17

Para el inspector jefe F. X. Mologna había sido aquél un largo, muy largo día. Eran casi las once de la noche cuando pudo al fin bajar al garaje situado en los sótanos del cuartel general de la Policía y subir a su lustroso Mercedes-Benz sedán, aparcado en un recuadro que tenía pintada en la parte frontal con grandes letras amarillas la inscripción ins. jefe mologna. Había sido un día largo, pero no desagradable. Había concedido una entrevista exclusiva y una rueda de prensa general (y llena de expectación). Se había dado importancia con un buen número de funcionarios federales y del Estado. Y había emitido órdenes que causarían molestias y fastidio a miles de personas, una o dos de las cuales podrían acabar resultando implicados en el asunto que lo ocupaba. Un buen día, en suma.

Mologna salió marcha atrás de su recuadro, enfiló por la rampa de salida y dejó Manhattan por el puente de Brooklyn. La autopista Brooklyn-Queens le llevó hacia el nordeste hasta desembocar en la autopista de Long Island, a esas horas bastante llena de trasnochadores de clase media que volvían de la ciudad de cenar y ver algún espectáculo. Como de costumbre, Mologna iba escuchando la radio de la Policía según se deslizaba hacia Queens para comprobar los resultados nocturnos de su orden de rastreo. Uno de tales resultados era un incremento en los casos de agresiones a policías, puesto que varios de los arrestados más airados habían recurrido a la violencia para expresar su indignación por el hecho de ser arrastrados al talego sin razón alguna, según opinaban, para ello. Pero también esto tenía su lado agradable; en tales incidentes, el policía podía salir con un ojo a la funerala, pero el agresor podía resultar lesionado y encima ganarse veinte meses de encierro en Attica. Lo que no era ningún mal negocio, desde el punto de vista policial.

Poco después de cruzar los límites del condado de Nassau, la frecuencia policial empezaba a debilitarse, y Mologna cambió a la radio normal, permanentemente sintonizada con una emisora de «fácil escucha»: «Hay humo en tus ojos», ejecutado por un millón de violines. Viva Mantovani.

Tras haber trascendido al gran público, Mologna no tendría más remedio a partir de ahora que tener a la prensa constantemente informada, o al menos entretenida, hasta que apareciera el Fuego Bizantino. El era el entrenador, la gente de los media eran los delfines y los pequeños acontecimientos —arrestos, ruedas de prensa, exhibiciones de armas capturadas— eran el pescado que hacía ponerse en movimiento a los delfines. Si la redada relámpago de Mologna no obtenía algún resultado para el día siguiente, tendría que echar a los chicos de la prensa algo más de pescado. Por la mañana, una simple relación actualizada de los crímenes sin atribución resueltos y los criminales arrestados podría servir, pero para la tarde necesitaba algo más. La solución más simple —y Mologna nunca había visto nada malo en las soluciones simples— era dar a conocer una lista de los ocho o nueve criminales conocidos de la ciudad a los que la Policía no había sido capaz de echar el guante aún, anunciando que eran éstos los que la Policía estaba más interesada en interrogar. Lo que daría a entender que la investigación había ido estrechando su cerco hasta reducirse a estos individuos —toma progreso—, aunque en la rueda de prensa de hecho no llegara a decir tal cosa. Soluciones simples para gente simple.

Al poco, Mologna torció hacia la Southern State Parkway, cuyos carriles estaban libres de camiones y flanqueados de setos y árboles. Según avanzaba por el condado de Nassau el tráfico iba haciéndose cada vez menos denso, al ir escabulléndose progresivamente los coches por cada una de las salidas, hasta que al llegar a los límites del condado de Suffolk —a sólo diez millas de casa— las luces de posición que veía delante y los faros que reflejaba el retrovisor no pasaban de ser unos pocos y desperdigados. No había dado aún la medianoche. Mologna estaría en la cama a la una, levantado a las nueve, y de nuevo tras su mesa de despacho hacia las diez y media.

Bay Shore. Mologna redujo velocidad para tomar la salida, hizo el giro y un coche que había venido acelerando para adelantarlo en la última milla más o menos hizo un rápido giro hacia la salida, obligándolo a echarse hacia el arcén.

