34
El cuarto trasero del O. J. semejaba uno de esos cuadros de la Revolución Rusa —el asalto del Palacio de Invierno— o, tal vez mejor, de la Revolución Francesa: un juicio jacobino bajo el terror. El lugar nunca había estado tan atestado, tan lleno de humo, tan sofocante y tan lleno de conflictos y de contención. Tiny Bulcher y tres jueces asistentes tomaban asiento en torno a la mesa de póquer, de cara a la puerta, con varios otros tipos duros rodeándolos, de pie, apoyados contra las cajas de cartón de la pared. Unos cuantos tipos más, de aspecto patibulario, acechaban a ambos lados. Un par de sillas aparecían vacías cerca de la puerta, frente a Tiny Bulcher y los otros y separadas de ellos por la mesa cubierta de fieltro verde. La dura luz procedente de la solitaria bombilla recubierta por una pantalla de hojalata, que pendía del techo, eliminaba del recinto cualquier sutileza de color, reduciendo la escena a un cuadro de sombríos colores y pobre paleta, o tal vez a una película expresionista alemana sobre gánsters de Chicago. Un aire de amenaza y un implacable interés de autodefensa relucía en los ángulos de cada rostro, la inclinación de cada hombro, la flexión de cada rodilla, la agudeza de cada ojo, el rescoldo de cada cigarrillo que se consumía. Todo el mundo fumaba, todos respiraban y —dado el calor que allí había— todos sudaban. También, entre interrogatorio e interrogatorio, todos se dedicaban a charlar, excepto cuando Tiny Bulcher quería hacer alguna observación general, para lo que hacía retumbar la mesa con su puño y antebrazo, diciendo «¡A callar!», e insertaba una frase en el subsiguiente silencio.
La escena era, en suma, como para hacer desmayarse hasta a un inocente, caso de haberse perdido alguno por allí. Dortmunder, entre los culpables el más culpable de todos, había tenido suerte de poder enfriar sus temores en la barra exterior más luminosa lo suficiente como para poder echarse al coleto dos bourbons antes de que a él y a Kelp les llegara el turno de entrar en el cuarto trasero y tener que enfrentarse con las frías miradas del tribunal.
Para convocarlos vino un tipo al que conocían levemente, llamado Gus Brock, quien se llegó a ellos en la mesa del bar donde estaban esperando y les dijo:
—¿Qué tal, colegas?
—Hola, Gus —dijo Kelp.
Dortmunder se limitó a saludar con la cabeza. Intentaba guardar la dignidad.
—Vosotros dos vais juntos, ¿no?
—Exacto —dijo Kelp.
—Pues ahora vais vosotros —dijo Gus Brock—. Y dejadme que os advierta una cosa. Esto no son los tribunales, no estamos aquí para joder a nadie, ni para echarle el guante a nadie. Lo que tenéis que hacer es entrar en el cuarto, quedaros al lado de la puerta, escuchar a los muchachos que tengáis delante, de modo que os enteréis de cómo va la cosa para cuando os toque a vosotros. ¿Vale?
—Muy bien —dijo Kelp—. Está pero que muy bien, Gus.
Sin contestarle, Gus le echó la vista encima a un tipo pálido y nervioso que venía del cuarto trasero, tambaleándose en dirección de la barra, y le dijo secamente:
—¡Rye, deja ya la botella!
Luego, haciendo un gesto con la cabeza, dijo:
—Vamos.
Así fue cómo se dirigieron a la habitación llena de humo, luz equívoca y ambiente maloliente, donde la violencia sorda y la destrucción flotaban en el ambiente. Dortmunder pasó revista a toda su vida anterior. ¿Podía tal vez haber triunfado en la vida como empleado de supermercado? A estas alturas, sin duda sería ya ayudante de dirección, en algún barrio periférico, y llevaría corbata negra. La perspectiva nunca antes lo había seducido, pero con la alternativa que ahora tenía delante no podía menos que echar en falta una vida limpia en un ambiente bien iluminado.
Todo el mundo hablaba a la vez y hasta se peleaba, con la excepción de un tipo gordo, calvo y sudoroso, que sentado en una de las sillas que daban la cara al tribunal, se enjugaba la cara, la calva y los antebrazos con un ya bastante empapado pañuelo blanco. Dortmunder, intentando recordar el modo de mantener firmes las rodillas, oyó desvaídamente preguntar a Kelp, entre el estrépito:
—¿Quiénes son aquellos tipos de la derecha?
