15

Cuando Malcolm Zachary se enfadaba, lo hacía como un hombre del FBI. Su mandíbula se ponía tan rígida, cuadrada y dura como la mismísima mandíbula de Dick Tracy. Sus hombros se ponían absolutamente tiesos, formando ángulo recto y paralelos al suelo, como si llevase sendas cajas de cartón debajo de las hombreras de la gabardina. Sus ojos miraban con intensidad, como Supermán a través de las paredes. Y cuando hablaba, los pequeños grupos de músculos de las mejillas bailaban tangos por debajo de la piel:

—Mo-log-na —decía lenta y deliberadamente—, Mo-log-na, Mo-log-na, Mo-log-na.

—No puedo mostrarme más de acuerdo, Mac —dijo Freedly, cuyas maneras cuando se enfadaba eran exactamente las opuestas.

Las cejas y los bigotes y los hombros de Freedly decaían y se arqueaban, como si estuvieran vencidos por la gravedad, y sus ojos dejaban ver la mirada de alguien dispuesto a ajustar cuentas. Como así era.

Zachary y Freedly tampoco llegaron a ver el noticiero adecuado a las seis de la tarde, ni tampoco ningún otro, porque estaban en aquel momento reunidos con Harry Cabot, su agente de enlace con la CIA, un cinturón de suaves maneras y un aire de distinción, que parecía saber más de lo que decía. Recién llegado de una misión de soborno en las esferas gubernamentales excesivamente ilustradas de un país centroamericano, Cabot había sido recompensado por su bien culminado trabajo sucio con la asignación de esta tranquila tarea en Nueva York: comunicar al FBI algunos de los datos de que disponía la CIA sobre grupos insurgentes potencialmente implicados en el asunto del Fuego Bizantino. Se hallaba hablando de los armenios de una manera más bien divertida y despectiva, aunque no del todo comprensible, cuando sonó el teléfono en el pequeño despacho que Zachary y Freedly ocupaban en la parte este de la calle 69 y estalló la noticia: el inspector jefe Mologna acababa de hacer un comunicado.

—Harry, vamos a tener que echarle una ojeada a eso —dijo Zachary.

Los ojos se le nublaban de ira y tenía todo el aire de un paracaidista a quien el paracaídas no acaba de abrírsele.

—Voy con vosotros —dijo Cabot.

Así que los tres bajaron a la sala de televisión, donde cada nuevo programa era visualizado y grabado, y donde pidieron que les pasaran la entrevista Mackenzie-Mologna. De ahí que la mandíbula de Zachary se pusiera tan cuadrada y los bigotes de Freedly se vieran tan decaídos.

Lo que más los sulfuraba era la parte en la que el jefe Mologna agradecía al FBI la ayuda prestada al «echar el guante» al joyero Skoukakis y los terroristas chipriotas, dejando bien claro que quien había hecho la parte del león era el Departamento de Policía de Nueva York.

—¡Pero si ni siquiera estaban en el caso! —chillaba Zachary—. ¡Nunca estuvieron en el caso! ¡Teniendo que andar al rabo de gente de segunda fila!

Vieron la grabación hasta el final y la pasaron de nuevo. Luego, tras un profundo silencio, Freedly dijo pensativo:

—¿Ha violado la seguridad, Mac? ¿Podemos elevar una queja contra él al comisionado?

Zachary pensó la propuesta durante uno o dos segundos, y luego, meneando la cabeza, dijo:

—No había nada atornillado —dijo—. Todos asumimos de manera totalmente natural que estábamos entre caballeros y eso es todo; habíamos acordado hacer un comunicado conjunto en el momento adecuado (de hecho, Zachary había planeado dar un comunicado por su propia cuenta al día siguiente por la mañana —siendo como era un federal, naturalmente, pensaba en términos de cadenas nacionales que requerían horas de grabación más tempranas— y parte de su rabia venía del hecho de que Mologna se le hubiera adelantado).

