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Jimson Weed Maddox iba por el fondo del cañón silbando «Fiebre del sábado noche». Se sentía en la gloria. El AR-15 calibre .223 ya estaba desmontado, limpio y bien escondidito en una grieta tapada con piedras.

El cañón desértico cambió dos veces de sentido. El cabrón de Weathers había intentado despistarlo por el Laberinto, usando dos veces la misma estratagema, pero a Jimson A. Maddox se le podía engañar una vez, no dos.

Entre que daba zancadas, y que tenía las piernas largas, corría que daba gusto. Tener un mapa y un GPS no lo había salvado de pasarse casi toda una semana vagando por el Laberinto, pero no había sido una pérdida de tiempo; ahora no solo conocía el Laberinto, sino que se hacía una idea bastante exacta de la zona de altiplanos que había pasado este. Y la emboscada a Weathers, con tanto tiempo para prepararla, le había salido de perlas.

Respiró el aire del cañón, algo perfumado. El paisaje no se diferenciaba demasiado del de Irak, donde había estado de sargento de artillería durante la operación Tormenta del Desierto. Era lo menos parecido a la cárcel: ahí no te agobiaba nadie, ni había maricones, hispanos o negros que turbaran la paz. Todo seco, vacío, silencioso.

Rodeó la columna de arenisca de la entrada del Laberinto. La víctima de sus disparos estaba en el suelo, como una forma oscura en el crepúsculo.

Se paró. Había huellas frescas de caballo que se acercaban al cadáver por la arena y volvían a alejarse.

Corrió hacia el muerto.

Estaba de espaldas, con los brazos extendidos y el pañuelo en la cara. Alguien había estado allí. Hasta era posible que ese alguien lo hubiera visto todo. Iba a caballo, y avisaría enseguida a la policía.

Procuró tranquilizarse. Aunque fuera a caballo, el desconocido tardaría un par de horas en llegar a Abiquiú, y como mínimo unas cuantas más en ir a buscar a la policía y volver con ella. Incluso si iban en helicóptero, tendrían que salir de Santa Fe, que estaba a ciento treinta kilómetros al sur. Disponía como mínimo de tres horas para encontrar el cuaderno, esconder el cadáver y… pies para qué os quiero.

Registró el cadáver; buscó en la mochila, dio la vuelta a los bolsillos. De pronto sus dedos se cerraron alrededor de una piedra. La sacó de un bolsillo del muerto y la examinó con la linterna. Solo podía ser una muestra, algo que Corvus había pedido con insistencia.

Ahora a por el cuaderno. Volvió a registrar el cadáver, sin fijarse ni en la sangre ni en las vísceras. Después de cachearlo por el otro lado, le dio una patada de rabia. Miró a su alrededor. El burro del muerto estaba a cien metros, cargado y dormitando.

Deshizo el nudo de diamante y bajó las albardas para soltar las cestas de lona y derramar su contenido por la arena. Cayó de todo: un aparato electrónico casero, martillos, cinceles, mapas del Servicio Geográfico Nacional, un GPS manual, una cafetera, una sartén, bolsas de comida vacías, una manea para el burro, ropa interior sucia, pilas usadas, un pergamino doblado…

Cogió el pergamino. Era un mapa muy esquemático, lleno de dibujos mal hechos de montañas, ríos y rocas, líneas de puntos y anotaciones en letra antigua española. En el centro había una equis de estilo español trazada con dos gruesas líneas de tinta.

Un mapa del tesoro, de los de toda la vida.

Qué raro que Corvus no lo hubiera mencionado…

Se lo guardó doblado en el bolsillo de la camisa y siguió buscando el cuaderno, pero aunque se puso a cuatro patas y no dejó nada sin examinar de lo que había caído al suelo, encontró todo lo necesario para un buen buscador… menos el cuaderno.

Volvió a fijarse en el aparato electrónico. Era un cacharro de fabricación casera, una caja metálica abollada con algunos interruptores y diales y una pantallita LED. Corvus no lo había mencionado, pero parecía importante. Más valía llevárselo.

Y vuelta a registrarlo todo. Al sacudir los sacos de lona, cayeron harina y judías secas. Rebuscó en las cestas por si había algún compartimiento secreto; también arrancó el forro de lana de la mochila, pero nada, el cuaderno no aparecía. Se acercó al cadáver y registró por tercera vez la ropa empapada de sangre, por si palpaba algo rectangular, pero lo único que encontró fue un lápiz sucio en el bolsillo derecho.

Se sentó en el suelo. Tenía la cabeza como un bombo. ¿Y si el cuaderno se lo había llevado el jinete? ¿Y si su aparición era algo más que una coincidencia? Tuvo una idea espeluznante: que el jinete fuera un rival; que hiciera lo mismo que él, seguir a Weathers con la esperanza de aprovecharse de su descubrimiento. Quizá hubiera encontrado el cuaderno.

Bueno, Maddox había encontrado el mapa. Y le pareció que tenía que ser tan importante o más que el cuaderno.

Miró a su alrededor: el cadáver, la sangre, el burro, las cosas desperdigadas por el suelo… Tarde o temprano llegaría la policía. Controló su pulso y su respiración con un gran esfuerzo de voluntad, usando las técnicas de meditación que había aprendido en la cárcel. Inhalando, exhalando, el martilleo de su pecho se redujo poco a poco a unos suaves latidos. Ya estaba más tranquilo. Aún tenía mucho tiempo. Extrajo la muestra de roca del bolsillo y la hizo girar a la luz de la luna. Después sacó el mapa. Con eso, y con el aparato, Corvus estaría más que satisfecho.

De momento tenía un cadáver que enterrar.

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