43
Todas las ediciones de la mañana, desde la primera edición de la tarde anterior, que había salido antes de que Mologna dejara la ciudad para dirigirse a su casa en Bay Shore, hasta la última aparecida en el momento de volver a pisar su oficina a la mañana siguiente, en todos y cada uno de los diarios, hasta el más miserable, coincidían en el mismo y asqueroso editorial: «El precio de la ira». Y el protagonista de la noticia así editorializada era Mologna, con su ya famosa hazaña de colgarle el teléfono al tipo que tenía el Fuego Bizantino.
¿Habían sido aquellos tontos del culo del FBI los que le habían pasado la noticia a la prensa? Probablemente, aunque había que admitir que Mologna tenía uno o dos enemigos allí mismo, en el mismo cuartel general del Departamento de Policía de Nueva York. Durante toda la mañana sus amigos no dejaron de telefonear al comisariado para decirle todos lo mismo: que a ellos podía haberles pasado otro tanto. Y sin duda era cierto, los muy bastardos. Y también para asegurarle que habían ejercido todas las presiones posibles sobre los directores de los periódicos para evitar que la cosa se supiera, pero que había sido inútil. Los muy bastardos se valían de su impunidad y de las horas bajas que Mologna estaba pasando para propinarle unas cuantas patadas en el culo.
—No hay nada más rastrero que un periodista —dijo Mologna, tirando al suelo la última edición que le habían colocado sobre la mesa.
Momento que Leon aprovechó para aparecer y decir:
—Otra llamada telefónica.
—¿Amigo o enemigo?
—Es difícil de saber —le dijo Leon—. Es el tipo del Fuego Bizantino.
Mologna se lo quedó mirando:
—Estás cachondeándote de mí, Leon.
—¿Cómo puede pensar eso, inspector jefe?
Los ojos de Leon pestañearon. Mologna meneó la cabeza:
—Creo que no estoy de humor hoy, Leon. Vete.
—Pero él insiste en hablar con usted —dijo Leon—. Cito textualmente —y puso voz de falsete—… «para nuestro mutuo beneficio». Eso es lo que dijo.
Un momento. Tal vez aún era posible un retorno triunfal y hacerles tragar sus palabras a aquellos malditos editorialistas. Mutuo beneficio, ¿eh? Descolgando el teléfono, Mologna dijo:
—¿Qué línea?
—La dos.
—Grábalo, y haz que lo localicen —ordenó Mologna, dando un falsete profundo también a su voz—. Lo tendré entretenido —y mientras Leon salía del despacho, Mologna dijo por la línea dos—: ¿Quién es?
—Usted ya sabe quién —dijo la voz.
Era la misma voz.
—John Archibald Dortmunder —dijo Mologna.
—No soy Dortmunder —dijo Dortmunder.
—Muy bien —dijo Mologna, poniéndose cómodo en su sillón para mantener una larga charla.
—La hipótesis no funciona —dijo la voz—. Ya se daría cuenta de que Dortmunder no es el tipo y tendrán que seguir buscándome a mí.
—Interesante teoría.
—Me encuentro en apuros —dijo la voz.
—Es bastante habitual.
—Pero también usted está en apuros.
Mologna se puso rígido.
—¿Y eso qué quiere decir?
—He leído los papeles.
—Cualquier hijo de puta puede leer los periódicos —opinó Mologna.
—Tal vez podríamos ayudarnos mutuamente —dijo la voz.
Mologna se sintió renacer desde el fondo de su ser:
—¿Qué me sugieres?
—Ambos tenemos un problema —dijo cansada, harta, pesimista y, a pesar de todo, segura de sí la voz—: Tal vez juntos lleguemos a una solución.
Leon entró de puntillas, saltó sobre el periódico del suelo y dejó una nota sobre la mesa de Mologna que decía: «La Compañía Telefónica dice que ilocalizable. No existe ese teléfono.» Mologna miró la nota y dijo a la voz:
—Espera un momento —apretó el botón de espera, miró a Leon y dijo—. ¿Qué cojones es esto?
—La Compañía Telefónica no entiende nada —le dijo Leon—. Dicen que la llamada procede de algún lugar por debajo de la calle 96, pero no pueden localizarlo. Simplemente aparece en sus paneles.
—Demasiado estúpido para poder creérselo —dijo Mologna.
—Siguen trabajando en ello —dijo Leon, sin mostrar demasiadas esperanzas—. Dicen que, por favor, lo tenga entretenido tanto tiempo como pueda.
—¿Pretendes insultarme, Leon? —preguntó Mologna.
Y sin esperar respuesta, apretó el botón de la línea dos y oyó la señal de marcar. El hijo de puta había colgado.
—Vaya por Dios —dijo Mologna.
—¿Ha colgado?
—Lo he perdido de nuevo.
Mologna se quedó mirando al infinito, mientras en la antesala empezaba a sonar el teléfono. Leon salió corriendo del despacho y Mologna se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa, la cabeza apoyada en las manos, pensando en lo impensable: «Tal vez debería jubilarme, como decía ese jodido periódico.»
Leon volvió de la antesala:
—Es él de nuevo. Esta vez por la línea uno.
Mologna se lanzó tan rápido sobre el teléfono que casi se lo come:
—¿Dortmunder?
—No soy Dortmunder.
—¿Por qué colgó? —preguntó Mologna, mientras Leon salía del despacho para intentar contactar otra vez con la Compañía Telefónica.
—Me puso en espera —dijo la voz—. No me vuelva a poner en espera, ¿vale?
