25

Willer sacó un pie del coche patrulla y lo posó en el suelo del aparcamiento de tierra del monasterio, pero antes de salir encendió la sirena, más que nada para que supieran que había llegado. No sabía a qué hora se iban los monjes a dormir. Sin embargo, se olía que a la una de la mañana ya estaban todos roncando. El lugar se hallaba en la más completa oscuridad; en el exterior no había ninguna luz que lo hiciera menos lúgubre. La luna, que acababa de salir por el borde del cañón, daba al conjunto un aire siniestro.

Otro toque de sirena. Que vinieran ellos. Después de conducir una hora y media por una carretera que debía de ser la peor de todo el estado, no estaba de humor para hacerse el simpático.

—Se acaba de encender una luz.

Siguió el gesto de Hernández. De repente había un rectángulo amarillo flotando en el mar de oscuridad.

—¿Tú crees que Broadbent está aquí? ¿En serio? No hay ningún coche aparcado.

La duda que traslucía el tono de Hernández reavivó la irritación de Willer, que sacó un cigarrillo de su bolsillo, se lo puso en la boca y lo encendió.

—Sabemos que Broadbent ha estado en la nacional 84 conduciendo el Dodge robado. No ha pasado por ningún control de carretera, y en Ghost Ranch tampoco está. ¿Entonces?

—Esto está lleno de pistas forestales que se desvían de la carretera por los dos lados.

—Bueno, pero a la región de las mesas solo se llega por una carretera, que es esta. Si no está aquí tendremos que interrogar al monje.

Dio una calada y sacó el humo. Una linterna bajaba por el camino. Se acercaba un encapuchado con la cara a oscuras. Willer permaneció de pie, con una bota en el suelo y la otra en el coche, que tenía la puerta abierta.

El monje se acercó con la mano tendida.

—Soy el hermano Henry, el abad de Cristo en el Desierto.

Era un hombre bajito, de movimientos nerviosos, ojos brillantes y una perilla recortada. Willer le dio la mano, desconcertado por la amistosa y confiada acogida.

—Teniente Willer, de la policía de Santa Fe, homicidios —dijo, sacando la placa—. Vengo con el sargento Hernández.

—Muy bien, muy bien. —El monje examinó la placa con la linterna y se la devolvió—. ¿Le importaría apagar las luces, teniente? Los hermanos están durmiendo.

—Ah… Claro, claro.

Hernández entró en el coche para apagarlas.

Hablar con un monje incomodaba a Willer, que se sentía a la defensiva. Quizá el poner la sirena no había sido una buena idea.

—Estamos buscando a un hombre que se llama Thomas Broadbent —dijo—. Parece que es amigo de uno de los monjes, Wyman Ford, y tenemos razones para sospechar que está aquí o en esta carretera.

—No conozco a ningún Broadbent —dijo el abad—. Y el hermano Wyman no está.

—¿Dónde está?

—Se fue hace tres días para un retiro espiritual en el desierto.

«¿Espiritual? ¡Tu padre!», pensó Willer.

—Y ¿cuándo volverá?

—En principio tenía que volver ayer.

—Ah, ¿sí?

Willer miró atentamente la cara del abad. Era el colmo de la sinceridad. No había duda de que decía la verdad.

—Entonces, ¿usted no conoce a Broadbent? Pues me consta que ha estado un par de veces en el monasterio. Es alto, rubio y tiene una camioneta Chevrolet del cincuenta y siete.

—¡Ah, el de la camioneta espectacular! Ya sé quién es. Que yo sepa, ha venido dos veces. La última debió de ser hace casi una semana.

—Según mis datos, subió hace cuatro días, el día antes de que el otro monje, Ford, se fuera de «retiro espiritual» al desierto.

—Podría ser —dijo comedidamente el abad.

Willer sacó su libreta para incorporar una rúbrica y una anotación.

—Teniente, ¿puedo preguntarle qué es lo que pasa? —inquirió el abad—. No estamos acostumbrados a que nos visite la policía en plena noche.

