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—¿Ves? —le había explicado a Dortmunder antes de lo relatado—, con este trasconector que fabrica la compañía no tienes más remedio que emplear su propio equipo y pasar por la mesa de operaciones cada vez que quieras usarlo. En cambio, usando este otro chisme alemán, ¿ves el «made in Germany» aquí en la base?, no tienes más que instalar este marcador para el número donde se supone que vas a estar, luego lo enchufas Con la clavija adonde viene a dar tu teléfono, enchufas tu propio teléfono por el otro lado y ya tienes una trasconexión sin tener que molestar a la operadora en absoluto.
—Pero —había dicho Dortmunder— los teléfonos públicos no tienen clavija.
—Pero tienen una línea de entrada. Y con este chisme fabricado en Japón estas pincitas se enganchan en la línea y hacen contacto, de modo que con eso puedes tener acceso a cualquier línea de la ciudad.
—Parece tremendamente arriesgado —había dicho Dortmunder—. ¿Con qué teléfono se supone que vamos a trasconectar éste?
—Con un teléfono público.
—Perfecto —había dicho Dortmunder—. Así que yo me pongo a hablar desde un teléfono público y uno de los bofias que han apostado alrededor de la cabina lee el número trasconectado en el chisme alemán que está conectado con el chisme japonés del primer teléfono público, y entonces vienen al teléfono público número dos y me detienen. Y probablemente, debido a todo el trabajo que han tenido que tomarse, tendrán que hacer un pequeño esfuerzo para llevarme.
—No, verás —había dicho Kelp—. Porque resulta que tampoco vas a tener que estar en el segundo teléfono.
—Me estás volviendo loco —había dicho Dortmunder—. ¿Dónde demonios voy a estar pues? ¿En un tercer teléfono? ¿Cuántos de esos chismes trasconectores tienes?
—No hacen falta más teléfonos públicos —le había prometido Kelp—. Mira, John, simplemente piensa en la ciudad de Nueva York.
—¿Y por qué?
—Porque es nuestro territorio, y es lo que tenemos que usar. ¿Y qué es lo más notorio en ese territorio?
—Déjate de adivinanzas —había dicho Dortmunder, comprimiendo la lata de cerveza, de forma que ésta le salpicó los dedos— y cuéntame ya tu rollo.
—La gente se mueve —le había dicho Kelp—. No paran de moverse, ciudad arriba, ciudad abajo, a un lado, a otro.
—Salen de la ciudad.
—Eso. Y también vuelven. Y mientras se mueven cogen el teléfono desde diferentes puntos, dejando libre el punto anterior. Ya no en la cocina, sino en la salita. Dejan la salita, y en el…
—Vale, vale.
—La cuestión es que esta ciudad está plagada de líneas que no se usan. Tú te pasas cantidad de tiempo por los patios traseros y las escaleras de incendio. ¿No te has fijado nunca en todas esas líneas telefónicas?
—No.
—Bueno, pues ahí están. Y lo que hacemos es que nuestro segundo teléfono público se encuentra en Brooklyn. En algún local, no en la calle. En un bar, una farmacia o el pasillo de un hotel, donde yo pueda pescar una línea de entrada. Entonces coloco uno de estos chismes japoneses en esa línea y tiendo un puente propio hacia una línea desocupada de cualquier sitio del vecindario: un sótano, un cuarto trastero, un apartamento vacío, cualquier cosa que haya a mano. Y allí es donde tú haces la llamada, en un teléfono que llevaremos nosotros mismos; así, en lo que respecta a la compañía telefónica, el teléfono ni siquiera existe. Pero el segundo teléfono público empezará a sonar de inmediato, al mismo tiempo que el nuestro, y tú lo coges enseguida y contestas. Nadie contesta a un teléfono público que sólo suena una vez, así que podrás tener una privacidad total.
Dortmunder se había rascado la mandíbula, mientras el entrecejo se le llenaba de profundas arrugas.
—Así que tenemos tres teléfonos en línea. ¿Y para qué tanta complicación?
—Cuestión de tiempo. Lo que hacen de mano es rodear el primer teléfono. Tú empiezas a hablar y ellos se vuelven locos. Después de un rato, encuentran mi chisme trasconector, mientras tú probablemente todavía estás hablando, negociando. Comprueban entonces con la compañía telefónica, y a través de ella consiguen el teléfono número dos y se van corriendo a Brooklyn, rodean la cabina, se acercan a ella con todo cuidado y se vuelven locos de nuevo. Y entre tanto nosotros estamos en un sitio desde donde podemos verlos, lo que nos da tiempo a terminar la llamada y abrirnos antes de que el descubrimiento de la línea fuera de uso que empleamos los conduzca a nosotros.
—¡Vaya un cristo montamos! —había dicho Dortmunder.
—Punto uno —había subrayado Kelp—, no tienes alternativa. Punto dos, es cosa hecha.
Y así habían hecho, para llevar a cabo la cuestión de la negociación. El teléfono había sonado, sólo una vez, Dortmunder lo había cogido y había empezado a hablar, y casi había logrado superar sus nervios, sentado en aquel piso de alquiler vacío situado sobre una tienda de comidas preparadas (con teléfono público en su interior) de Ocean Bay Parkway, con Kelp asomado a la ventana delantera observando la posible aproximación de la bofia, cuando Maloney empezó a gritar y a chillar como una bestia al oído de Dortmunder, culminando con un innecesariamente atronador clik, y después se hizo el silencio.
—¿Oiga? —dijo Dortmunder—. ¿Oiga?
Kelp se aproximó desde la ventana.
—¿Qué pasa?
—Me ha colgado.
—No es posible —dijo Kelp, frunciendo el entrecejo y mirando a lo lejos—. ¿No será que mi sistema se ha roto por algún lado?
Dortmunder meneó la cabeza y colgó el teléfono:
—Podría ser —dijo—. Seguro que podría ser, pero no es así. Fue Maloney mismo el que colgó. Dijo que no quería tratos conmigo. Dijo que me iba a echar el guante y que me iba a tener en el calabozo durante un mes.
—¿Eso dijo?
—Y sonaba talmente como Tiny Bulcher cuando está enfadado.
Kelp asintió:
—Es un reto —dijo—. Los buenos contra los malos, con reto, mucha audacia, guantelete arrojado y todo eso. En plan Batmán.
—Sólo que en Batmán —señaló Dortmunder— los malos siempre pierden.
Kelp lo miró asombrado:
—Nosotros no somos los malos, John —dijo—. Simplemente estamos tratando de enmendar un vulgar y honesto error. Eso es todo. Estamos rescatando el Fuego Bizantino para el pueblo americano. Y para el turco. Nosotros somos los buenos.
Dortmunder se quedó meditando la idea.
—Venga, vamos —dijo Kelp—. Los malos pueden presentarse en cualquier momento.
—Vale —Dortmunder se levantó del montón de periódicos que había estado usando como asiento (era el único mobiliario del piso) y mirando el teléfono instalado en el suelo dijo—: ¿Qué hacemos con esto?
Kelp se encogió de hombros:
—¿Un vulgar teléfono negro de despacho? ¿Y quién demonios va a quererlo? Límpiale tus huellas y vámonos.