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No se llega a jefe de policía de la gran ciudad de Nueva York poniendo los pies sobre la mesa y escupiendo por entre las rodillas. No, señor. Se llega al puesto de policía jefe de la gran ciudad de Nueva York aguantando a pie firme todos los golpes que se te vengan encima y aplastando a golpes cualquier obstáculo que se te cruce en el camino, claro que sí. Y para entonces ya has hecho dinero bastante —con tu propio salario y con cuantas propinas en metálico vengan a caerte a lo tonto en la mano— como para no tener que vivir ya en la espantosa y pestilente Nueva York y poder tener una encantadora casaza en Bay Shore, hacia el condado de Suffolk, por Long Island, una hermosa casa en primera línea de costa, con vistas sobre Great South Bay. Y poder disponer de un fuera borda propio (bautizado Lucille, por tu esposa, para tenerla tranquila), tres ingratos hijos, un chalé de verano en Fire Island, una panza de bebedor de cerveza y la satisfacción de saber que has hecho lo mejor que podías hacer con las bazas que tenías a mano.
Nueve treinta de la mañana. El inspector jefe Francis Xavier Mologna (pronúnciese Maloney), después de haber llegado a la ciudad tres horas antes de lo que solía hacerlo, y tras haber recibido un informe completo de cómo estaban las cosas durante la última media hora, siguió a su barriga de bebedor de cerveza hasta la gran sala de conferencias del Cuartel General (número uno de Police Plaza, detrás del City Hall, un bonito edificio, alto y de ladrillo oscuro, construido como una gigantesca pin-up) y fue presentado a toda una multitud de caras nuevas. No había forma de que una persona normal pudiera recordar tantos nombres, aunque afortunadamente el inspector jefe Mologna no tenía necesidad de hacerlo: iba acompañado de Leon, su secretario, cuya tarea consistía en recordar cosas como aquéllas y que resultaba ser bastante bueno para esto.
Pero el gentío que se había reunido esta vez en la sala de conferencias era inmenso. La mayoría hombres, blancos en su mayor parte, aunque había también unas pocas mujeres, y también algunos negros. Además del jefe Mologna y de Leon, y dos detectives de lo mejorcito de Nueva York, estaban también representantes de la policía urbana, de la policía de tráfico, de la oficina del fiscal, el Departamento de Investigación Criminal del Estado, el FBI, la CIA, la Misión de los Estados Unidos en la ONU, la policía de aduanas, el Museo de Historia Natural de Chicago, la Inteligencia turca, la Misión turca en la ONU. Los primeros quince minutos de la reunión transcurrieron entre presentaciones mutuas de todos los asistentes. «Pronúncielo, Maloney», decía Mologna una y otra vez, y delegaba en Leon el saber quién era cada quien.
Un tipo del FBI llamado —Mologna enarcó la ceja hacia Leon, sentado a su izquierda en la gran mesa oval de conferencias, quien escribió Zachary en su bloc de notas amarillo— Zachary atrajo la atención de todos al levantarse para contar lo que ya todos sabían: un hijo de puta había robado el Fuego Bizantino, y otro hijo de puta se lo había robado a su vez al primero. Zachary hacía ostentación de todo un aparato gráfico —planos e instantáneas que iban pasando una tras otra en una pantalla— de un puntero, y de una especie de modo rígido y mecánico de señalar las cosas con el puntero, como si en vez de un ser humano fuera una especie de maniquí puesto a punto por los inventores de Walt Disney. Un tipo del FBI fabricado por Walt Disney.
—Sabemos —dijo el tal Zachary (mirando de soslayo a la galería oficial)— que el primer grupo estaba compuesto por grecochipriotas. Varios de los individuos que lo formaban están ya bajo arresto, y el resto está a punto de caer. Hasta el momento, no podemos disponer de información fiable sobre el segundo grupo, aunque ya han sido propuestas varias teorías.
«Vaya a saber lo que tienen», pensó Mologna. Miró furtivamente a Leon y ambos cruzaron una mirada de inteligencia. Era increíble de qué modo llegaban a conectar sus cerebros. Allí estaba el inspector jefe Francis Xavier Mologna (pronúnciese Maloney), de cincuenta y tres años de edad, un irlandés blanco temeroso de Dios y vecino de Long Island, y maldita sea si la persona de toda su vida con quien mentalmente mejor se entendía no era un negro listillo y loco de veintiocho años llamado sargento Leon Windrift (de haber sido Leon solamente homosexual, habría sido expulsado del cuerpo de élite de la policía de Nueva York hacía tiempo. De haber sido sólo negro, nunca en su vida hubiera salido de patrullero. Pero siendo loca y negro, no podía ser ni expulsado ni mantenido en un maldito rincón, de ahí que hubiera ascendido tan rápidamente hasta llegar a sargento y a un puesto en el Cuartel General, donde Mologna había reparado en él y lo había secuestrado para sí).
