7
La casa, pequeña y de una sola planta, daba a una callecita agradable de la población tejana de Marfa. El césped, delimitado por una valla de madera blanca, recibía las manchas de luz y sombra de un gran sicomoro. En el camino de entrada había un Ford Fiesta de 1989. El garaje había sido reformado y tenía un letrero donde ponía ESTUDIO.
Tom y Sally aparcaron en la calle y llamaron al timbre.
—¡Por aquí! —dijo alguien desde el garaje.
Lo rodearon hasta llegar a la puerta. Dentro había un estudio de arte muy acogedor. Apareció una pelirroja con una camisa de hombre demasiado grande, manchada de pintura, y el pelo recogido con una tira de tela. Era bajita, llena de vitalidad y de atractivo, con la nariz pequeña y respingona, cara de niño y aspecto de no rendirse fácilmente.
—¿Qué querían?
—Soy Tom Broadbent, y ella es Sally, mi esposa.
La mujer sonrió.
—¡Ah, sí! Robbie Weathers. Muchas gracias por venir.
La siguieron al interior de un estudio sorprendentemente agradable, con una hilera de ventanas altas y cuadros de paisaje en las paredes blancas. Piedras retorcidas, maderas desgastadas, huesos viejos y hierros oxidados organizados a modo de esculturas llenaban las mesas adosadas a la pared del fondo.
—Siéntense. ¿Té? ¿Café?
—No, gracias.
Mientras Sally y Tom se acomodaban en un sofá hecho con un futon doblado, Robbie se lavó las manos, se quitó el pañuelo de la cabeza y se ahuecó los rizos. Después llevó una silla de madera y se sentó enfrente. Entraba mucho sol. Se instaló un silencio incómodo.
—Así que usted es el que encontró a mi padre —dijo Robbie, mirando a Tom.
—Exacto.
—Quiero que me lo explique todo con pelos y señales: cómo lo encontró, qué le dijo… Todo.
Tom empezó a contar que oyó disparos, que fue a investigar con su caballo y que encontró a su padre moribundo en el lecho del cañón.
Robbie, muy seria, asintió con la cabeza.
—¿Cómo se había… caído?
—De cara. Le habían pegado varios tiros en la espalda. Yo le di la vuelta, le hice un poco de reanimación cardiopulmonar y abrió los ojos.
—¿Si lo hubieran sacado a tiempo podría haber sobrevivido?
—Las heridas eran mortales. No tenía remedio.
—Ya.
Robbie apretaba tanto un lado de la silla que los nudillos se le habían puesto blancos.
—Tenía un cuaderno en la mano. Me dijo que me lo llevara y se lo diera a usted.
—¿Cómo se lo dijo, exactamente?
—Dijo: «Es para Robbie… Mi hija… Prométame que se lo dará… Ella sabrá encontrar el… tesoro…».
—«Tesoro» —repitió Robbie, sonriendo un poco—. Es como se refería a sus fósiles. Nunca usaba la palabra «fósil», por la paranoia de que se le adelantasen en algún descubrimiento. Prefería hacerse pasar por un buscador de tesoros medio loco. Solía llevar encima un mapa del tesoro que se veía enseguida que era falso, para que la gente lo tomara por un pirado.
—Ah, pues ya sé la respuesta de una pregunta que me había hecho muchas veces… Bueno, el caso es que cogí el cuaderno. Su padre estaba… a punto de morir. Yo hice lo que pude, pero ya no tenía salvación. Lo único que le preocupaba era usted.
Robbie se enjugó una lágrima.
—Dijo: «Es para ella… Robbie… Para nadie más… La policía no, por favor… Tiene… que prometérmelo». Y luego dijo: «Dígale que la quiero».
—¿En serio que lo dijo?
—Sí.
Tom se abstuvo de añadir que Weathers no había terminado la última palabra. La muerte se le había adelantado.
—¿Y luego?
—Esas fueron sus últimas palabras. Se le paró el corazón y murió.
Robbie asintió, inclinando la cabeza.
Tom sacó el cuaderno del bolsillo y se lo dio. Ella levantó la cabeza, se secó los ojos y lo cogió.
—Gracias.
Empezó a hojearlo por las páginas en blanco del final. Al llegar a los dos signos de exclamación sonrió entre lágrimas.
—De lo que estoy segura es de que desde que encontró el dinosaurio hasta que lo asesinaron fue el hombre más feliz del mundo.
Cerró el cuaderno lentamente y miró por la ventana el paisaje soleado del sur de Texas.
—Mi madre se fue cuando yo tenía cuatro años —dijo despacio—. Claro que habiéndose casado con un tío que nos zarandeó por todo el Oeste, desde Montana hasta Texas, sin saltarse ni un estado, no es para reprochárselo… Mi padre siempre buscaba el premio gordo. Cuando me hice mayor quiso que lo acompañase. Quería que fuéramos un equipo, pero… yo me negué. No tenía ninguna gana de acampar en el desierto buscando dinosaurios. Lo único que quería era quedarme en algún sitio y tener alguna amiga que me durara más de seis meses. A mis ojos, la culpa la tenían los dinosaurios. Los odiaba.
Sacó el pañuelo para secarse otra vez los ojos y se lo dobló en el regazo.
—No veía el momento de entrar en la universidad, aunque tuve que trabajármelo, porque papá nunca tenía ni un céntimo. Al final nos peleamos. Luego, hace un año, me llamó para decirme que estaba sobre la pista del gran dinosaurio, del definitivo, y que lo buscaría para mí. Yo, que no era la primera vez que se lo oía decir, me puse hecha una fiera y le dije algunas cosas sin pensar. Ahora ya no puedo retirarlas.
El estudio se llenó de luz y de silencio vespertino.
—Cómo me gustaría que aún viviera… —añadió ella en voz baja.
Se quedó callada.
—Le había escrito algo —dijo Tom, sacando el fajo—. Las encontramos dentro de una lata enterrada en la arena cerca del fósil.
Las manos de Robbie temblaron al coger las cartas.
—Gracias.
—El Smithsonian ha organizado una ceremonia de presentación del dinosaurio en un laboratorio nuevo, construido expresamente en Nuevo México —dijo Sally—. Van a bautizar al fósil. ¿Le gustaría venir? Tom y yo iremos.
—Pues… no estoy segura.
—Se lo aconsejo. Van a ponerle su nombre.
Robbie irguió bruscamente la cabeza.
—¿Qué?
—Pues eso —dijo Sally—, que el Smithsonian quería ponerle el nombre de su padre, pero Tom los convenció de que él pensaba bautizarlo «Robbie» en honor a usted. Además, es un tiranosaurio hembra. Dicen que las hembras eran más grandes y feroces que los machos.
Robbie sonrió.
—Se lo habría puesto aunque no me gustara.
—Pero ¿le gusta o no? —preguntó Tom.
Después de un momento de silencio, Robbie sonrió.
—Sí, creo que sí.