7
El desayuno de Dortmunder consistía en jugo de pomelo azucarado (ante el que puso caras), dos huevos fritos demasiado hechos, pan blanco tostado con mermelada de albaricoque y café instantáneo con cantidad de leche y azúcar. Se lo había terminado todo excepto la segunda tostada y la tercera taza de café cuando May entró en la cocina con el abrigo puesto.
—No te olvides de llamar a Andy Kelp —dijo.
Dortmunder estaba jugueteando con el reloj digital. «Mm», dijo, y apretó el botón lateral; los números color de rosa dijeron «6:10:42:08». «Mm», dijo.
—¿Estarás en casa para la cena?
—Sí. Le llevaré la mercancía a Arnie por la mañana. Y tal vez coma por ahí.
—Magnífico —dijo ella mientras salía de la cocina.
Dortmunder bebió un trago de café, dio vueltas al reloj, lo golpeó un poco y oprimió de nuevo el botón lateral. «6:10:42:08».
La puerta de la calle se cerró.
Dortmunder masticó la tostada y se quedó observando el reloj. Cuando no se apretaba el botón, la pantalla permanecía en blanco; era como la televisión de muñeca de Dick Tracy. Dortmunder se llevó el reloj a la boca. «¿Hola, Tess?», dijo. «Soy Tracy».
El teléfono sonó, Dortmunder acabó de tragar lo que quedaba de la tostada bebiendo el resto del café, se limpió la boca con una servilleta de papel y salió hacia la salita. Cogió el auricular al quinto timbrazo.
—Sí —dijo.
—¿Por qué has tardado tanto tiempo?
—Hola, Andy.
—Seguro que estabas en la cocina.
El Andy Kelp real sonaba tan alegre como el Andy Kelp de la máquina.
—Te has puesto una máquina en el teléfono —acusó Dortmunder.
—¿Quieres una extensión para tu cocina?
—¿Para qué quieres una máquina en tu teléfono?
—Te ahorraría pasos. Podría instalártelo yo mismo, y no tendrías que pagar alquiler mensual.
—No necesito ninguna extensión —dijo Dortmunder con firmeza—. Y tú no necesitas ninguna máquina.
—Es muy útil —dijo Kelp—. Cuando hay gente con la que no quiero hablar no les hablo.
—Eso ya lo hago yo —dijo Dortmunder, y el teléfono empezó a hacer guk-ik, guk-ik, guk-ik—. ¿Qué te parece? —dijo Dortmunder.
—Espera un momento —le dijo Kelp—. Alguien me está llamando.
—¿Que alguien te llama? Tú me estás llamando a mí —pero Dortmunder estaba hablándole a un teléfono muerto—. ¿Oye? —dijo—. ¿Andy? —meneó la cabeza con disgusto, colgó y fue de nuevo hacia la cocina a hacerse otra taza de café. El agua empezaba a hervir cuando el teléfono sonó. Apagó el hornillo, se dirigió a la salita y respondió al cuarto timbrazo—. Sí —dijo.
—¿Por qué colgaste?
—Yo no colgué. Tú me colgaste.
—Te dije que esperaras. Aquello era mi señal de llamada pendiente.
—No me cuentes historias.
—Es increíble —dijo Kelp—. Pensar que estamos hablando así tranquilamente.
—Sí.
—Entonces alguien quiere hablar conmigo. Y en vez de la señal de ocupado, el teléfono suena. Es el clic-clic que oíste.
—No era un clic-clic, era guk-ik.
—Bueno, lo que sea. El asunto es que tengo este botoncito de aquí y lo aprieto para ponerte a ti en espera, mientras respondo a la otra llamada. Luego les digo que les volveré a llamar, o lo que sea, aprieto el botón de nuevo y continúo hablando contigo, como si tal cosa.
—Podíamos seguir hablando como si tal cosa, sin ese cacharro.
—Pero me hubiera perdido la otra llamada.
—Andy —dijo Dortmunder—, si quieres llamarme a mí y la línea está ocupada, ¿qué es lo que haces?
—Cuelgo.
—¿Y luego, qué haces?
—Vuelvo a llamar.
—Y así yo no pierdo la llamada, ¿no es cierto?
—Sí, pero esto es más eficaz.
—Magnífico —dijo Dortmunder. Otra discusión sorteada.
—Verás cómo es la cosa —dijo Dortmunder—. Tengo acceso… ¿ya sabes lo que quiero decir?
—Acceso. Que te metes en ello.
—Exacto. Es un vendedor de cosas de telefonía. No la compañía de teléfonos, ya sabes, sino una de esas compañías privadas.
—Sí.
—Tienen el almacén al otro lado de la calle.
—Ah —dijo Dortmunder.
—Me agencio cantidad de material.
—Fantástico.
—Tengo… ¿Sabes cómo marqué tu número?
—¿Con la nariz?
—Je, je. Muy bueno. Escucha, déjame que te lo diga. Tengo tarjetas de ésas. Una de ésas con agujeritos para tu número de teléfono, y meto la tarjeta en una ranurita de aquí, y la tarjeta marca el número.