Un borracho, sin duda, desgraciadamente fuera de la jurisdicción de Mologna. Redujo la marcha, no obstante, para dejar vía libre al imbécil.

Pero también el imbécil redujo su marcha. Y había además en aquel momento otro coche que embocaba la salida, según Mologna podía ver por el retrovisor. Vaya una hora para un embotellamiento, pensó Mologna, pisando un poco más el freno, y esperando que el imbécil del otro coche —un Chrevrolet verde, absolutamente irrelevante— entrara en razón y tirara adelante.

Pero no lo hizo, sino que empezó a meter el morro en el carril de Mologna, obligando a éste a irse contra el jardincillo lateral y a frenar cada vez más hasta parar del todo.

Todos pararon a un tiempo. El coche de delante, Mologna y el coche de atrás. Y en aquel momento Mologna se dio cuenta de lo que le estaba pasando. Con la boca seca y el corazón acelerado allí afuera lo estaban esperando. Metió la mano debajo del salpicadero para coger el revólver 32 que allí guardaba, pero en el momento mismo que lo sacaba una destellante luz blanca lo inundó desde la ventanilla posterior del coche delantero. Cegado, parpadeando, levantó la mano que no tenía ocupada con el revólver, se tapó los ojos, y apartó la cara hacia la derecha, donde vio movimiento. Allí afuera, procedentes del coche de atrás, había dos tipos, ambos cubiertos con pasamontañas, uno de ellos empuñando una pistola de repetición Uzi, y el otro haciendo gestos a Mologna de que abriera la ventanilla del lado del acompañante.

Podría cargarme a uno de ellos, pensó Mologna. Pero no podía cargárselos en absoluto. Y ellos dejaron bien claro —la luz, el tipo con la pistola— que aunque podían habérselo cargado ya, no tenían intención de hacerlo. Al menos, no por el momento, o al menos mientras él no empezara a disparar. Así que en vez de cargarse a nadie, Mologna dejó el revólver en el asiento y apretó el botón que hacía bajar el cristal del otro lado.

El tipo se hallaba bastante apartado del coche y bajó la cabeza para poder ver a Mologna.

—Tire la pistola fuera —ordenó, con una voz baja, pero contundente. Tenía un cierto acento extranjero; pero Mologna no podía determinar de dónde.

El inspector jefe arrojó fuera el arma. La saliva le volvió a la boca y su corazón empezó a tranquilizarse. Su terror inicial empezaba a ser sustituido por toda una serie de sentimientos opuestos: ira, curiosidad e irritación consigo mismo por haberse dejado asustar.

El tipo se aproximó al coche y se metió dentro, y mientras lo hacía la luz destellante del coche de delante se apagó, dejando una noche mucho más oscura que antes. Intentando penetrar aquella repentina tiniebla, Mologna estudió al individuo que tenía a su lado, que llevaba unos pantalones de pana negros, una cazadora de cuadros con cremallera y un pasamontañas de color negro, con unos alces de color azul claro como adorno. Llevaba unas gafas de montura negra sobre el pasamontañas, que le hacían parecer imbécil, pero no por ello menos peligroso. Sus ojos eran grandes, acuosos y oscuros. Sus manos grandes, rematadas por unos dedos romos con las uñas mordidas, desmesuradamente largos y dotados de fuertes nudillos. Unas manos de obrero, cabeza de oficinista, acento extranjero y pantalones de pana. Nadie en América lleva pantalones de pana.

El tipo dijo:

—Usted es el inspector jefe Mologna.

Y lo pronunció correctamente.

—Así es —dijo Mologna—. ¿Y usted quién debe ser?

—Lo he visto en televisión —dijo el tipo—. Dirige la investigación sobre la desaparición del Fuego Bizantino.

—Ajá —dijo Mologna.

El tipo hizo un gesto que abarcaba a los coches, su amigo de la pistola y él mismo.

—Como puede ver —dijo—, estamos bien organizados y somos capaces de actuar rápida y decididamente.

—Me tienen admirados —le dijo Mologna.

—Gracias —dijo el tipo, inclinando su cabeza cubierta con pasamontañas, en un gesto de modesta complacencia.

Sin la luz delantera cegándolo, Mologna podía ver ahora las placas del coche de delante, pero no tenía ningún sentido memorizarla. Seguramente se trataba de un coche de alquiler, que abandonarían pocas millas más allá.

