21
Eran las tres y media de la mañana, y cuando Rollo, el barman del O. J. Bar & Grill dejó el teléfono, los habituales del bar se hallaban discutiendo sobre Dolly Parton.
—Yo digo que esa tía no existe —decía uno de ellos.
Y otro le replicaba:
—¿Qué quieres decir con que no existe? Si está ahí mismo.
—Muy de la noche a la mañana —dijo el primero—. Porque, verás, si vas al quiosco y miras…
—¿Miras el qué?
—Muy bien —decía el primero—. Puedes seguir haciendo gracias, pero es lo que yo te diga. Vas, por ejemplo, a los periódicos de hace no más de dos años y allí no había ninguna Dolly Parton. Y de repente se nos hace creer no sólo que hay una Dolly Parton, sino que siempre la hubo.
Un tercero habitual del bar, bastante beodo, pero aún interesado, dijo:
—¿Y cuál es tu interpretación, Mac?
—Es la cosa ésa —dijo el primero, moviendo aparatosamente los brazos— de cuando todo el mundo cree algo que no es. ¿Cómo se llama eso? ¿Histeria de masas?
—No, no —dijo el segundo—. La histeria de masas es cuando todo el mundo le tiene miedo a una plaga. Lo que tú dices es una folie-à-deux.
—¿Así se llama?
El tercero intervino:
—No es eso. La jolie-à-deux es cuando se ve doble.
Un cuarto parroquiano, dormido hasta entonces, levantó la cabeza de la barra para decir «Delirium tremens». Y volvió a dejarla caer.
Los demás parroquianos se hallaban aún tratando de discernir si esta última intervención había sido o no una contribución al debate cuando un tipo grandote y de aspecto bronco, vestido con chaqueta de cuero, se acercó a la barra y pidió un cubata. Rollo se lo sirvió, se lo puso delante, cobró y no se sorprendió cuando el tipo de bronco aspecto dijo:
—Busco a un tipo llamado Tiny.
Toda una serie de tipos más o menos patibularios habían ido apareciendo en las últimas horas por el bar, buscando a Tiny o a alguno de los otros que se hallaban en el cuarto trasero, con lo que éste debía estar ya para entonces bastante atestado.
—Ahora mismo iba yo a ir para allá —dijo Rollo—. Ven conmigo —y a los dos discutidores les dijo—: Se llama espejismo colectivo. Echarme un ojo a la barra mientras vuelvo.
El segundo de los del debate dijo:
—Yo creía que espejismo colectivo era cuando uno ve a la Virgen en la Iglesia.
El otro le dijo:
—¿Y dónde esperabas ir a verla, imbécil, en una discoteca?
Rollo se dirigió hacia el fondo del bar, apartó la cortina, pasó al otro lado y él y el tipo bronco pasaron junto a la puerta con pointers y setters y junto al teléfono. A continuación, abrió la puerta y dijo:
—Hay alguien aquí que te busca, Tiny.
—¿Qué dices, Frank?
—No mucho —dijo Frank.
Rollo no lograba saber qué era lo que estaba pasando allí y prefería no saberlo, aunque nunca ponía peros a que los muchachos tuvieran allí sus reuniones. Hasta les dejaba usar el teléfono cuantas veces quisieran; llamadas locales sólo, por supuesto. En aquel momento había como unos doce allí amontonados, muchos de ellos fumando y todos por igual bebiendo. La atmósfera estaba bastante cargada, la mesa regada de papeles y uno de los muchachos estaba haciendo una llamada. Es decir, tenía el auricular pegado a la oreja y esperaba cortésmente a que Rollo se esfumara.
—Mirad, chicos —dijo Rollo—. Acabo de recibir una llamada que me ha parecido que podría interesaros. Es sobre el rubí ese del Fuego Bizantino.
Hubo una general agitación en el cuarto. Tiny gruñó.
—Hay algunos extranjeros que el dueño conoce —dijo Rollo—. Era el dueño el que llamaba. Esa gente son religiosos, o algo así, y creen que el rubí es suyo y ofrecen una recompensa. Veinticinco de los grandes por el rubí y otros veinticinco si se les entrega al tipo que lo robó. Todo en secreto, por supuesto. Bajo cuerda y sin publicidad.
Uno de los reunidos dijo:
—¿Y para qué quieren al tipo que lo robó?
—Es una de esas cosas religiosas —dijo Rollo—. Dicen que ha profanado el rubí o algo así. Y quieren vengarse.
