El Tyrannosaurus rex era muy inteligente. La proporción encéfalocuerpo era una de las más elevadas del mundo de los reptiles, extintos o actuales, y en términos absolutos su encéfalo era uno de los más grandes producidos por la evolución en animales terrestres, ya que su tamaño no andaba muy lejos del ser humano. Sin embargo, la parte encargada de razonar, la materia gris, era poco menos que inexistente. Su encéfalo era una máquina biológica de entrada y salida de estímulos que procesaba el comportamiento instintivo. Su programación era exquisita. La tiranosaurio no pensaba en lo que hacía. Se limitaba a hacerlo.
Carecía de memoria a largo plazo. La memoria era de débiles. No necesitaba reconocer a ningún depredador, evitar ningún peligro ni aprender nada. De sus necesidades, muy simples, se ocupaba el instinto. Y lo que necesitaba era carne. En grandes cantidades.
Ser un animal sin memoria es ser libre. Las dunas donde había nacido, su madre, sus hermanos, los crepúsculos de fuego de su infancia, las lluvias torrenciales que enrojecían los ríos y sometían las tierras bajas a bruscas inundaciones, las sequías que agostaban y agrietaban la tierra… De nada de ello se acordaba. Vivía la vida al momento, como una sola corriente de sensaciones y reacciones que perdía su pasado como se pierde el río en el mar.
Había visto morir a sus quince hermanos (algunos a manos de otros animales) sin sentir nada. No sabía nada. Ni siquiera se percató de que hubieran desaparecido; tan solo de que sus cuerpos, después de muertos, se convirtieron en carne. Nada mas. Tras separarse de su madre, no volvió a reconocerla.
Cazaba, mataba, comía, dormía e iba de un sitio al otro. No era consciente de tener ningún «territorio», sino que se desplazaba siguiendo el rastro de plantas aplastadas y helechos arrancados que dejaban los grandes rebaños de dinosaurios pico de pato, sin conciencia ni recuerdo de ello. Unos y otra tenían los mismos hábitos.
Las emociones humanas del amor, el odio, la compasión, la pena, el arrepentimiento o la felicidad carecían de equivalente en su cerebro. Lo único que conocía, era el dolor y el placer. Estaba programada de tal modo que cumplir las exigencias de su instinto le procuraba placer, y no cumplirlas era impensable.
No meditaba sobre el sentido de su existencia. No era consciente de existir. Era, y punto.