—Representantes de la Cooperativa Terrorista —dijo Gus Bock.
—Hay un montón de grupos de esos interesados en el tema —explicó Gus Brock—. Están todos buscando lo mismo que nosotros y se han reunido para ayudarse entre sí. Andan buscando entre sus etnias respectivas.
—¡Chico! —dijo Kelp, con un tono que asombró a Dortmunder por su obsceno entusiasmo—. ¡Vaya una caza humana!
—Y tú que lo digas —dijo Brock—. Ese hijo de puta no tiene nada que hacer.
Plaff, hicieron el puño y el brazo de Tiny Bulcher:
—¡A callar!
Silencio.
Tiny sonrió como un tiburón al tipo gordo sentado en la silla de los testigos.
—¿Cómo te llamas, colega?
—Eh-eh-eh, uh-uh, ah, Harry —dijo el tipo gordo—. Harry Matlock.
—Harry Matlock —dijo Tiny, mirándose la izquierda, y uno de los tipos de pie empezó a rebuscar entre un montón de carpetas y sobres entremezclados encima de las cajas de licor, hasta encontrar al fin un sucio sobre marrón de la Compañía Telefónica, que alcanzó a Tiny, quien sacó varios arrugados trozos de papel del sobre, los alisó sobre el fieltro y fue asintiendo con la cabeza mientras leía. Luego, Tiny dijo—: Cuéntanos tu historia, Harry. ¿Dónde estabas el miércoles por la noche?
El gordo estiró el cuello y dijo:
—Y-y-yo y otros tres amigos…
La puerta se abrió, empujando a Dortmunder con una de sus hojas. Se apartó un poco y miró hacia atrás, viendo aparecer a Klopzik.
—Lo siento —murmuró Benjy.
Tiny Bulcher chilló por encima del tipo gordo:
—¡Benjy! ¿Dónde has estado?
—Hola, Tiny —dijo el hombrecillo, cerrando la puerta tras de sí—. Tenía que dar de comer a mi perro.
—¿Qué mierda tienes tú que hacer con un perro? Quédate quieto en esa esquina. Ya te sacaré a paseo yo luego —y volviendo a posar de nuevo su mirada sobre el tipo gordo, dijo—: ¿Por qué te cortas?
Benjy se instaló delicadamente bajo los codos de los terroristas cooperativos. El gordo se enjugaba por todas partes con el pañuelo, y decía:
—Estábamos en Huntington, Long Island. Yo y otros tres amigos más. Estábamos metiéndole mano a una tienda de anticuario.
—¿Antigüedades? ¿Muebles viejos?
—Mercancías de valor —dijo el gordo—. Teníamos ya comprador y todo, y un intermediario en la zona centro, por Broadway —meneando su inundada calva dijo—: Tuvimos que dejarlo a medias todo por causa de la redada. No pudimos hacer la entrega el jueves y los polis dieron además con el camión.
—Eso está en Long Island —dijo el tipo a la izquierda de Tiny—. Y el jodido Aeropuerto Kennedy está en Long Island.
—Pero si estábamos a tomar por el culo de allí —dijo desesperadamente el gordo, esparciendo humedad por toda su silla—. De verdad. Huntington, Long Island está lejísimos de la isla, un montón de kilómetros hacia el norte.
Tiny preguntó:
—¿Quiénes eran los otros tres tipos?
—Ralph Demrovsky, Willy Car…
—¡Uno por uno!
—Lo siento —dijo el gordo.
Tiny miró en derredor y preguntó a uno de los tipos que estaban de pie a su derecha:
—¿Tenemos a Demrovsky?
—Eso estoy mirando.
En este momento, Dortmunder se dio cuenta de que todo un eficiente sistema de ficheros se había ido creando allí, con carpetas y sobres, entre las cajas de licor que llegaban hasta el techo. Al parecer, cada uno de los tipos que estaban de pie detrás del tribunal tenía a su cargo una parte del alfabeto. La educación, pensó Dortmunder, es una cosa maravillosa.
—Aquí lo tengo.