—Muy eficiente —dijo Dortmunder.
—Y que lo digas. Tengo ahora teléfono por todo. ¿Sabes desde dónde estoy llamándote ahora?
—Desde el trastero.
—Desde el baño.
Dortmunder cerró los ojos.
—Vamos a hablar de otra cosa, ¿quieres? —dijo.
—¿Sabes? Estaba en casa ayer cuando llamaste por teléfono.
La voz de Kelp sonaba un tanto ofendida.
—No según la máquina.
—Me puse a decirte que era yo.
—Tú dijiste que eras la máquina.
—No, quiero decir luego. ¿Y qué? ¿Hiciste algo?
—Sí.
—¿Con quién?
—Yo solito.
Kelp se rió por lo bajo. Dijo:
—¿No me digas que te llevaste la joya gorda del Aeropuerto Kennedy?
Skoukakis Credit Jewelers se hallaba cerca del Kennedy. Dortmunder dijo:
—¿Cómo lo sabes? ¿Salió en los papeles?
—En el… ¿Eres tú, John? Guk-ik, guk-ik, guk-ik. ¡Up! Espera.
—No —dijo Dortmunder, y colgó, se fue a la cocina y prendió de nuevo la estufa para calentar agua. Se puso a aclarar las cosas del desayuno, y empezaba a hervir el agua cuando el teléfono sonó de nuevo. Siguió con lo que estaba haciendo, se puso cantidad de leche y azúcar en el café, revolvió, puso la cucharilla en el fregadero, se dirigió a la salita y levantó el auricular al decimocuarto timbrazo—. ¿Sí?
—¿Qué pasa contigo?
—Me estaba haciendo un café.
—Necesitas una extensión en la cocina.
—No, no la necesito. ¿Qué era la otra llamada?
—Un número equivocado.
—Menos mal que no te lo perdiste.
—Bueno, de todos modos. ¿Adónde fuiste anoche?
—Tú lo has dicho. Por el Kennedy.
—¡Venga ya, John! —dijo Kelp—. No me agües la broma.
—¿Aguar qué broma?
Con voz un tanto exasperada, Kelp dijo:
—No me vengas con historias de que te has birlado un rubí de veinte millones de dólares en el Aeropuerto Kennedy ayer por la noche.
—Claro que no me lo llevé —dijo Dortmunder—. ¿Quién dijo que sí?
—Tú lo dijiste. Yo estaba haciendo un chiste con el gran atraco de ayer noche en el Kennedy, y tú…
—Yo estaba cerca del Kennedy. Claro.
—No cerca. Yo digo en el Kennedy.
—Ah, bueno. Era un malentendido.
—Claro que lo era.
—Andy.
—¿Qué?
—Tal vez tú no eres el único que pones añadidos a los teléfonos.
—¿Quieres que te haga algo?
—¿Has oído hablar alguna vez de las grabaciones telefónicas?
—¿Quieres que te grabe a alguien?
—A nadie. Pero sólo imagínate, es un decir, un suponer, que alguien, la policía o quienquiera, está grabando tu teléfono o el mío.
—¿Para qué?
—Pues para averiguar si uno de los dos ha cometido algún crimen últimamente.
—Ah. Ya veo por dónde vas.
—Además —dijo Dortmunder—, no hay rubíes de veinte millones de dólares.
—Su valor —dijo Kelp— es incalculable. Lo están diciendo en los periódicos, en la tele y en todas partes.
—No estaba yo pensando en tanto anoche —dijo Dortmunder, y el teléfono empezó con el guk-ik, guk-ik, guk-ik—. Ya está —dijo Dortmunder—. Chao.
—¡John! ¡Espera un momento!
Dortmunder colgó y se fue con el café de nuevo a la cocina, se sentó en la mesa y empezó a estudiar de nuevo el reloj. «6:10:42:08».
El teléfono sonó.
Dortmunder empezó a darle vueltas al reloj. Y bebió un sorbo de café.
El teléfono siguió sonando.
Dortmunder golpeó el reloj contra la mesa y luego apretó el botón lateral: «6:10:42:09». «Ajá», dijo. Miró al reloj de pared de la cocina —las once y cuarto, más o menos— y esperó a que el minutero se situara a un cuarto de la esfera (el teléfono seguía sonando). Luego apretó el botón lateral del reloj. «6:10:42:09».
«Mm», dijo Dortmunder. Le pegó otro golpe contra la mesa y oprimió el botón. «6:10:42:10». Otro golpe; otro apretón. «6:10:42:11».
Perfecto. Si empezaba a contar a partir de las seis y diez, y le pegaba contra la mesa seiscientas veces por minuto, se mantendría perfectamente en marcha. Dejó el reloj sobre la mesa. Se dirigió a la salita, dejó de lado el teléfono y se puso su otra chaqueta —la que no llevaba herramientas dentro—, se metió en el bolsillo la bolsa de plástico con el alijo de la noche anterior y salió del apartamento.