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Talat Gorsul, encargado de negocios de Turquía en Naciones Unidas, un tipo pulcro, de suaves maneras, morenos rasgos y pesados párpados, dotado de una nariz similar a una percha, emergió de su limousine y se detuvo, repasando con sus ojos opacos el tieso dedo de ladrillo del cuartel general de la Policía en Police Plaza.

—Sólo una nación sin sentido de la historia —dijo con su aterciopelada voz carente de inflexiones— puede construir una sede de la policía que recuerda la Bastilla.

Su ayudante, un rechoncho espía llamado Sanli, siempre sudoroso y nunca bien afeitado, sonrió con complicidad. Una parte muy fundamental de su trabajo en la ONU era reír las gracias de Talat Gorsul.

—Bien —dijo Gorsul—. Espera —le dijo al chófer—. Vamos —le dijo a Sanli.

El primero se quedó esperando y el segundo lo siguió. Atravesaron el patio frontero de ladrillos y penetraron en el edificio de ladrillos, pasaron el control de seguridad situado en el vestíbulo principal y subieron en el ascensor hasta una de las plantas superiores, donde pasaron un segundo control de seguridad y finalmente entraron en una sala de conferencias atestada de gente, la mitad de ella de uniforme.

A la última de estas reuniones, en esta misma sala, Gorsul había enviado a Sanli. Esta vez asintió displicentemente mientras Sanli le presentaba a un tipo llamado Zachary, del FBI, que a su vez empezó a presentarlo a toda una serie de personajes: oficiales de policía, funcionarios del Gobierno, hasta el ayudante del fiscal del distrito, por más que difícilmente se hubiera podido encontrar en aquel sitio nadie a quien acusar.

Terminadas las presentaciones, Talat Gorsul permaneció sentado durante los siguientes quince minutos al pie de la tarima donde se hallaba instalada la mesa de conferencias, con el rostro tranquilo, los párpados cansados y sin manifestar la menor emoción, mientras escuchaba las banalidades, la jerga y las vacuidades de los diversos intervinientes: las medidas que se habían tomado, los planes para recuperar el rubí, el incremento de las medidas de seguridad para una vez que el Fuego Bizantino hubiera sido recuperado, etc. Cuando todos hubieron hablado, Zachary, del FBI, se levantó para decir:

—Señor Gorsul, espero y confío que esta muestra de nuestra determinación lo haya podido convencer de nuestra sinceridad —y dirigiéndose al resto del público, Zachary explicó, como si tal cosa fuera necesaria—. El señor Gorsul ha estado barajando la posibilidad de dirigirse a la Asamblea General de Naciones Unidas para dar a entender que manteníamos una postura pasiva y dilatoria en lo referente a esta investigación.

Con suavidad, pero sin dilación, Gorsul se puso en pie:

—Agradezco al señor Zachary —dijo— la interpretación que ha hecho de mis intenciones ante un público tan bien dispuesto y tan profesional, pero si se me permite corregir el hilo general de su argumentación, me atrevería a asegurarles a todos ustedes, damas y caballeros, que ni mi corazón ni mis labios han manifestado jamás la menor duda acerca de su profesionalidad, su dedicación o su lealtad hacia el Gobierno de su nación. El problema que yo pretendo plantear esta tarde en Naciones Unidas nada tiene que ver con la puesta en duda de la honorabilidad de todos los aquí presentes. Nada de esto. La pregunta que esta tarde intentaré públicamente plantear hace referencia al hecho de que una nación tan consciente de su seguridad como ésta —no han dejado de impresionarme, todo hay que decirlo, los dos controles de seguridad que he debido atravesar para llegar aquí—, repito, que una nación tan consciente y pagada de su seguridad como los Estados Unidos, tan grande, tan poderosa y tan experimentada en estas lides, haya permitido que una chuchería tan reconocidamente insignificante pudiera escurrírsele de entre los dedos. Se trata en realidad de una cuestión menor, casi una curiosidad personal, que quiero compartir con mis colegas de Naciones Unidas.

—Señor Gorsul.

Gorsul miró en dirección de la voz y vio a un fornido tipo vestido de azul y de congestionado rostro.

—¿Sí?

—Soy el inspector jefe Francis X. Maloney —dijo el tipo fornido, poniéndose en pie (Mologna, deletreó mentalmente Gorsul).

—Ah, sí. Ya fuimos presentados, inspector jefe Mologna.

Caminando con firme pisada en torno a la mesa en dirección de la puerta, precedido de su panza, Mologna dijo:

—Me pregunto si usted y yo podríamos tener unas pocas palabras en privado, si el resto de las personalidades aquí reunidas nos lo permiten.

