5

May se hallaba sentada en la salita, pestañeando entre el humo del tabaco y haciendo el acertijo del último Cosmopolitan. Dortmunder cerró la puerta y ella pestañeó desde el otro extremo de la habitación diciendo:

—¿Qué tal fue la cosa?

—Muy bien. Nada especial. ¿Qué tal la película?

—Estuvo bien. Iba de un almacén de Missouri en 1890. Magníficas tomas. Muy logrado el aire de época.

Dortmunder no compartía la afición de May por el cine. Su pregunta había sido meramente cortés. Dijo:

—El dueño apareció mientras yo estaba en la tienda.

—¡No me digas! ¿Y qué pasó?

—Creo que era el dueño. Él y dos tipos más. Estuvo un rato, revolviendo por allí, y luego se fue. Ni siquiera encendió la luz.

—¡Qué raro! —lo observaba vaciar las pulseras y los anillos sobre la mesilla de centro—. Buen material.

—Te traigo algo para ti —y le pasó el reloj—. Tienes que apretar el botón lateral.

Así lo hizo ella.

—Qué monada. Gracias, John.

—Seguro que sí.

Ella apretó el botón de nuevo.

—Dice que son las seis y diez.

—¿Sí?

—¿Cómo se pone en hora?

—No lo sé —dijo Dortmunder—. No vi ninguna hoja de instrucciones. Era el modelo de muestra.

—Ya me lo figuro —dijo ella. Dio vuelta al botón y lo apretó de nuevo. Nubes de tabaco empezaron a envolver su cabeza procedentes de la colilla de media pulgada situada en la comisura de sus labios. Posó el reloj, tomó otro retorcido cigarrillo del bolso de su cardigan gris y lo encendió con el rescoldo del que acababa de arrancarse de la boca.

Dortmunder dijo:

—¿Quieres algo?

—No, gracias; estoy servida.

Dortmunder fue hasta la cocina y volvió con un vaso de bourbon con agua y una pequeña bolsa blanca de plástico.

—¿Entiendes el reloj?

—Luego lo veo.

Se había quedado mirando el crucigrama con el ceño fruncido y después de un rato dijo:

—¿Qué dirías tú, que soy muy dependiente, algo dependiente, ligeramente dependiente o nada dependiente?

—Depende —apoyándose en la rodilla, iba llenando con el alijo de encima de la mesilla la bolsa de plástico—. Mañana por la mañana le llevaré esta mercancía a Arnie.

—Llamó Andy Kelp.

—Tenía enchufada no sé qué máquina en su teléfono.

—Dijo que por favor lo llamaras por la mañana.

—No sé si me apetecerá seguir hablando con una máquina.

Cerró con un nudo la boca de la bolsa, la dejó sobre la mesilla de centro, cogió el reloj y apretó el botón. Los dígitos rosa decían «6:10:42:08». Soltó el botón y apretó de nuevo: «6:10:42:08». «Hum», dijo.

May dijo:

—Creo que pondré ligeramente dependiente.

Dortmunder bostezó. Volviendo a dejar el reloj, dijo:

—Mañana lo miro otra vez.

—Quiero decir —dijo May— que no hay nadie que sea nada dependiente.