—Vamos arriba de nuevo —dijo, poniéndose en pie como un enojado hombre del FBI.

Dio las gracias a los técnicos de grabación de forma breve pero viril, y salió de la sala seguido de los otros dos.

En el ascensor, Freedly, que aún pensaba en la venganza, dijo:

—Bueno, ¿nos ha jodido la investigación o no?

—¡Claro que nos la ha jodido! ¡El muy hijo de puta!

—Pues ya está.

La puerta del ascensor se abrió y los tres enfilaron por el pasillo. Harry Cabot dijo:

—Si yo fuera el inspector jefe Mologna —lo pronunció correctamente— y me acusaran de haberos jodido la investigación, señalaría que os estabais concentrando en grupos nacionalistas extranjeros. Al mantener públicamente que la investigación se dirige contra los rateros del país, habría apagado vuestras actuales sospechas y ayudado a vuestra investigación.

—Mierda —dijo Zachary.

Ditto —dijo Freedly.

De vuelta ya en su despacho, Zachary se sentó en el escritorio, mientras Freedly y Cabot compartían el sofá.

—Cuando recuperemos el anillo, Bob, cuando lo hallamos restregado contra la nariz de Mo-log-na y se vea bien claro que no era cosa de unos de esos raterillos de mierda suyos, tendremos nuestra propia rueda de prensa.

Freedly no respondió nada. Seguía sentado allí, con una mirada de duda pintada en la cara. Zachary dijo:

—¿Bob?

—¿Sí, Mac?

—¿No irás a pensar que de verdad se trata de un vulgar ratero?, ¿no?

—Mac —dijo Freedly con evidente reticencia—. No estoy seguro.

—¡Pero Bob! —dijo Zachary con traicionado aire de reproche.

—No fueron los griegos —dijo Freedly—. Según aquí Harry, cada vez parece más cierto que tampoco fueron los disidentes turcos. Es casi seguro que no fueron los armenios.

—Aún nos quedan los búlgaros —dijo Zachary.

—Sss-í.

—Y nuestros amigos de la KGB. Y los servo-croatas. Y hasta podrían ser aún los mismos turcos. ¿No, Harry?

Cabot asintió, más divertido que convencido.

—Los turcos aún siguen siendo una posibilidad —dijo—. Más bien remota, pero posible.

—Diablos, Bob —dijo Zachary—, hay montones de grupos por ahí que ni siquiera se nos han ocurrido. Los kurdos, por ejemplo.

Freedly, asombrado, se le quedó mirando.

—¿Los kurdos? ¿Y qué diablos tienen ellos que ver con el Fuego Bizantino?

—Llevan cantidad de tiempo luchando contra los turcos.

Cabot se aclaró la garganta.

—Durante los últimos treinta años —señaló cortésmente— el principal objeto de rebeldía de los kurdos ha sido Irán.

—Bueno, ¿y qué me decís de Irán? —Zachary miró en derredor como un pájaro hambriento—. Irán —dijo—. Se dedican a meter las narices en prácticamente todo lo que ocurre en el área del Mar Negro. Particularmente después de que el Sha se largó y se quedaron con la cosa los fanáticos chiflados esos.

Freedly dijo:

—Mac, no ha habido el menor rumor procedente de Irán. Y si hubiera algo, Harry sin duda lo sabría.

—Es cierto —dijo Cabot.

—Insurgentes iraníes, entonces.

Con amable tono, Cabot dijo:

—Otra posibilidad, sin duda, aunque también remota.

Y viendo que Zachary estaba a punto de incidir en otra nación o banda de disidentes, Cabot alzó aplacadoramente la mano y dijo:

—Con todo, no deja de haber su parte de razón. Andamos dando vueltas sin rumbo en torno a potenciales sospechosos extranjeros. Sin embargo, cuando llegó la desdichada noticia del comunicado del inspector jefe Mologna, yo estaba concluyendo mi análisis del más verosímil de dichos grupos, y pensaba conectar con otro tema no menos importante.