Tiny dijo:
—Si yo encuentro al tipo estaré muy contento de vendérselo, pero es muy probable que se lo dé un poco estropeado. Tendrán que aceptarlo como les llegue.
Rollo dijo:
—Por lo que yo sé, eso parece que les da lo mismo, con tal que quede de él lo suficiente para poder hacer con él sus ceremonias.
—Si es un servicio religioso, yo iré —dijo Tiny.
—Si alguno os enteráis de algo —dijo Rollo— yo puedo poneros en contacto con la gente que ofrece la recompensa.
—Gracias, Rollo —dijo Tiny.
Lo que era una forma clara de despedirlo. Rollo volvió a la barra, donde los parroquianos discutían ahora si el jogging tenía efectos perjudiciales para la vida sexual. Había, además, un tipo mayor al otro extremo de la barra, que esperaba pacientemente. Rollo pasó detrás del mostrador y fue hasta el anciano y dijo:
—Hacía tiempo que no le veía.
El viejo pareció sorprendido, y a la vez complacido.
—¿Pero me recuerda?
—Usted es whisky-con-soda.
El viejo meneó tristemente la cabeza.
—Ya no —dijo—. Los médicos ya no me permiten excesos. Ahora soy soda-con-hielo.
—Es una vergüenza.
—Claro que lo es.
Rollo fue a prepararle una soda con hielo y volvió con el vaso. El viejo le echó una mirada de odio, y dijo:
—¿Qué te debo, Rollo?
—Cuando vuelva a beber —le dijo Rollo— le cobraré.
—Desde luego, está claro que aquí nunca me arruinaré —el viejo levantó el vaso—. Por los días felices, Rollo.
—Amén —dijo Rollo.
El viejo echó un sorbo de soda, puso cara de asco y dijo:
—Ando, de hecho, buscando a un tipo llamado Ralph.
Rollo estaba a punto de darle la dirección cuando miró por las vitrinas fronteras del bar lo que estaba ocurriendo en la acera y dijo:
—No, usted no.
El anciano se lo quedó mirando perplejo:
—¿Yo no qué?
—Sólo quédese quieto —le dijo Rollo, mientras catorce policías de uniforme entraban en el bar y avanzaban derechos hacia el cuarto trasero.
—¡Oh, cielos! —dijo el viejo—. Los doctores me dijeron que evitara también a la bofia.
Junto con los catorce uniformados venían dos policías de paisano, uno de los cuales se acercó a Rollo y le dijo:
—Está usted sirviendo aquí a una serie de gente poco aconsejable.
Rollo se lo quedó mirando con cierto aire de perplejidad:
—¿Yo?
—Elementos criminales —dijo el de paisano—. Tiene que ir con cuidado.
—Aunque le parezca raro —dijo Rollo, mientras los muchachos del cuarto trasero iban saliendo pastoreados por los catorce polis—, la gente que viene por aquí no suelen confiarme sus expedientes criminales.
—Tómelo como una advertencia amistosa —dijo el de paisano, que no parecía en absoluto amigable.
—¡Es la segunda vez que me jodéis en todo el día! —gritó Tiny, mientras se lo llevaban—. ¡Y estoy empezando a cabrearme!
—Le diré una cosa —dijo Rollo al de paisano—. ¿Por qué no me envía una lista con la gente a la que no quiere que sirva?
—A buen entendedor con pocas palabras basta —dijo el policía.
—Envíemelo mejor por duplicado —dijo Rollo—. Tengo que entregarle una copia al Comité Americano para las Libertades Cívicas.
—Si no se quiere enterar no se entere —dijo el de paisano—. A mí me da lo mismo.
En el exterior, parecía haber ciertas dificultades para convencer a Rollo de que se subiera en el mismo furgón que los otros. Los dos policías de paisano salieron del local, sacándose de sus bolsillos posteriores sendos toletes y pronto el furgón y el autobús, junto con el coche Z, pudieron arrancar.
—Tal vez no debiera salir de casa a estas horas —dijo el viejo. Y apartó de sí el casi lleno vaso de soda.
—Hora de cerrar —recordó Rollo a los parroquianos.
Éstos parecieron quedar como alcanzados por un rayo. Ahora tendrían que buscar otro local donde ir.
—Es por culpa de ese rubí —dijo el viejo.
—Así es —convino Rollo.
—Quienquiera que haya sido el ladrón —dijo el viejo— creo que lo va a sentir.
—Seguro que sí —convino Rollo.