La ficha, esta vez, se hallaba ordenada en un menú de restaurante doblado. Éste le fue tendido a Tiny, quien lo abrió, barajó unos pocos papeles andrajosos y dijo:
—Sí, ya hemos hablado con él. Y contó la misma historia.
Tiny miró de nuevo al gordo.
—¿Hacia qué hora llegasteis a la tienda del anticuario ése?
—A las once y media.
El tipo que llevaba la carpeta del gordo hizo una anotación. Tiny levantó una ceja mirando al de la carpeta de Demrovsky, quien asintió con la cabeza. Luego Tiny miró de nuevo al gordo:
—¿A qué hora os fuisteis?
—A las tres en punto.
—Demrovsky —dijo el de la carpeta—, dice que a las dos y media.
—Fue más o menos por ahí —dijo el gordo, con la voz lastrada por el pánico—. ¿Quién se pone a mirar el reloj? Eran como las dos y media o las tres.
Dortmunder cerró los ojos. El interrogatorio prosiguió, sacando a colación a los otros dos tipos y comparando los testimonios de cada uno. El gordo era inocente, al menos del robo del Fuego Bizantino, de modo que la última parte del interrogatorio no era más que una verificación de las coartadas de los otros dos. Luego me toca a mí, pensó Dortmunder, y apenas acababa de tener tal pensamiento cuando vio que el gordo era despedido, dándose palmadas y enjugándose por todas partes, mientras se apresuraba a abandonar el cuarto, dejándole sitio a Dortmunder, quien avanzó hacia la silla, agradeciendo al menos el poder sentarse, aunque quizá no tanto el tener a Kelp sentado a su lado. La puerta que tenía a su espalda se abrió y se cerró, pero Dortmunder no miró hacia atrás para ver quién acababa de amarrar.
—Así que —dijo Tiny— vosotros dos estabais juntos el miércoles por la noche.
—Así es —dijo Kelp, poniéndose a hablar sin más—. Estábamos jugando con mis teléfonos.
—Cuéntame eso —ofertó Tiny, lo que Kelp hizo, empezando a soltar todo el rollo que habían cocido juntos, desplegándolo con todo lujo de detalles, mientras Dortmunder permanecía sentado a su lado, silencioso, digno y cagado de miedo.
Nada más comenzar el interrogatorio, dos carpetas ya preparadas (la de Kelp en una tarjeta del día de San Valentín, la de Dortmunder en un paquete de cartulina que originalmente había contenido almohadillas para callos) fueron aportadas al Tribunal, siendo debidamente verificadas y anotadas. Dortmunder observó melancólicamente al tipo que rellenaba su ficha, preguntándose si ya habría algo escrito en aquellos trozos sueltos de papel, y qué hechos, atisbos, sugerencias o informes le esperaban allí para atraparlo. Algo debía de ser.
Tiny y el tipo que llevaba la carpeta de Kelp le hicieron unas pocas preguntas, de un modo no especialmente amenazador, y quedó claro que una o dos de las llamadas a colegas que había hecho el miércoles por la noche habían sido ya mencionadas en otras declaraciones. Los ojos redondos como bolas de Tiny giraron infinitamente en el interior de sus cuencas, antes de detenerse sobre Dortmunder y preguntarle:
—Así que tú estuviste con él, ¿no?
—Así es —dijo Dortmunder.
—¿Toda la noche?
—Claro, claro.
Kelp dijo:
—John me ayudaba con el hi…
—¡A callar!
—Vale.
Tiny asintió lentamente con la cabeza, mirando a Dortmunder.
—¿Y llamaste tú a alguien?
—No —dijo Dortmunder.
—¿Y eso?
—Bueno, eh, era el teléfono de Andy. Y mi mujer estaba en el cine.
Sin apartar la mirada de Dortmunder, Tiny preguntó a sus asistentes en general:
—¿Le mencionó Kelp a Dortmunder a alguien?
—No —dijeron todos.
—Es que… —dijo Kelp.
—¡A callar!
—Vale.
El tipo que llevaba la carpeta de Dortmunder dijo:
—Fuiste a ver a Arnie Albright el jueves.
No, por favor, Dios mío. No seas así conmigo. Seré bueno. Conseguiré una tarjeta de empleo. Una de verdad.