—Fue sólo un segundo.
—He tenido muchos problemas con los teléfonos —dijo la voz (aparentemente, otra voz al fondo hacía ruidos quejosos)—. Así que nada de esperas ni de chismes raros.
—¿Chismes dices?
Una sincera rabia y toda la frustración acumulada se rebelaron en el interior de Mologna:
—¿Y me lo vas a decir tú a mí, después de volverme loco con los teléfonos?
—Simplemente…
—No importa. No importa. Te llamo a un teléfono público, en plena calle y bajo el sol, me contestas al teléfono ¡y no hay nadie en la cabina! En este mismo momento estás hablándome como si pudiera tocarte ¡y la Compañía no logra localizar la llamada! ¿Es eso honesto? ¿Acaso es jugar limpio?
—Simplemente no me gusta que me pongan en espera —dijo la voz con acento dolido.
Lo que hizo que Mologna se calmara un tanto de su exaltado mal carácter.
—No me cuelgues de nuevo —dijo, apretujando el teléfono como si fuera la muñeca de su interlocutor.
—No voy a colgar —concedió la voz—. Pero no me ponga en espera.
—Vale. Tú ganas —dijo Mologna—. No te pondré en espera. Me limitaré a ponerme cómodo para escuchar tu historia.
—Mi historia es que yo no quiero para nada el rubí ése —dijo la voz.
—¿Y?
—Y que usted sí lo quiere. Porque eso lo convertirá de nuevo en el mandamás del cuartel general, a pesar de lo que digan los papeles. Así que lo que quiero es proponerle un trato.
—Me entregas el rubí. ¿Y a cambio de qué? ¿La inmunidad?
Sin ninguna alegría, la voz dijo:
—Usted no puede concederme la inmunidad. Ni usted ni nadie.
—Siento tener que decirlo, colega —le dijo Mologna—. Pero la verdad es que tienes razón.
Y lo extraño fue que en aquel momento Mologna sintió ganas de ayudar a aquel pobre hijo de puta. Alguna de las resonancias de aquella voz cansada tocó su fibra sensible y apeló a su más íntima humanidad. Tal vez era porque se sentía deprimido después de aquel apestoso editorial, pero sabía que su corazón se hallaba más próximo de aquel chorizo de cuarta categoría, de algún modo insólito, que de cualquier otra persona implicada en el caso. Se representaba al agente Zachary interrogando a aquel pobre payaso y, a pesar de sí mismo, su corazón se sentía ablandado.
—¿Qué quieres, pues? —dijo.
—Lo que quiero —dijo la voz— es otro ratero.
—No veo por dónde vas.
—Ustedes son la bofia —explicó la voz—. Pueden montarse nombres, inventarse un tipo, un tipo que no existe. Frank Smith, por ejemplo. Entonces ustedes dicen que tienen ya al caco y que su nombre es Frank Smith, que han recuperado el anillo y que todo ha pasado ya. Yo quedo limpio y nadie se preocupa por mí ya.
—Bonito trato, Dortmunder —dijo Mologna.
—No soy Dortmunder.
—El problema es —prosiguió Mologna— de dónde sacamos a ese Frank Smith. Si nos montamos un tipo falso, no tenemos a nadie para enseñarle a la prensa. Y si presentamos un tipo de verdad, tal vez la cosa no funcione.
—Tal vez Frank Smith podría suicidarse en la comisaría —sugirió la voz—. Tales cosas suceden con frecuencia.
—Demasiada gente implicada —dijo Mologna—. Lo siento, pero no creo que podamos tirarlo adelante —y estableció las bases del problema—. Tendría que ser un tipo con ficha policial, un tipo que fuera conocido en los juzgados y en el hampa. Pero, al mismo tiempo, tendría que ser un tipo al que nadie pudiera encontrar más, que nunca volviera a aparecer con una coartada o… ¡Cielo Santo!
Repentinamente cargada de esperanza, la voz preguntó:
—¿Sí? ¿Sí?
—Craig Fitzgibbons —dijo Mologna, con un acento casi religioso tremolándole en la voz.
—¿Quién demonios es ése?
—Un tipo que nunca volverá a aparecer para llamarnos mentirosos, Dortmunder.
—No soy Dortmunder.
—Claro, claro. Ya puedo imaginarme todo tu montaje. Y no deja de causarme admiración. Pero ¿qué pasa con el quo?
—¿El qué?
—El Fuego Bizantino —explicó Mologna.
—¡Oh!, eso se lo devolveré —dijo la voz— tan pronto dé usted el comunicado.
—¿Qué comunicado?
—La revelación de las investigaciones. La prueba positiva de que el ladrón que se quedó con el Fuego Bizantino es ese tipo, Craig Loquesea. Esperándose su arresto de un minuto a otro.
—Muy bien. ¿Y luego qué?
—Yo le paso el anillo, a mi manera. De modo indirecto.
—¿Cuándo?
—Hoy.
—¿Y si no lo haces?
—Nuevas investigaciones policiales descubren que el ladrón no es ese Craig Cualquiercosa.
—Muy bien —dijo Mologna, asintiendo con la cabeza: Leon entró en el despacho e hizo el más expresivo e incrédulo encogimiento de hombros, en representación de miles y miles de empleados de la New York Bell Telephone Company. Mologna asintió con la cabeza y le hizo señas con la mano de que se fuera, sin preocuparse más del asunto.
—Estoy de buen humor esta semana —dijo a la voz—. Acepto el trato, Dortmunder.
—Llámeme Craig —dijo Dortmunder.