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Fue una pena que Dortmunder no estuviera viendo el canal adecuado. A las seis y tres minutos, mientras Jack Mackenzie se hallaba describiendo la más reciente hazaña (anónima) de Dortmunder a varios cientos de miles de más o menos indiferentes televidentes, su potencialmente más interesada audiencia se hallaba unos pocos clics más allá en el dial, viendo algo titulado «Imágenes de archivo» sobre gente vestida de blanco que corría por una soleada calle de tres avenidas con árboles en medio de los disparos de armas cortas, mientras una voz en off anunciaba que las hostilidades entre tropas del gobierno y rebeldes se habían roto de nuevo. Dónde exactamente habían roto aquellas hostilidades, Dortmunder no estaba seguro, porque no había prestado suficiente atención a la voz que destacaba entre el vocerío. Por otro lado, tampoco le importaba mucho: si a aquella gente vestida de blanco le gustaba correr por una calle de triple avenida con árboles mientras le disparaban, era cuestión suya. Dortmunder estaba más bien rumiando sus propios problemas: beber cerveza, prestar la mínima atención a las noticias de las seis y seguir rumiando.
May llegó a casa cuando las noticias deportivas empezaban a emitir su exhaustiva información, tema por el que Dortmunder sentía una tan profunda falta de interés que ni siquiera había esperado al siguiente bloque publicitario para ir a buscarse otra cerveza. Al volver de la cocina con la cerveza en la mano, vio que May entraba por la puerta y apagó el televisor en el preciso momento en que la publicidad posterior a los deportes comenzaba. Lo que resultó no menos desdichado, debido a que precisamente tras de aquella publicidad empezaban a transmitir noticias calientes sobre el Fuego Bizantino, a cargo del (inútilmente furioso tanto con Mologna como con Mackenzie) principal reportero policial de la emisora, un individuo injustamente postergado por el hecho de que su nombre irlandés —Costello— sonaba a italiano.
—Déjame que te ayude con una de las bolsas —dijo Dortmunder, cogiéndole la que May llevaba en la mano izquierda.
—Gracias.
La punta del cigarrillo le bailó en la comisura de los labios.
Era creencia de May que sus actividades como cajera del Safeway la convertían en cierto modo en miembro de la familia Safeway. ¿Y cómo una familia iba a regatearle algo de lo suyo? De modo que cada día volvía del trabajo con un buen par de bolsas de suministros, que no venían nada mal para ayudar a la economía casera.
Llevaron a la cocina los suministros del día, mientras May iba diciendo:
—Alguien está haciendo correr bonos de alimentos falsos.
—Falsificados.
—Es eso de la economía sin dinero que leíste el otro día —dijo May—. Tarjetas de crédito, cheques, bonos de alimentación. La gente ya no usa dinero.
—Um —dijo Dortmunder. La economía sin dinero era uno de los principales problemas de su oficio. Ya no había nóminas en efectivo, ni remesas en efectivo, ni efectivo por ninguna parte.
—Tampoco están mal —dijo May—. Muy buenos grabados. La única pega es que el papel es diferente. Más delgado. Es fácil notar la diferencia.
—No es buena idea —dijo Dortmunder.
—Así es. ¿Acaso los cajeros miran el papel? Claro que no. Y sin embargo, lo que sí hacen es tocar cada trozo de papel que les entregan.
—Bonos de alimentación —Dortmunder se apoyó contra el fregadero sorbiendo su cerveza, mientras May iba colocando los suministros—. ¿Crees que puede merecer la pena?
—¿No va a merecer, con los precios como están hoy día? Ni te lo imaginas.
—Supongo que no.
—De no trabajar en Safeway, no me importaría lo más mínimo hacerme con unos pocos de esos bonos de pega.
—Una buena operación —musitó Dortmunder—. Tenemos ya el impresor y nuestros vendedores callejeros.
—Yo estaba pensando —dijo May— que tal vez sería mejor un solo vendedor. Y al lado mismo de la caja registradora.
Dortmunder frunció el ceño.
—No sé, May. No me gustaría que te arriesgaras.
—Sólo con los clientes conocidos. De todos modos, me lo pensaré.
—Sería un buen pellizco, seguro.
—De todos modos, no lo haré hasta que las cosas empiecen a ponerse verdaderamente mal por aquí. ¿Qué tal te fue con Arnie?
—Um —dijo Dortmunder.
May estaba colocando dos bandejas plastificadas de pollo troceado en el frigorífico. Lanzó a Dortmunder una mirada de interrogación, cerró la puerta del frigorífico y mientras doblaba las bolsas de la compra dijo:
—Algo fue mal, ¿no?
—Detuvieron a Arnie mientras yo estaba allí.
—¿Y no te llevaron también a ti?
—No me vieron.
—Menos mal. ¿Y por qué se lo llevaron a él?
—Es una redada. Robaron una pieza de joyería gorda ayer por la noche en el Kennedy.
—Algo de eso vi en los papeles.
—Así que la ley está arramblando con todo el mundo —dijo Dortmunder— para ver qué sacan en limpio.
—Pobres.
—¿El tipo que se lo llevó? —Dortmunder meneó la cabeza—. Ése merece todo lo que le pase, por montar todo este lío. Son la gente como Arnie por los que lo siento. Como Arnie y como yo.
—¿Y no crees que lo suelten dentro de poco?
—Seguramente ya estará fuera —dijo Dortmunder—, pero no creo que se atreva a comprar mercancía durante algún tiempo. Me enteré de que había otro tipo dedicado a lo mismo, así que fui hasta su casa y cuando llegué la bofia le había echado también el guante. Creo que están buscando especialmente entre los peristas porque se trata de una joya.
—¿Y tú guardas aún la mercancía?
—La puse en el dormitorio.
May sabía que quería decir el escondite que había detrás del vestidor.
—No importa —dijo—. Mañana tendrás más suerte.
Sacando un nuevo cigarrillo, lo encendió con la punta del que acababa de terminar, lanzó la boquilla al fregadero, donde chisporroteó unos instantes.
—Lo siento, May —dijo Dortmunder.
—No es culpa tuya —dijo ella—. Además, nunca se sabe lo que va a ocurrir en esta vida. Por eso me traje el pollo a casa. Así mañana podremos comérnoslo.
—Claro.
Y para darse ánimos a sí mismo, tanto como a ella, dijo:
—Me llamó Stan Murch. Dice que tiene algo interesante y que necesita alguien que se lo planifique.
—Vaya. Eso sí que es lo tuyo.
—Nos vemos esta noche.
—¿Cuál es el objetivo?
—No lo sé aún —dijo Dortmunder—. Sólo espero que no sea otra joyería.
—La economía sin dinero —dijo May, sonriendo.
—Tal vez sean bonos de alimentación —dijo Dortmunder.