29

—Es un teléfono público —dijo Tony Cappelletti—. Del Village, en Abingdon Square.

—Mis hombres —dijo Malcolm Zachary con firmeza, como lo haría un hombre del FBI— pueden tener rodeada esa cabina en cinco minutos.

Mologna miró siniestramente por encima de su escritorio. La cooperación entre agencias policiales había obligado a llamar al FBI para comunicarle la llamada del supuesto ladrón, pero tampoco era preciso poner en marcha un montón de federales disfrazados y embotellar la zona con camiones de lavandería camuflados y coches Z con matrícula de Washington.

—Por el momento —dijo Mologna— ésta es una llamada ful para el Departamento de Policía de Nueva York. Y no la vamos a convertir en un caso federal.

—Pero —dijo Zachary— nosotros disponemos de especialistas en camuflaje, hombres especialmente entrenados para confundirse con el paisaje.

—El Departamento de Policía de Nueva York —dijo Mologna— también tiene hombres que saben confundirse con el paisaje de Nueva York.

—Tenemos equipo —dijo Zachary, ya a punto de desesperarse—. Tenemos walkie-talkies que parecen helados.

—Por eso somos nosotros los que vamos a encargarnos del caso —dijo Mologna—. Nuestros walkie-talkies parecen latas de cerveza metidas en bolsas de papel de estraza.

Y habiendo dejado definitivamente k. o. a Zachary, Mologna se volvió hacia Cappelletti:

—¿Están nuestros hombres en posición?

—Todos listos —prometió Cappelletti—. Hemos instalado nuestra sala de operaciones al otro lado del vestíbulo.

Mologna se inclinó sobre su prominente panza como si fuera a parar un balón playero; luego se alzó sobre sus pies, levantando todo su peso.

—Vamos —dijo, y echó a andar, seguido por el adusto Cappelletti, el chispeante Leon, el corrido Zachary y el avisado-pero-silencioso Freedly.

En la habitación vacía situada al otro lado del vestíbulo, unas cuantas mesas plegables y sillas giratorias habían sido instaladas sobre el abombado linóleo del suelo, introduciéndose unas cuantas líneas telefónicas (cuyos cables se enroscaban libremente sobre el suelo). Un par de mapas de la ciudad y del metro habían sido clavados en la pared y dos voluminosas mujeres negras junto con un no menos voluminoso hombre blanco, zarrapastrosamente vestidos de paisano, tomaban asiento allí, hablando de los beneficios de la jubilación. Una sala de operaciones, en suma, que hubiera hecho partirse de risa a James Bond.

Los recién llegados se apelotonaron frente al mapa de la ciudad clavado en la pared, y Tony Cappelletti describió el estado de la situación:

—Abingdon Square está situada aquí, en el West Village, en el cruce de las calles Bleeer, Hudson, Bank y Bethune y de Octava Avenida. Hudson y Bank son calles de una sola dirección, así que tenemos un total de siete entradas o salidas a la plaza. El teléfono que tenemos que rodear…

—El objetivo —murmuró Zachary.

—… está situado aquí, en la esquina de Bleeker y Bank, por el lado sur, directamente enfrente de la cancha infantil. Se trata de un área de gran visibilidad debido a la cancha situada hacia el sur y la ancha de la Octava avenida por el norte.

—¿Dónde están nuestros vigías? —preguntó Mologna.

—En la cancha misma —dijo Cappelletti—. Tenemos dos vendedores callejeros, uno que vende perros calientes y otro cocaína. En un restaurante de Bleeker St. tenemos un escuadrón de FPT perfectamente equipados y…

Freedly, el menos tonto del culo de los dos del FBI, rompió su largo silencio para preguntar:

—Perdonen, ¿qué es eso de la FPT?

—Fuerza de Patrulla Táctica —dijo Mologna—. Son nuestra fuerza de choque.

Freedly frunció el ceño.

—¡Fuerzas Antidisturbios querrá decir!

Zachary le hizo eco:

—¿Fuerzas Antidisturbios? Inspector, no estamos tratando aquí con contestatarios de esto o lo otro ni contra manifestantes. Se trata de un ladrón que quiere negociar.

Mologna exhaló un suspiro, meneó la cabeza y se resignó a dar explicaciones con paciencia:

—Zachary —dijo—, ¿sabe usted lo que es el Village?

—Una parte de Greenwich Village —dijo Zachary frunciendo desconfiadamente el ceño—. Por supuesto que sé dónde está.

—No dónde, sino qué —levantando tres dedos de su mano derecha, Mologna dijo—: El Village son tres diferentes y distintas comunidades urbanas que viven en el mismo espacio al mismo tiempo. Son, primeramente, una comunidad étnica, formada fundamentalmente por italianos e irlandeses, y que solían ser en otro tiempo comunidades que se dedicaban a acuchillarse, aunque ahora su enfrentamiento es más bien con las comunidades dos y tres. La dos es la que forman los artistas y artesanos, que van desde cantantes folk y fabricantes de alfombras y velas artesanales hasta personalidades de la televisión y los periódicos con columnas y espacios propios. Y la tres es una comunidad de las locas, que hace que Alicia en el país de las maravillas parezca un documental. Cada vez que detenemos a alguien en aquella zona, corremos el riesgo de ofender a una o varias de estas tres comunidades, y si esto ocurre, la FPT no tiene más remedio que actuar, partirles la crisma a unos cuantos y retirarse hacia territorio de los Estados Unidos. ¿Me sigue hasta aquí?