Hubo una general sorpresa, cierta consternación y algunos murmullos. El hombre del FBI, Zachary, parecía inclinado a interponer su veto, pero Mologna le dirigió una significativa mirada a Gorsul (¿con qué significado?) y dijo:

—Puede aceptar o no mi sugerencia, pero creo que le interesará.

—Si es para el mejor interés de mi nación —respondió Gorsul— por supuesto que acepto su sugerencia.

—Muy bien, pues —dijo Mologna, abriendo la puerta que daba al vestíbulo, y sosteniéndola.

No con mucha frecuencia solía enfrentarse Gorsul con lo insólito; formaba, en realidad, parte de su trabajo el no situarse jamás en una situación de la que no estuviera razonablemente seguro de a dónde iba a desembocar. Fue, pues, lo intrigante de esta salida de tono, tanto como los beneficios que pudieran derivarse de una conversación privada con Mologna, lo que lo llevaron a dirigirse a la audiencia en general, diciendo:

—¿Querrán ustedes disculparme, caballeros?

Y poniéndose en pie avanzó hacia la puerta, precediendo a Mologna hacia el vestíbulo, donde Mologna, sonriendo a los dos policías de uniforme que montaban guardia, les dijo con tono desenfadado:

—Está bien, muchachos, ir a daros una vuelta por el pasillo.

Los guardias echaron a caminar por el pasillo y Mologna se giró hacia Gorsul:

—Bien, señor Gorsul —dijo—. Vive usted en Sutton Place, ¿no?

Esto era ciertamente algo inesperado.

—Sí, claro.

—El coche en el que usted viaja normalmente tiene la matrícula DPL 767 —prosiguió Mologna— y el que usted conduce personalmente, cuando se va de fin de semana, y por aquí y por allá, es el DPL 299.

—Ambos pertenecen a la misión, no son míos —aclaró Gorsul.

—Así es, señor Gorsul. Usted es un diplomático y yo no lo soy. Usted es un untuoso hijo de puta turco y yo soy un zafio irlandés. Así que no quiera montárselo de discursitos esta tarde. ¿Vale?

Gorsul se le quedó mirando asombrado:

—¿Está usted amenazándome?

—Tiene usted toda la razón, lo estoy —dijo Mologna—. ¿Y qué piensa usted hacer al respecto? En su misión tiene usted una docena de chóferes, secretarios y cocineros. Yo tengo quince mil hombres, señor Gorsul. ¿Y sabe usted lo que esos hombres piensan cada vez que ven un coche con matrícula diplomática aparcado junto a una boca de riego o frente a un vado? ¿Sabe usted lo que piensan mis hombres cuando ven una placa del Cuerpo Diplomático?

Gorsul echó una mirada a los dos guardias que charlaban tranquilamente al otro lado del vestíbulo, con las manos apoyadas sobre la pistola y las cartucheras. Y meneó la cabeza.

—Se cagan en todos los santos, señor Gorsul —dijo Mologna—, porque no pueden ponerles multas, ni la grúa puede llevárselos, ni siquiera pueden hacer salir para cachearlos a sus ocupantes. Me gustaría poder ponerles la mano encima a estos hijoputas, es lo que piensan mis muchachos. ¿Le han entrado alguna vez en su piso, en Sutton Place, señor Gorsul?

—No —dijo Gorsul.

—Pues tiene suerte. Porque no vea la cantidad de robos de pisos que hay por aquella zona. Los ricos necesitan protección policial, señor Gorsul. Necesitan más que nadie de la cooperación de la policía. ¿Ha tenido alguna vez accidentes de automóvil en Nueva York, señor Gorsul?

Gorsul se humedeció los labios:

—No —dijo.

—Pues tiene usted suerte —le aseguró Mologna. E inclinándose hacia él, lo que hizo recular automáticamente a Gorsul, que de inmediato se maldijo por tal reacción, le dijo con un tono mucho más confidencial y tranquilo—: Verá, señor Gorsul, las pelotas han empezado a sudarme un poco más temprano que otros días hoy, a causa de esto. Normalmente a mí me importa un huevo lo que usted diga o haga, lo mismo que lo que diga o haga cualquier otro. Pero precisamente en este momento no puedo permitirme que corra más mierda sobre este asunto. ¿Me comprende?

—Puede ser —dijo Gorsul.

—Buen chico —dijo Mologna, palmeándole el hombro—. Lo han convencido ahí dentro, ¿verdad?

—Sí.

—Fueron ellos, no yo. Así que nada de intervenciones en la ONU esta tarde.

Los ojos de pesados párpados de Gorsul destilaban odio, pero su boca dijo:

—Así es.

Otro golpecito en el hombro con la detestable mano del repulsivo Mologna.

—Muy bien —dijo el asqueroso Mologna—. Entremos ahí de nuevo y démosles a esos tontos del culo la buena nueva.