16

Dortmunder había tomado deliberadamente la línea que no era en Times Square para despistar a una pareja de polis de uniforme que se lo habían quedado mirando con creciente interés, de modo que habían dado ya las diez y cuarto, y llegaba un cuarto de hora tarde cuando entró en el O. J. Bar & Grill, de Amsterdam Ave., donde tres de los clientes habituales se hallaban hablando de Chipre, probablemente porque en las noticias lo habían relacionado con el robo del Fuego Bizantino.

—No tienes más que mirar en el mapa, tío —decía uno de los clientes—. Chipre está pegado a Turquía. Y Grecia allá, a tomar por el culo.

—Yo resulta —dijo el primero que había hablado, con un peligroso brillo en los ojos— que soy mezcla de polaco y noruego. ¿Pasa algo?

—Pasa —dijo el otro— que yo soy un cien por cien griego y te digo que tú eres un mierda. Tanto por el lado polaco como por el noruego. Una mierda, las dos partes. ¿Vale?

—Un momento, tíos —dijo el tercero de ellos—. Vamos a dejarnos de rollos nacionales. ¿Vale?

—Yo no tengo ningún rollo nacional —dijo el segundo que había hablado―. Este mierda de polaco y noruego no tiene que decirme a mí dónde queda Grecia.

—¿Pero qué pasa? —preguntó el primero—. ¿Es que hay que ser griego para saber dónde queda Grecia?

—No creas que no tiene su cosa lo que dice éste —dijo el tercero en disputa, que al parecer se veía a sí mismo como la voz de la razón en un mundo de extremos.

—Lo que hay es mucha mierda en lo que éste dice —dijo el segundo de los parroquianos.

Dortmunder se acercó a la barra a cierta distancia de los nacionalistas, por el lado donde se encontraba el dueño, Rollo, un tipo alto, gordo, calvo y de azuladas mandíbulas, vestido con una sucia camisa blanca y un no menos sucio mandil, que miraba de pie la televisión, donde en aquel momento un grupo de impolutas personas figuraban estar muy preocupadas en un no menos impoluto hospital.

—¿Qué tal? —dijo Dortmunder.

Rollo apartó la vista de la pantalla.

—Ahora se dedican a pasar telefilmes —dijo— y nos quieren hacer tragar que se trata de películas de verdad. Es la ley ésa de no sé qué.

—¿El qué?

—Ya sabes —dijo Rollo—. La ley ésa de que la mierda mala echa fuera a la buena.

—¿La buena mierda?

A Dortmunder le pareció que Rollo empezaba a sonar como uno de sus propios parroquianos. Tal vez llevaba en el negocio demasiado tiempo.

—Un momento —dijo Rollo, y se acercó adonde los nacionalistas empezaban a lanzar amenazas contra los respectivos territorios—. ¿Qué pasa, chicos, que queréis pelea? Pues os vais a casa a pelear con vuestras mujeres. Aquí se viene sólo a beber cerveza.

El noruego pro-turco dijo:

—Así es. Para eso es para lo que yo vine. A mí me importa un pito el asunto. Ni siquiera soy turco.

—Oye —dijo Rollo—, la ley esa que dice que la mierda mala echa fuera a la buena, ¿cómo se llama?

—La ley no escrita —dijo el griego.

El anterior mediador se lo quedó mirando.

—¿Estás loco o qué? La ley no escrita es cuando pillas a tu mujer con otro en la cama.

—¿Hay una ley que habla de que un tío se va a la cama con mi mujer?

—No, no. Es la ley no escrita.

—Bueno —dijo el griego—, pues mejor que no la escriban.

—No es eso lo que yo digo —dijo Rollo—. Espera un momento —y llamó a Dortmunder—. ¿Sigues tomando bourbon doble con hielo?

—Exactamente —dijo Dortmunder.

Alcanzando un vaso, Rollo dijo a los nacionalistas:

—Lo que yo digo es esa ley donde lo malo echa fuera a lo bueno. Creo que empieza con G.

Con evidente vacilación, el no turco dijo:

—¿La ley de la gravedad?

—No, no, no —dijo Rollo, mientras ponía hielo en el vaso.

—La ley común —dijo el mediador impertérrito—. Eso es lo que andas buscando.

El griego dijo:

—Otra payasada. La ley común es cuando uno no está casado con su mujer, pero en realidad lo está.

—Eso no puede ser —dijo el mediador—. O estás casado o no lo estás.

—Las dos cosas son imposibles —dijo el no turco.

Echando mano a una botella con la etiqueta «Amsterdam Liquour Store Bourbon-cosecha propia», Rollo dijo:

—Eso tampoco es. Es otra cosa.

—La ley de Murphy —dijo el griego.

Rollo vaciló cuando estaba a punto de verter el bourbon en el vaso. Frunciendo el ceño, dijo:

—¿Estás seguro?

—Eso creo —dijo el griego.

