16

Maddox se inclinó sobre la mujer, que estaba en la cama, con la melena rubia dispersa por la almohada, como un halo. Empezó a salir de su inmovilidad, gimió… y finalmente abrió los ojos. Maddox se limitó a observar en silencio cómo la expresión de su mirada pasó de la confusión al miedo en cuanto lo recordó todo.

Levantó la pistola para que la viera.

—Ojo con intentar nada raro. Como máximo te puedes sentar. Al incorporarse, la rubia hizo una mueca. Las esposas que tenía en las muñecas y los tobillos tintinearon.

Maddox hizo un gesto que abarcó la celda.

—¿Qué te parece?

Silencio.

—Me he esforzado por que estuvieras a gusto.

No contento con cubrir la bobina de cable con un mantelito para usarla de mesa, y poner flores frescas en un tarro de mermelada, había colgado un grabado firmado y de edición limitada procedente de la cabaña. El farol de queroseno vertía su luz amarilla por la celda, que por suerte no era tan tórrida como el exterior, y eso que faltaba poco para el anochecer. El aire era puro, limpio de los vapores o los gases perniciosos de las minas.

—¿Cuándo vuelve Tom?

No hubo respuesta. La rubia miró para otro lado. Maddox se estaba empezando a cabrear.

—Mírame.

No le hizo caso.

—He dicho que me mires.

Maddox levantó la pistola.

Ella giró despacio la cabeza y lo miró con insolencia. Sus ojos verdes echaban chispas de rabia.

—¿Te gusta lo que ves?

No dijo nada. Su expresión era tan viva que a Maddox le pareció un poco desconcertante. No parecía asustada. Sin embargo, él sabía que lo estaba. Aterrorizada. Y tenía motivos.

Se levantó y alzó los brazos, dedicándole su irresistible media sonrisa.

—Fíjate bien. No estoy mal, ¿eh?

Nada, ninguna reacción.

—¿Sabes que vas a verme mucho? Empezaré enseñándote el tatuaje que tengo en la espalda. ¿Ya te imaginas qué es?

Nada.

—Tardaron dos semanas en hacérmelo: cuatro horas diarias durante catorce días. Me lo hizo un colega de la cárcel, un genio de la aguja. ¿Sabes por qué te explico esto?

Se quedó callado, pero ella no dijo nada.

—Porque si hoy estamos tú y yo juntos es por el tatuaje. Ahora escúchame: quiero el cuaderno. Lo tiene tu marido. Te soltaré cuando me lo haya dado. Así de fácil, pero para eso tengo que ponerme en contacto con él. ¿Tiene móvil? Si me das el número podrás salir en pocas horas.

Por fin le sacó unas palabras.

—Búscalo en el listín.

—Oye, tía, ¿por qué me lo pones tan difícil?

Ella no dijo nada. A ver si aún pensaba que tenía voz y voto… Pues habría que demostrarle lo contrario. Maddox la domaría como a una potranca.

—¿Ves las esposas de la pared? Por si no lo has adivinado, son para ti.

La rubia ni siquiera se volvió.

—Míralas bien.

—No.

—Levántate.

Se quedó sentada.

Maddox apuntó con cuidado al tobillo y disparó desviando un poco el cañón hacia la izquierda. La reverberación fue ensordecedora. Sally saltó como un cervatillo. La bala había perforado el colchón, haciendo salir algunos trozos del relleno.

—Mierda. He fallado.

Maddox volvió a apuntar.

—Te vas a quedar coja para toda la vida. Venga, levántate.

Ella se puso de pie, las esposas tintinearon.

—Ve a la pared donde están clavadas las esposas. Te quitarás las que llevas y te pondrás esas.

Esta vez pudo ver que los esfuerzos de la rubia por seguir poniendo cara de arrogancia no lograron evitar que se filtrara el miedo en su expresión. Le apuntó con la pistola.

—Si te da en la arteria, hasta es posible que te mueras.

Silencio.

—¿Vas a hacer lo que te pido o tendré que dispararte al pie? Es la última vez que te aviso, y hablo en serio.

La rubia comprendió que era verdad.

—No, ya lo hago —dijo con un nudo en la garganta.

Tenía los ojos empañados.

—Así me gusta. Te lo voy a explicar: las dos esposas tienen la misma llave. Empieza abriendo las de los tobillos. Luego la muñeca derecha. De la izquierda me encargo yo.

Maddox le tiró la llave. Ella se agachó a recogerla, abrió torpemente los grilletes de los tobillos y siguió las instrucciones.

—Ahora tira la llave al suelo.

Maddox se agachó a recogerla.

—Te voy a soltar la mano izquierda.

Se acercó a la mesa para dejar la pistola. Después volvió para esposar la muñeca izquierda de la rubia y comprobó que las dos esposas estuvieran bien cerradas.

Retrocedió y cogió la pistola de la mesa.

—¿Ves esto? —Se señaló el muslo—. ¿Sabes que antes me has dado?

—Lástima que no haya sido en medio y unos diez centímetros más arriba.

Maddox soltó una carcajada ronca.

—¡Anda, si estás hecha una humorista! Pues cuanto antes acabes tu actuación, menos durará todo esto. El cuaderno lo tiene tu marido, Tommy, y yo lo quiero. —Volvió a apuntarle al pie con la Glock—. Dame su número y podremos empezar.

Ella le dictó un número de móvil.

—Ahora te voy a dar un gustazo.

Maddox retrocedió un paso, sonriendo, y empezó a desabrocharse la camisa.

—Te voy a enseñar mi tatuaje.

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