Zachary se refrenó con grandes dificultades. Su cabeza bullía de ignotos grupos kazacos, circasianos, uzbekos, albaneses, libaneses y maronitas chipriotas, todos los cuales le hacían removerse y retorcerse en silencio en su asiento, cogiendo y dejando papeles y lapiceros.

Tras haber dado la puntilla definitiva a la anterior conversación, con calculada educación, Cabot dijo:

—Cualquiera de nuestros países aliados del mundo libre que pueda ser responsable de este robo, si es que alguno lo es, el hecho es que casi cualquiera de los grupos que hemos mencionado, y algunos que ni siquiera se nos han ocurrido, se ha puesto en marcha a partir del robo. Hasta el momento tenemos noticia de la entrada en este país, en las últimas veinticuatro horas, de una misión de asesinato de la policía turca, un escuadrón antiguerrilla del ejército griego, miembros de dos diferentes movimientos greco-chipriotas nacionalistas (que pueden dedicar su estancia entre nosotros a dispararse entre sí, y por tanto dejar de convertirse en un factor sustancial desde nuestro punto de vista), dos oficiales de la policía exterior búlgara, un operativo de la KGB estrechamente conectado con el movimiento nacionalista turco-chipriota y un asesino libanés cristiano. Hay también rumores de la llegada a Montreal de dos fieles del cisma de Esmirna, un grupo de fanáticos religiosos que se separaron de la Iglesia Ortodoxa Rusa a finales del siglo XVII y viven en las catacumbas en Esmirna. Se supone que propugnan la decapitación de los herejes. Por otro lado, varias embajadas de Washington —la turca, la griega, la rusa, la yugoslava, la libanesa y otras— han solicitado oficialmente estar informados de los hechos. En Naciones Unidas, los ingleses han solicitado que…

—¡Los ingleses! —la sorpresa deselló los labios de Zachary—. ¡Y qué diablos tienen ellos que ver con esto!

—Los ingleses muestran un interés de propietarios por la totalidad del planeta —le dijo Cabot—. Piensan que son nuestros caseros y han propuesto en la ONU la formación de un comité que nos asesore en nuestras investigaciones. También se han ofrecido voluntariamente a presidir dicho comité.

—Muy bueno lo suyo —dijo Zachary.

—Pero el principal problema ahora mismo —dijo Cabot—, además de la pérdida del anillo mismo, claro está, son todos esos pistoleros extranjeros que andan sueltos por Nueva York intentando quitarse el anillo unos a otros. El robo ya de por sí constituye un grave incidente internacional; y Washington se mostraría ciertamente descontento si Nueva York acabara convirtiéndose en una especie de nuevo Beirut, con gente tiroteándose por las calles.

—También Nueva York estaría descontento —dijo Freedly.

—Sin duda —convino Cabot.

Acremente, Zachary dijo:

—Mo-log-na tendría que dar otra rueda de prensa.

Inesperadamente, Cabot sonrió con sorna. Los otros dos, no viendo nada en el paisaje que invitara a la risa, se le quedaron mirando con molesto aire de sorpresa.

—Lo siento —dijo Cabot—. Sólo se me ocurría qué pasaría si Mologna resultara estar en lo cierto. ¿Qué tal que un vulgar ratero, totalmente despreocupado por Chipre o Turquía, la OTAN o la Iglesia Ortodoxa Rusa, simplemente se hubiera hecho con el Fuego Bizantino en el curso de uno de sus robos rutinarios? Todo un montón de fuerzas policiales, agencias de inteligencia, bandas guerrilleras, grupos de asesinos y fanáticos religiosos se hallarían apuntando a la cabeza de ese pobre bastardo —dijo Cabot—. No me gustaría estar en su pellejo.

—Me gustaría que Mo-log-na sí lo estuviera —dijo Zachary.