—El Fuego Bizantino —decía el tipo, dejando a un lado mi aire de modestia para adoptar una actitud arrogante— no pertenece al Gobierno de Turquía. Tiene que recuperarlo, pero no debe dárselo al Gobierno turco. Tiene que dárnoslo a nosotros.

—¿Y quiénes son ustedes? —dijo Mologna con verdadero interés.

—Representamos —dijo el tipo, sin responder exactamente a la pregunta— a los verdaderos propietarios del Fuego Bizantino. Usted debe dárnoslo cuando lo recupere.

—¿Dónde?

—Ya nos pondremos en contacto con usted.

El tipo parecía tan decidido como pudiera parecerlo cualquiera con unas gafas sobre el pasamontañas.

—Somos, como le he dicho, gente decidida —le dijo a Mologna—, pero preferimos evitar la violencia siempre que sea posible, particularmente dentro de las fronteras de una nación amiga.

—Muy justo —concedió Mologna.

—Lleva usted un bonito coche —dijo el tipo.

Mologna no estaba familiarizado con la expresión non sequitur, pero reconocía las cosas cuando las veía. Además, una de las lecciones que la vida le había dado era ésta: tienes que seguirle siempre la corriente a un hombre que va armado.

—Claro que sí —dijo.

—Tiene usted una hermosa casa —prosiguió el tipo—. Pasé por delante de ella esta tarde. Justo a la orilla del mar.

—¿Que pasó usted por delante de mi casa?

A Mologna aquello no le gustaba mucho.

—Una casa muy cara, me atrevería a decir —el tipo asintió al decir esto—. Debo decirle que me dio envidia.

—Sin duda necesita un plan de ahorro —le dijo Mologna.

—Un coche muy caro —continuó el tipo, siguiendo su retorcida línea de pensamiento—. Una familia muy cara. Niños en el colegio. Mujer con coche propio. Un perro San Bernardo.

—No olvide la motora —dijo Mologna.

El tipo lo miró, sorprendido primero, y luego complacido. Parecía alegrarse por Mologna.

—¿Tiene usted una motora? Eso no lo vi.

—En esta época del año está guardada en el hangar.

—El hangar —repitió el tipo haciendo eco, saboreando la palabra—. Así que eso es lo que era. Ah, lo que es ser americano. Tiene usted una motora y un hangar para guardarla. Qué cantidad de cosas tienen ustedes.

—Se van amontonando sin darse uno cuenta —admitió Mologna.

—No le deben pagar nada mal en el Departamento de Policía —dijo el tipo.

Glups. Mologna lanzó una cortante mirada que pretendía traspasar las gafas para llegar a los ojos del tipo, divertidos y llenos de comprensión. Tal vez el tema no había cambiado del todo.

—No me va mal —dijo Mologna.

—Curiosamente —dijo el otro— en Estados Unidos los salarios de los empleados del gobierno son del dominio público. Y yo sé cuál es su nómina oficial.

—Sabe usted muchas cosas de mí —dijo Mologna—. Y yo sé muy poco de usted.

—Por múltiples razones —dijo el tipo— nos pareció que era usted la persona adecuada con quien entrar en contacto para hablar del Fuego Bizantino. Lo queremos, ¿sabe? Y recurriremos a la violencia si es preciso. Cazaremos al ladrón por nuestra cuenta, si no hay más remedio, y lo torturaremos con descargas eléctricas si es preciso, pero preferimos ser civilizados.

—Ser civilizados está muy bien —dijo Mologna.

—Así que… —el tipo echó mano al bolsillo interior de su chaqueta. Mologna se echó a un lado, pero lo que el tipo sacó de ella era un sobre—. Esto —dijo el tipo, mostrando el sobre en la palma de su mano— son veinte mil dólares.

—¿Ah, sí?

El tipo abrió la guantera de Mologna y colocó dentro el sobre, cerrando a continuación la tapa.

—Cuando usted nos entregue el Fuego Bizantino le daremos otro sobre con sesenta mil dólares.

—Es una oferta generosa —dijo Mologna.

—Queremos el Fuego Bizantino —dijo el tipo—. Usted quiere ochenta mil dólares, y no quiere violencias en su ciudad. ¿Por qué no podrían coincidir nuestros intereses?

