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—Parece —dijo Mologna, mirando sin sonreír a Zachary y Freedly— que yo estaba en lo cierto.
—Eso parece —reconoció Zachary, tan enérgico y alerta como si hubiera sido él quien tuviera razón—. Sin duda sabremos más cosas cuando hayamos interrogado a ese tipo.
—Dortmunder —dijo Mologna, tamborileando sobre el dossier que Leon le había colocado encantadoramente frente a sí en el centro mismo de la mesa—. John Archibald Dortmunder. Nacido en Dead Indian, Illinois. Criado en el orfelinato de las Hermanas del Corazón Sangrante de la Eterna Misericordia. Miles de arrestos por sospecha de robo, dos condenas en prisión. No habíamos oído hablar mucho de él en los últimos tiempos, pero eso no significa que estuviera inactivo. Un simple chorizo casero, de menor cuantía y mano ligera. Ni espía internacional, ni terrorista, ni luchador por la libertad, ni con asociaciones políticas de ningún tipo —le echó una rápida mirada a Freedly—. Ni siquiera armenio —y de nuevo, dirigiéndose a Zachary, el principal tonto del culo—: Un ratero aficionado que trabaja por su cuenta. Descerrajó una joyería y se llevó por error el Fuego Bizantino. Justo lo que yo pensaba.
—Muy posiblemente está usted en lo cierto —dijo Zachary—. Aunque, por supuesto, quizás una vez interrogado resulte que había sido reclutado por algún elemento extraño.
Freedly dijo:
—Y, además, está su colega Kelp.
—Andrew Octavian Kelp —dijo Mologna, acariciando con la punta de los dedos el segundo dossier, colocado debajo del primero—. El colega de Dortmunder es su coartada, pero no está en la cosa. Supongo que Kelp le debe algún favor a Dortmunder y éste lo ha obligado a proporcionarle esa coartada. Kelp está absolutamente limpio en lo que a esa noche respecta.
—Puede ser el enlace —dijo Freedly.
Zachary lo miró, frunciendo el ceño:
—¿Qué?
—Si hay algún enlace —puntualizó Mologna—. Lo que dudo.
Zachary dijo:
—¿Qué?
—Son las conexiones extranjeras de Kelp las que tenemos que verificar —dijo Freedly, tomando unas notas.
Zachary dijo:
—¡Maldita sea!
—Las conexiones entre Dortmunder y las redes extranjeras —explicó Freedly.
—¡Ah, Kelp! —dijo Freedly, y apropiándose de inmediato de la idea, empezó a saltar enloquecidamente en todas direcciones—: ¡Excelente idea! «Kelp», «Kelp»…, sin lugar a dudas se trata de una abreviatura. Debe tener aún parientes en su país de origen. El proporcionaba la coartada mientras Dortmunder llevaba a cabo el robo como tal. ¡Como la conexión Rubi-Oswald!
—¡No tenían nada que ver! —subrayó Mologna.
—Es la idea —explicó Zachary—. En el estadio teórico de la investigación se postularon gran cantidad de conexiones entre aquellos dos. Muchas de ellas resultaron ser inadecuadas, pero otras resultaron ciertas, y lo mismo podría ocurrir ahora.
—¿Por qué no? —dijo Mologna—. Siempre pueden funcionar una vez más —Miró hacia la puerta, que en aquel momento se abría—. ¿Sí, Leon?
—El capitán Cappelletti —anunció Leon— con ese poquita cosa tan simpático.
—Que pasen —dijo Mologna.
Y Leon hizo pasar a Tony Cappelletti, que empujaba delante de sí a Benjamin Arthur Klopzik. Éste aparecía totalmente cambiado. El absoluto terror que lo embargaba lo hacía más delgado que la última vez, pero a la vez aparecía dotado de una fuerza y una tensión también nuevos. Seguía siendo macilento y descarnado, pero mirándolo bien se le descubría un poder capaz de levantar, como las hormigas, una carga siete veces superior a su peso. Sus profundamente hundidos ojos miraban en todas direcciones, como si esperara que una multitud de sus antiguos camaradas pudieran estar acechándolo en el despacho de Mologna; las pupilas se le encendieron de terror al chocar con las miradas llenas de curiosidad de Zachary y Freddly.
—¡Ag! —dijo, retrocediendo hacia el pecho de Cappelletti.
—Son gente del FBI, Klopzik —dijo Mologna—, los agentes Zachary y Freedly. Vamos, ven aquí y deja de mirar a todos lados.
Vacilante, Klopzik penetró en el despacho lo suficiente como para que Cappelletti pudiera entrar también y Leon cerrar la puerta tras ellos. Luego se detuvo y se quedó esperando, sin dejar de pestañear.
—Lo hiciste muy bien —dijo Mologna—, pudimos grabar cada palabra. No fue culpa tuya el que se cruzaran los radio-aficionados esos. Y por si te alegra, te diré que nos llevamos el coche de ese hijo de puta y le echamos una multa por conducción temeraria, aunque sólo fuera para aliviarnos un poco.
—Me van a matar.
La voz de Klopzik tenía el sonido de una cremallera.