—Se ha sugerido en primer lugar —estaba diciendo en ese momento el tipo del FBI Zachary— que un segundo grupo grecochipriota fue el responsable de la segunda sustracción.
¿Sustracción?
—La ventaja de esta teoría es que explica cómo el segundo grupo pudo infiltrar tan perfectamente al primero, que logró enterarse incluso del lugar donde pensaban depositar el rubí. Hay, por supuesto, fracciones enfrentadas en el espectro que forma el nacionalismo grecochipriota.
¿Espectro?
—Una segunda teoría propuesta es que agentes de la Unión Soviética, apoyando la reivindicación del Fuego Bizantino anteriormente hecha por la Iglesia Ortodoxa Rusa, son los responsables del segundo robo.
¿Reivindicación?
—En apoyo de esta teoría juega el hecho de que la Misión de la URSS ante la ONU ya ha negado la participación de los rusos en los acontecimientos de la noche última. Sin embargo, la intromisión de una tercera potencia podría explicarse como una transacción con elementos disidentes del populacho turco.
¿Complicación?
¿Intromisión?
¿Transacción?
—El coronel Bubble, de la Inteligencia turca…
Mologna enarcó la ceja en dirección a Leon, quien escribió en su bloc amarillo Bubul.
—… ha garantizado la inverosimilitud de esta eventualidad, pero la mantiene bajo reserva.
Oh, vaya.
—En cuarto lugar, hay siempre la posibilidad de una actividad coincidentemente casual. Un simple ladrón puede muy bien haber echado el guante al Fuego Bizantino mientras se hallaba dedicado a sus actividades depredatorias. Si hay alguna otra sugerencia que alguno de los aquí presentes pudiera aportar alguna teoría adicional sobre los perpetradores, sus motivaciones y sus futuras intenciones, estaremos muy contentos de poder oírlas.
¿Ah, sí? Mologna y Leon se miraron de nuevo.
—Entretanto —seguía diciendo Zachary, señalando por un lado y por otro con su puntero al azar—, y puesto que ambas felonías fueron perpetradas dentro de los límites de la ciudad de Nueva York, caen bajo la jurisdicción de la policía de esta ciudad, que será la que coordine las actividades de las diversas agencias implicadas y asuma la responsabilidad principal en esta investigación. Por lo que me siento feliz de poder ceder la palabra al inspector jefe Mo-log-na, de la policía de la ciudad de Nueva York.
Con un gruñido, Mologna se alzó sobre sus pies y apoyó su barriga sobre el borde de la mesa.
—Se pronuncia Maloney —dijo—. Ustedes podrán tener sus teorías y hacer todo tipo de cábalas sobre los griegos, los turcos y los ortodoxos rusos, pero yo les diré lo que sucedió. Ese maldito loco de joyero puso un anuncio en el escaparate diciendo que se iba de la ciudad. Perfecta invitación para cualquier caco. Había un hermoso trozo de alambre puesto sobre la alarma para hacer un puente. La puerta fue tan gentilmente descerrajada como una novia en su noche de bodas. La caja fuerte fue reventada por un profesional. Éste se llevó el maldito rubí por el que tanto revuelo hay formado, pero no sabía de qué se trataba porque también se llevó un montón de anillos, pulseras y relojes de baratillo. Sus terroristas, disidentes y toda esa morralla no saben cómo hacer callar una alarma antirrobo o abrir con facilidad una caja fuerte. Lo único que saben es echar mano de las metralletas y de los cócteles molotov y hacer un montón de ruido y de sangre. Es un hermoso caco casero de Nueva York lo que estamos buscando, y ya desde ahora puedo decirles que lo encontraremos. Mis muchachos van a peinar toda la puñetera ciudad y vamos a meter mano a todos los chorizos y carteristas y sirleros y peristas de esta ciudad, y los vamos a sacudir por los talones, y cuando oigan un plink es que el anillo se ha caído del bolsillo de alguno de ellos. Entretanto, cualquiera que tenga algo que preguntar puede verse con mi secretario, aquí, el sargento Windrift. Y ahora, si quieren excusarme, tengo cantidad de arrestos que hacer.
Y el inspector jefe Mologna siguió a su barriga de bebedor de cerveza hacia fuera de la sala de conferencias.