Mientras Zachary se limitaba a parpadear y asentir, con aire vehemente pero perplejo, Freedly dijo:

—El mapa no es el terreno.

Mologna asintió.

—Tiene razón.

—Clausewitz decía que… —añadió Freedly.

—Ése andaba a otras cosas.

Y volviéndose a Cappelletti, Mologna le preguntó:

—¿Qué más cosas tenemos?

—Un autobús urbano estropeado aquí, en la Octava avenida —dijo Cappelletti—. Lo que nos da un conductor y dos mecánicos. Dos tiradores de élite, apostados en un portal de Hudson St. Una furgoneta del servicio de alcantarillado aparcada aquí, en Bethune, con tres hombres camuflados. Un par de jugadores de ajedrez aquí, en los bancos situados al sur de la cancha. Y una viejecita cargada con bolsas de panfletos de «Jesús salva», apostada aquí en la esquina de Bank y Hudson.

—Quieto un momento —dijo Zachary, ajustándose los pantalones como un verdadero hombre del FBI—. ¿Qué es todo esto? Obreros de alcantarillado, viejas… ¿Quién es esa viejecita de la esquina?

—Es un agente de policía —dijo Tony Cappelletti, mientras Mologna y Leon intercambiaban una mirada—. Es un verdadero hacha en cuestión de disfraces. Te lo puedo asegurar, Francis —añadió, mirando a Mologna—. Se disfraza tan bien de vieja que le entran a uno ganas de pedirle que te haga un pastel de manzana.

Zachary dijo:

—Y el conductor de autobús, los basureros…

—Obreros del alcantarillado —corrió Mologna.

—¿Son todos ellos agentes?

Hasta Cappelletti estaba en esta ocasión dispuesto a intercambiar una mirada con alguien, y la intercambió con Freedly, quien dijo:

—De haberlo hecho nosotros, Mac, nuestros hombres también se habrían disfrazado.

—¡Por supuesto que sí! Sólo que la descripción era de lo más confuso. Eso es todo.

Y mirando con viril fruncimiento de ceño al mapa, Zachary añadió:

—Parecen haber rodeado bien el objetivo.

—Puede apostar su culo que sí —le dijo Mologna.

—Son en total catorce hombres —dijo Cappelletti— que controlan visualmente el teléfono. Más los FPT del restaurante y dos escuadrones más situados a cierta distancia… en un parking de Charles St., y aquí en el garaje de una compañía de mudanzas de Washington St.

Leon dijo:

—Ding dong.

Todo el mundo se volvió a mirarlo. Mologna, sin poder creérselo del todo, dijo:

—¿Fuiste tú, Leon?

Sin decir nada, Leon señaló el gran reloj blanco de la pared y todo el mundo volvió la cabeza hacia allí, para darse cuenta de que eran exactamente las diez y media.

—Muy bien —dijo Mologna—. Poco convencional, pero bien.

Leon sonrió:

—Puedo hacer un perfecto Big-Ben, con los cuartos de hora y todo.

—Eso luego.

Y mirando alrededor, Mologna dijo:

—¿Qué teléfono uso?

—Este de aquí, Francis —Cappelletti le señaló a Mologna el teléfono colocado sobre una de las mesas plegables. Y sentándose en una de las sillas de tijera (que chirrió agónicamente) Mologna descolgó el auricular, apoyó el índice sobre uno de los botones de marcar y se detuvo, frunciendo el ceño—: ¿Cuál es el número?

Todo el mundo se palpó los bolsillos y resultó que era Cappelletti quien lo tenía, escrito en una arrugada hoja de papel, que alisó un poco y colocó sobre la mesa. Mologna marcó el número, mientras una de las voluminosas negras que se hallaban hablando de los beneficios de la jubilación empezaba a hablar lentamente ante un micrófono, diciendo:

—Ahora empieza a marcar el número.

A tres millas de allí, en Abingdon Sp., dos tiradores de élite, cuatro obreros del alcantarillado, un conductor de autobús, dos vendedores ambulantes, dos mecánicos, dos jugadores de ajedrez y una viejecita cargada de bolsas se ponían en tensión, observaban en derredor y se mantenían a la espera, centrando su atención en una reluciente y pequeña cabina telefónica. Ni siquiera una cabina con puerta; sólo un abrigo de tres lados colocado sobre un pilar metálico.

—Está sonando —dijo Mologna.

—Parece que no suena —dijo la mujer negra del micrófono.

Mologna se la quedó mirando con el ceño fruncido.

—No, no. Dije que está sonando.