—No, no lo van a hacer, Benjy —dijo Cappelletti. Y dirigiéndose a Mologna—. Le he prometido la protección del Departamento.
—Por supuesto que sí —dijo Mologna.
—Pero esta vez va a ser de verdad —dijo Cappelletti.
Mologna lo miró frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso, Tony?
—Esta vez —explicó Cappelletti— no es un pequeño grupo del hampa o media docena de ex colegas que intentan echarle el guante a otro. Todos los chorizos profesionales de Nueva York andan buscando ahora a Benjy Klopzik (Klopzik gimió). Y como lo encuentren, nunca más confiarán en el Departamento de Policía.
—¡Ah! —dijo Mologna—, ya veo lo que me quieres decir.
Zachary, que tomaba asiento con la seguridad de un hombre del FBI, dijo:
—Por supuesto, el FBI tiene una gran experiencia en este tipo de cuestiones: nuevas identidades, nuevos trabajos, una nueva vida en otra parte del país. Nosotros podríamos…
—¡No! —gritó Klopzik.
Mologna se le quedó mirando.
—¿No quieres que te ayudemos?
—¡No el FBI! ¡Ese programa suyo no es más que una sentencia de muerte retrasada! Cada nuevo tipo al que el FBI le otorga una nueva identidad, lo primero que se sabe de él es que lo han enterrado con otro nombre.
—Oh, vaya —dijo Zachary, ofendido en nombre de su agencia—. Reconozco que hemos tenido algún problema que otro, pero tampoco hay que exagerar.
Mologna meneó la cabeza, viendo por la angustiada expresión de Klopzik que no habría manera de disuadirlo.
—Muy bien, Klopzik —dijo—, dinos qué es lo que quieres.
—No quiero moverme de Nueva York —dijo Klopzik, mientras su terror iba remitiendo—. ¿Qué puede significar para mí cualquier otro lugar? Seguro que ni siquiera tendrán Metro.
—¿Y qué quieres que hagamos?
—Quiero hacerme la cirugía plástica —dijo Klopzik con tal prontitud que quedó bien claro que llevaba largo tiempo dándole vueltas al asunto—. Y un nombre nuevo, con una identidad nueva…, carnet de conducir incluido, y todo eso. Y un buen trabajo, llevadero y bien pagado… Tal vez en el Departamento de parques y jardines… Y como no puedo volver a mi antigua casa, un hermoso piso de renta limitada, con muebles nuevos, televisión en color… ¡Y un lavavajillas!
—Klopzik —dijo Mologna—. ¿De verdad quieres quedarte en Nueva York? ¿Precisamente aquí donde te están buscando?
—Claro, Francis —dijo Cappelletti—, yo creo que es una buena idea. Éste es el último lugar del mundo donde se les ocurrirían buscarlo. En cualquier otro sitio resultaría tan visible como un grano en la cara.
—Es un grano en la cara —dijo Mologna.
—Yo ya venía dándole vueltas a la idea de hacer un cambio —confió Klopzik a la concurrencia—. Así que las cosas me han venido al pelo.
Mologna se le quedó mirando:
—¿Eso es todo?
—Sí —dijo Klopzik—. Ya no quiero ser Benjy nunca más.
—¿Sí?
—Sí. Ahora quiero ser… ¡Craig!
Mologna suspiró:
—Craig —dijo.
—Sí —dijo Klopzik, sonriendo de lado—, Craig Fitzgibbons.
Mologna miró a Cappelletti y dijo:
—Llévate de aquí al señor Fitzgibbons.
—Vamos, Benjy.
—Y, y… —seguía diciendo Klopzik, resistiéndose a la tenaza de la mano de Cappelletti, y sin dejar de mirar enloquecidamente a Mologna, en un intento de decirlo iodo, de verbalizar de golpe su sueño casi realizable—. … ¡y dígale al cirujano plástico que quiero parecerme a Dustin Hoffman!
—¡Llévatelo lejos de aquí! —le dijo Mologna a Cappelletti—, no sea que le haga la cirugía plástica sobre la marcha.
Pero la cosa no pasó de ahí; Klopzik había soltado todo lo que tenía dentro. Agotado, saciado y feliz, se dejó llevar tranquilamente.
En el silencio que siguió a la marcha de Klopzik-Fitzgibbons, Mologna se quedó mirando severamente a Zachary y Freedly, y dijo:
—Ese Dortmunder tiene muchas cosas que explicar.
—No espero otra cosa que poder interrogarle —dijo Zachary, dándose por aludido.
—Eso mismo espero yo —dijo Mologna.
Freedly dijo:
—¿Está usted totalmente seguro, inspector jefe?
Mologna se le quedó mirando con el ceño fruncido:
—¿Seguro? Fue Dortmunder quien lo hizo. De eso no cabe la menor duda.
—No, quiero decir de que lo cogeremos.
La pesada boca de Mologna se abrió en una lenta sonrisa.
—Calculando por lo bajo —dijo—, creo que hay unos cuatrocientos mil hombres, mujeres y niños que en este momento buscan a John Archibald Dortmunder en Nueva York. No se preocupe, señor Freedly, lo cogeremos.