Ni el mediador ni el no turco tenían ningún comentario que hacer. Meneando la cabeza sin salir de la duda, Rollo llevó a Dortmunder su bebida, haciendo gestos hacia la televisión y diciendo:

—La ley de Murphy.

—Claro —dijo Dortmunder—. ¿Han venido los otros?

—El del vodka con vino tinto —dijo Rollo— y un nuevo tipo de whisky de malta con agua.

Debía de ser Ralph Winslow. Dortmunder preguntó:

—¿Y el de cerveza con sal, no?

—Todavía no.

—Se retrasa. Debe haber cogido mal el rumbo.

—Seguro.

Dortmunder cogió su bebida y se dirigió a la parte trasera del local, dejando atrás a los parroquianos, que discutían en ese momento sobre la Ley Sálica de las tasas medias. Siguiendo más allá de donde terminaba la barra, dejó a un lado las dos puertas marcadas con siluetas de perros (pointers y setters) y la cabina telefónica y cruzó unas puertas batientes verdes situadas al final, para entrar en un pequeño cuarto con suelo de cemento. Las paredes estaban ocultas por cajas de cerveza y de licores apiladas hasta el techo, dejando en el centro un espacio escasamente suficiente para varias sillas y una mesa redonda de madera recubierta con un fieltro verde. De un cable negro colgado del techo pendía una bombilla desnuda, recubierta con una simple pantalla de hojalata. Sentadas a la mesa en aquel momento había dos personas, una de ellas un robusto tipo de pesada envergadura, dotado de una ancha boca y una enorme nariz redonda semejante al bulbo de goma de un viejo claxon, la otra un enorme monstruo malencarado que parecía haber sido hecho con trozos de un viejo camión desguazado. El robusto tenía en la mano un vaso alto lleno de un líquido ambarino, en el que removía los cubos de hielo mientras miraba de soslayo al monstruo, que bebía a grandes sorbos lo que parecía un simple vaso de soda con licor de cerezas. Ambos hombres levantaron la cabeza al ver entrar a Dortmunder, el robusto como aliviado de ver aparecer un aliado, el monstruo como preguntándose si el recién llegado sería comestible.

—¡Dortmunder! —dijo el robusto, más calurosamente de lo preciso, y haciendo tintinear alegremente sus Cubos de hielo—. ¡Hace siglos que no te veo!

Tenía una voz alta pero grave y parecía estar a punto de propinar unas buenas palmadas en la espalda a cualquiera de un momento a otro.

—Hola, Ralph —dijo Dortmunder.

Luego, saludando con la cabeza al monstruo, dijo:

—¿Qué dices, Tiny?

—Digo que nuestro convocante se retrasa —dijo Tiny.

Su voz era profunda y no alta, como el sonido emanado de una caverna en la que algún dragón estuviera durmiendo.

—Stan no tardará en venir —dijo Dortmunder.

Se sentó con el perfil recortándose contra la puerta y puso su vaso sobre el tapete de fieltro.

—Hace la hostia de tiempo que no te veo —dijo Tiny. Increíblemente se echó a reír. No lo hacía nada bien, o al menos no de modo natural, pero el esfuerzo en sí era digno de elogio—. He oído que has tenido bastantes jaleos desde entonces —dijo.

—Un poco.

—Yo también tuve lo mío —dijo Tiny. Y su gran cabeza asintió con satisfacción—. Yo siempre tengo lo mío.

—Fantástico —dijo Dortmunder.

—Es necesario —gesticuló Tiny con la mano como un bebé oso—. Estaba ahora mismo diciéndole aquí a Ralph lo que le pasó a Peter Orbin.

Ralph Winslow estoicamente hizo tintinear sus cubitos de hielo en el vaso. No parecía querer palmear la espalda de Tiny en absoluto.

Dortmunder dijo:

—¿Qué le pasó a Peter Orbin?

—Hicimos juntos una pequeña chapuza —dijo Tiny—. Intentó timarme en el reparto. Dijo que había sido una equivocación, porque había contado con los dedos.

Dortmunder arrugó la ceja. Luego, un tanto reticentemente, preguntó:

—¿Y qué pasó?

—Me le llevé unos cuantos dedos. Ahora ya no contará más con ellos.

Envolviendo el vaso con sus dedos de salchicha, Tiny se llevó el rojizo líquido a la boca, mientras Dortmunder y Ralph Winslow intercambiaban una enigmática mirada.

La puerta se abrió de nuevo y todos miraron hacia allí, pero no era Stan Murch quien los había llamado para reunirlos aquí esta noche, sino Rollo, el dueño del bar, quien dijo:

—Hay alguien ahí afuera que pregunta por Ralph Winslow.

—Soy yo —dijo Winslow, poniéndose en pie.

Tiny señaló a su vaso vacío.

—Otra de lo mismo.

—Vodka con tinto —concordó Rollo. Y dirigiéndose a Dortmunder, dijo—. No era la ley de Murphy, sino la de Gresham.

—Ah —dijo Dortmunder.

—Para enteramos, llamamos a la Comisaría.

