dijo May.
Dortmunder se puso en pie, abrió la ventana, y tiró la bolsa de plástico hacia el anonimato de la oscuridad.
—Estamos buscando al señor John Dortmunder.
—Ah, vaya, pues…
Dortmunder le dio la vuelta al anillo, de forma que el rubí quedara hacia dentro. Sólo el aro de oro podía verse luciendo en el dorso de su mano.
May y dos altos policías hicieron su entrada en la salita. Con aire muy preocupado, May dijo:
—John, estos agentes…
—¿John Dortmunder?
—Sí —dijo Dortmunder.
—Vente con nosotros, John.
Dortmunder cerró la mano izquierda en forma de puño. El Fuego Bizantino se sentía frío entre los dedos.
—Luego nos vemos —le dijo a May, y la besó en la mejilla más alejada de su cigarrillo. Luego tomó su abrigo y se fue con los policías.