—Sí, fui —dijo Dortmunder.
—Y le dijiste que habías dado un golpe.
—El jueves —dijo Dortmunder. Desgraciadamente, su voz se ahogó un poco en la primera sílaba.
—Pero fue el jueves cuando fuiste a ver a Arnie —dijo el tipo—. Y andabas buscando a otro perista, llamado Stoon, ese mismo día.
—Así es.
—Y tenías mercancía para vender.
—Así es.
—¿De qué tipo?
—Pues… joyas.
Revuelo general en el cuarto.
—¿Que hiciste un robo de joyas? ¿El miércoles por la noche?
—No —dijo Dortmunder—. El jueves por la noche.
Uno de los terroristas dijo:
—¿Dónde?
—En Staten (tos) Staten Island.
El tipo que llevaba la carpeta de Dortmunder dijo:
—¿A qué peristas fuiste a ver el miércoles?
—A ninguno —dijo Dortmunder—. Me sentía como mal el miércoles. Estaba lloviendo el jueves por la noche… (siempre es bueno echarle un poco de verdad a la historia; es como añadir sal a una receta)… y estaba un poco resfriado. Una de esas gripes que duran veinticuatro horas.
Otro de los tipos preguntó:
—¿En qué parte de Staten Island?
—En Drumgoole Boulevard. No salió en los papeles.
Dortmunder se lo quedó mirando, preguntándose si no sería uno de los fanáticos religiosos.
—Sólo unos pocos anillos de compromiso, relojes y cosas de esas. Cosas corrientes.
Tiny preguntó:
—¿Y a qué perista se lo vendiste?
—A ninguno —dijo Dortmunder—. Empezó la redada, y…
—Así que todavía tienes la mercancía.
Dortmunder no se hallaba preparado para aquella pregunta. En la millonésima de segundo que podía permitirse, analizó las diversas alternativas: si decía que no, se preguntarían porqué se había deshecho de unas joyas totalmente corrientes que podía esconder en cualquier sitio hasta que la redada remitiera. Si decía que sí, querrían verlas.
—Sí —dijo Dortmunder.
Tiny dijo:
—Dortmunder, nos conocemos hace ya un rato.
—Seguro.
—Y en este momento me llega de ti un tufo que nunca antes había olido.
—Estoy nervioso, Tiny.
—Le echaremos una mirada a tu botín —dijo Tiny—. Mandaremos a seis muchachos contigo, y…
—¡Breaker! ¡Breaker! —dijo una voz metálica, que resonó por todo el cuarto.
Tiny miró en derredor, frunciendo el ceño:
—¿Qué?
—Me importa un comino —dijo la voz metálica.
Siete u ocho personas se pusieron a hablar a la vez en la habitación. Y en aquel momento la voz metálica se elevó por encima del guirigay que formaban todos:
—Me he quedado atascado en West End Ave con la transmisión rota y quiero hablar con mi mujer en Englewood, New Jersey.
—Una radio —dijo uno de los terroristas.
—Una emisora de radioaficionado —dijo uno de los jueces.
—Una escucha —dijo Tiny.
Las cejas se le habían bajado casi hasta la altura del labio superior:
—Algún puerco hijo de puta en este cuarto lleva un micro, nos está espiando, es un…
—Es que mi esposa —seguía diciendo la voz metálica con profunda exasperación— está escuchando este canal.
Uno de los terroristas dijo:
—Su equipo está captando una señal de radioaficionado. Algo parecido le pasó a un viejo conocido mío en Basra.
—Lo que voy a hacer —chilló la voz metálica— es denunciarte a la federación, ¡hijo de puta!, ¡cabrón!
—¿Quién es? —dijo Tiny, flexionando varios de sus músculos—. ¿Quién?
Todos empezaron a mirar por todos lados, con los ojos bien abiertos, en espera de que la voz volviera a escucharse de nuevo.
—¡Como te ponga las manos encima…!
—¡Benjy!
El hombrecillo se hallaba ya a mitad de camino de la puerta. Golpeando a uno de los terroristas en el pecho y escabulléndosele de las manos a uno de los tipos duros del grupo, salió disparado del cuarto como un velocípedo.
Naturalmente, Dortmunder y Kelp se unieron a la persecución.