Ella se encogió de hombros:

—Los chicos apostados en la calle dicen que la cabina no suena.

—¿Cómo? —dijo Mologna, y una voz a su oído dijo—: ¿Sí?

—El teléfono no suena —repitió la negra voluminosa—. Tal vez está atascado.

—Pero… —dijo Mologna, y la voz que sonaba a su oído seguía diciendo—: ¿Sí? ¿Diga?

Así que él se vio obligado a decir a su vez:

—¿Sí? ¿Diga?

—Oh, es usted —dijo la voz, que parecía más tranquila.

Mologna dijo:

—Y usted, ¿quién mierda es?

—Yo soy, eh… —parecía más bien nervioso y tenía que parar de hablar para aclararse la garganta—. Soy, ya sabe, el tipo, eh… Bueno, el tipo con…, el tipo con la cosa.

—¿La cosa?

Caras ansiosas empezaron a apretujarse en torno a Mologna.

—El anillo, el anillo.

Zachary preguntó:

—¿Con quién demonios está hablando usted?

—Bueno, eh… No creo que deba decírselo.

La negra hablaba sumida en una especie de extático histerismo por el micro. A tres millas de allí, el teléfono público relucía bajo el sol mañanero, solitario, vacío, inocente, virginal. El vendedor de cocaína se aproximó a él con cautela y repitió el número de teléfono en voz alta frente a su lata de cerveza. Los dos tiradores de élite se pusieron en pie y avanzaron hacia la cancha infantil. Los del alcantarillado arrancaron su furgoneta.

Mologna dijo:

—Maldito sea, hijo de puta, ¿qué mierda está pasando aquí?

—Es el número correcto —dijo la negra.

La otra negra, que había estado hablando quedamente por otro teléfono, dijo en este momento:

—La compañía telefónica dice que la llamada está teniendo lugar por sus líneas.

—Mire —dijo la voz que sonaba en el oído de Mologna—. Lo único que quiero es devolver el anillo, ¿entiende lo que quiero decirle?

—Un momento —dijo Mologna, tapando el auricular con la mano y dirigiéndole una mirada de inteligencia a la segunda negra—. ¿Qué es lo que acaba de decirme?

—La compañía telefónica dice que la llamada está teniendo lugar justamente desde esa cabina telefónica.

A tres millas de allí, los jugadores de ajedrez plegaron su tablero sin terminar la partida, mientras los mirones decían cosas tales como:

—¡Pero estáis locos, tíos! ¿Qué pasa con vosotros? Tío, si te quedan sólo tres jugadas para darle el mate.

La anciana que distribuía panfletos neofundamentalistas había cruzado Hudson St. y se hallaba ahora vigilando desde el otro lado de la calle, justo enfrente de la cabina. Dos hombres de la FPT de uniforme, sin utilizar ya el menor subterfugio, se habían apostado ya en el exterior del restaurante, vigilando avizoradamente desde allí con la mano en la cadera el subversivo teléfono.

La voz que sonaba en el oído de Mologna seguía hablando, a pesar de que en aquel momento la sala de operaciones se había convertido en un guirigay en el que todo el mundo hablaba.

—¡He dicho que espere un momento! —gritó Mologna al teléfono, y luego chilló a todo el mundo—: ¡A callar! ¡Tony, lléname de hombres ese barrio! Y tú dile a los de la compañía telefónica que saquen de una vez la cabeza del culo y me expliquen qué es lo que pasa. Vosotros decirle a vuestra gente que se desplacen al escenario, pero que estén simplemente preparados. Y tú, ¿estás grabando todo esto?

El blanco que se hallaba al principio en compañía de las dos negras asintió con su encasquetada cabeza.

—¿Y estamos captando la voz desde el otro lado?

Otra cabeza afirmativa del de los cascos.

—Bien —dijo Mologna—. Porque si no es así, creería que estaba haciendo de Juana de Arco —y directamente al teléfono, dijo—: Déjame que te diga algo, tío listo…

—Creo que tal vez podríamos negó…

—Cállate la boca y escúchame. ¿Negociar contigo? —Cappelletti tamborileó en el hombro de Mologna, pero éste, con un encogimiento de hombros, lo mandó a paseo—. ¡Pretendes que trate contigo, hijo de puta! No me estropearía las cuerdas vocales por hacer tratos contigo —Cappelletti tamborileó el hombro de Mologna con mayor urgencia, y esta vez Mologna lo apartó de sí con un movimiento de brazo, mientras seguía gritando por teléfono—. Te voy a coger, bastardo de mierda, y fíjate bien lo que voy a decirte. Cuando te haya echado encima el guante, ¡te voy a tener encerrado en los sótanos un mes!

Y colgó el teléfono de un golpetazo, sin escuchar la débil voz que desde el otro lado aún seguía diciendo:

—Pero…

Mologna se volvió luego para echar una mirada de ira a Cappelletti:

—¿Y qué demonios querías con tanta prisa?

Cappelletti suspiró:

—Sólo quería decirte que siguieras entreteniéndolo —dijo.