Rollo y Winslow salieron, cerrando la puerta tras de sí. Dortmunder echó un trago de su bebida.

Tiny dijo:

—No me gusta esto. No me gusta andar colgado por ahí… esperando.

Sus rasgos componían una displicente expresión, como la de un fuego hidratante aburrido.

—Stan suele ser muy puntual —dijo Dortmunder. E intentó dejar de preguntarse por las partes que Tiny le arrancaba a la gente que lo irritaba por llegar tarde.

—Tengo que romperle la cabeza a alguien esta noche —explicó Tiny.

—¿Sí?

—Los polis me cogieron esta mañana, me tuvieron en el talego dos horas, preguntándome memeces sobre ese rubí gordísimo que choraron.

—Pues sí que están apretando —dijo Dortmunder.

—Uno de ellos me apretó las tuercas de verdad —dijo Tiny—. Un tipo pequeñajo y pelirrojo. Lo que se dice una pequeña autoridad. Se pasó muchísimo.

—¿Quieres decir un poli?

—Sí, un poli. Pero las cosas tienen un límite.

—Supongo que sí —dijo Dortmunder.

—Un amigo mío lo va a seguir esta noche hasta su casa —dijo Tiny— para conseguirme su dirección. Está de servicio de cuatro a doce. Hacia la una me pondré mi pasamontañas, iré a casa del tipo y le meteré la cabeza en la pistolera.

—Un pasamontañas —repitió Dortmunder haciendo eco. Estaba pensando hasta qué punto un pasamontañas podría servir para disfrazar a aquel monstruo de manera efectiva. Como mínimo, Tiny tendría que ponerse uno de tres pisos.

La puerta se abrió de nuevo y Ralph Winslow volvió a aparecer, con el nuevo vaso de Tiny y otro hombre más, un tipo delgado de afilada cara, hombros huesudos, ojos en continuo movimiento y esa indefinible pero inequívoca aura del que acaba de salir de prisión.

—John Dortmunder —dijo Winslow—. Tiny Bulcher, éste es Jim O’Hara.

—¿Qué tal?

—Hola.

Winslow y O’Hara tomaron asiento y Tiny dijo:

—Irlandés, ¿no?

—Así es —dijo O’Hara.

—También lo es ese pequeño poli pelirrojo. El que esta noche voy a mutilar.

O’Hara miró a Tiny alarmado.

—¿Un poli? ¿Vas a zurrarle a un poli?

—Fue muy poco educado conmigo —dijo Tiny.

Dortmunder vio que O’Hara se comía con la vista a Tiny Bulcher. Luego la puerta se abrió una vez más y todos miraron hacia ella, y esta vez, en vez de Stan Murch, era la madre de Murch, una diminuta mujercilla que conducía un taxi y venía vestida con su traje de faena: pantalones anchos, chaqueta de cuero y gorra a cuadros. Parecía presurosa e impaciente; hablando a toda prisa, dijo:

—Hola, todos. Hola, John, Stan me dijo que viniera a deciros que no hay reunión.

—Más descortesías —dijo Tiny.

Dortmunder dijo:

—¿Qué ocurre?

—Lo han arrestado —dijo la madre de Murch—. Arrestaron a mi Stan sin cargo alguno.

—La policía —gruñó Tiny— está empezando a ser una lata.

—Stan dice —dijo su madre— que os volverá a llamar a cada uno de nuevo para fijar otra reunión. Y ahora me voy, tengo el taxi aparcado en doble fila, y hay bofia por todas partes.

—No hace falta que lo digas —dijo Ralph Winslow.

Y no lo dijo. Simplemente se limitó a marcharse a toda prisa.

—Vaya una vuelta a casa infernal —dijo Jim O’Hara—. Me paso tres años en la cárcel y cuando vuelvo me encuentro con que hay un guardia apostado en cada esquina.

—Es el rubí ése —dijo Tiny.

—El Fuego Bizantino —dijo Winslow—. Quienquiera que haya sido, ya tiene asegurado el retiro.

—Mejor se hubiera retirado antes —dijo Tiny.

O’Hara dijo:

—¿Qué retiro ni qué retiro? ¿Cómo lo va a convertir en dinero? Nadie se atreverá a cogérselo.

Winslow asintió:

—Sí, tienes razón —dijo—. No me lo había planteado de esa forma.

—Y entre tanto —dijo Tiny— nos ha hecho la pascua a todos, obligándome a perder el tiempo en enseñarle buenas maneras a un miserable poli. ¿Sabéis lo que haría si tuviera aquí a ese tipo?

Dortmunder se echó al coleto lo que le quedaba en el vaso y se puso en pie.

—Hasta la vista a todos —dijo.

—Lo ensartaría en ese anillo —dijo Tiny. Y dirigiéndose a Winslow y O’Hara—. Vosotros, muchachos, quedaros. No me gusta beber solo.

Winslow y O’Hara vieron marcharse a Dortmunder con resignada expresión.