—No suena nada mal —concedió Mologna—. Pero cuando logremos hacernos con el rubí, ¿cómo se supone que lo puedo escamotear? ¿Creen ustedes que lo van a dejar por ahí en cualquier cajón?

—Creemos, inspector jefe, que es usted una persona muy inteligente y muy imaginativa, y que ocupa una posición de suma importancia. No dejará de ocurrírsele algo por ochenta mil dólares. Confiamos en su ingenio.

—¿Ah, sí? Pues es todo un cumplido.

—Hemos elegido con mucho cuidado la persona adecuada —dijo el tipo. Su pasamontañas se ensanchaba y abultaba, dejando ver que se estaba riendo—. No creo que usted nos vaya a dejar tirados.

—Sería un verdadero acto de crueldad.

—Nos pondremos en contacto con usted —prometió el tipo. Abrió la portezuela del coche, cerró sin dar portazo y se dirigió a su coche con su amigo armado. Al poco, los dos coches arrancaban a toda marcha y Mologna se quedaba solo.

«Vaya, vaya», dijo. «Vaya, vaya, vaya, vaya, vaya. Veinte mil dólares. Sesenta mil dólares. Ochenta mil dólares. Grandes montones de maná caen del cielo.» Cerrando la llave de contacto, aseguró bien el cierre de la guantera, salió del Mercedes, dio una vuelta en derredor, encontró su revólver entre la hierba y volvió con él al coche. Luego condujo hasta su casa, donde Brandy se restregó contra sus pantalones, y halló a Maureen en el cuarto familiar, dormida ante la tele, donde un bronceado actor sonreía socarronamente sin saberse por qué, en sustitución del sustituto de Johnny Carson. Dejando a Maureen donde estaba, y palmeando ausentemente a Brandy, Mologna cruzó la casa hasta su leonera, dejó fuera a Brandy y telefoneó al FBI de Nueva York.

—Pónganme con Zachary —dijo.

—Lleva todo el día en casa.

—Pues pónganme con su casa.

No querían, pero Mologna poseía una pesada, avasalladora y nada simpática autoridad frente a la cual los empleados menores no podían resistirse mucho tiempo, de modo que al poco Zachary, bastante irritado, aparecía sonando por el teléfono:

—¿Sí, Mologna? ¿Qué quiere a estas horas? ¿Ha encontrado el anillo?

—Un tipo extranjero enmascarado me ofreció un soborno esta noche —dijo Mologna—. Si no devolvía el anillo cuando lo encontrara.

—¿Un soborno?

Zachary no parecía tan asombrado como perplejo, como si la palabra resultara del todo nueva para él.

—Veinte mil en efectivo dentro de un sobre. Lo dejó en mi guantera con sus propias manos. Allí los tengo encerrados bajo llave. Se los llevaré por la mañana a los de huellas dactilares.

—¿Veinte mil dólares?

—Y sesenta mil más cuando les entregue el anillo.

—¿Y usted no los cogió?

Mologna no respondió palabra. Simplemente se quedó en silencio, esperando a que Zachary escuchara el reverbero de su propia y monstruosa pregunta, hasta que Zachary se aclaró la garganta, musitó algo, tosió y dijo:

—No quise decir lo que parecía.

—Claro que no —dijo Mologna—. Siento molestarle tan tarde, pero quería hacérselo saber de inmediato. Si Dios en su infinita sabiduría y bondad quisiera llamarme a su seno esta misma noche, no quisiera que nadie encontrara el sobre y pensara que me había quedado con el sucio dinero.

—¡Oh!, por supuesto que no —dijo Zachary—. Por supuesto que no.

Y su voz seguía sonando más atónita que asombrada.

—Buenas noches, pues —dijo Mologna—. Que duerma bien.

—Sí, sí.

Mologna colgó y se quedó un rato sentado en su confortable madriguera, llena de armas antiguas colgadas de la pared, mientras la pregunta de Zachary seguía resonando aún en su cabeza: «¿Y usted no lo cogió?» No lo había cogido. Ni lo cogería. ¿Quién se pensaba que era? Uno no llega a jefe de policía de la ciudad de Nueva York dedicándose a coger sobornos de extraños.