Willer cerró la libreta de golpe.

—Tengo una orden judicial para arrestar a Broadbent.

La mirada fija del abad tuvo efectos inesperadamente turbadores.

—¿Una orden de arresto?

—Exacto.

—¿De qué está acusado, si se puede saber?

—Con todos mis respetos, padre, en estos momentos no se lo puedo decir.

Unos instantes de silencio.

—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? —preguntó Willer.

—Sí, por supuesto. En principio dentro del monasterio rige el voto de silencio, pero tenemos permitido hablar en la Sala de Debates. ¿Me acompañan?

—Usted primero —dijo Willer, mirando a Hernández.

Siguieron al monje. Después de varias curvas, el camino llegaba a una pequeña construcción de adobe situada tras la iglesia. El abad se quedó delante de la puerta, mirando inquisitivamente a Willer, que sostuvo su mirada.

—Perdone, teniente, el cigarrillo…

—Ah, ya.

Willer lo tiró al suelo y lo pisó con el tacón; percibió la mirada de reproche del monje y experimentó la molesta sensación de que ya le habían ganado en algo. El monje se volvió. Entraron tras él. El pequeño edificio consistía en dos habitaciones encaladas, muy austeras. En la mayor había bancos junto a las paredes y un crucifijo al fondo. En la otra lo único que había era una mesa de madera rústica, una lámpara, un ordenador portátil y una impresora.

El monje encendió la luz y se sentaron en los bancos de madera. Willer movió el culo para intentar ponerse cómodo. Luego sacó la libreta y el bolígrafo. Pensar en la desaparición de Ford y de Broadbent, y en el tiempo que había perdido yendo en coche hasta el monasterio, le estaba cabreando de lo lindo. ¿Por qué coño los monjes no tenían teléfono?

—Mire, tengo que decirle que existen razones para sospechar que Wyman Ford puede estar implicado.

El abad se había quitado la capucha. Sus cejas se arquearon de sorpresa.

—¿Implicado en qué?

—Aún no estamos seguros. En un asunto relacionado con el asesinato de una persona en el Laberinto la semana pasada. Es muy posible de que se trate de algo ilegal.

—Me resisto a creer que el hermano Wyman pueda estar implicado no ya en algo ilegal, sino en un asesinato. Es una excelente persona.

—¿Últimamente Ford ha ido mucho por las mesas?

—No más de lo habitual.

—Pero ¿pasa mucho tiempo en ellas?

—Siempre lo ha hecho desde que llegó hace tres años.

—¿Está al corriente de que trabajó en la CIA?

—Mire, teniente, yo estoy «al corriente» de muchas cosas, pero mis conocimientos se detienen ahí. En este monasterio no preguntamos por el pasado de nuestros hermanos, más allá de lo que haya que tratar en el confesionario.

—¿Últimamente ha observado alguna diferencia en el comportamiento de Ford? ¿Algún cambio de rutina?

El abad vaciló.

—Ha trabajado mucho en el ordenador; creo que en algo de números, pero ya le digo que estoy segurísimo de que no puede estar implicado en nada…

Willer lo interrumpió.

—¿En ese ordenador?

Señaló con la cabeza la otra sala.

—Es el único que tenemos.

Willer hizo algunas anotaciones.

—El hermano Ford es un religioso, y le aseguro que…

Willer cortó al abad con un gesto de impaciencia.

—¿Sabe adónde se ha ido Ford de «retiro espiritual»?

—No.

—Y ¿dice que ya tendría que haber vuelto?

—Estará al caer. Había prometido volver ayer, y suele cumplir sus promesas.

Willer dijo un taco para sus adentros.

—¿Algo más?

—De momento no.

—En ese caso me gustaría retirarme. Nos levantamos a las cuatro.

—Bien.

El monje se fue.

Willer le hizo una señal con la cabeza a Hernández.

—¿Salimos a respirar?

Una vez fuera encendió otro cigarrillo.

—¿Qué te parece? —preguntó Hernández.

—Que todo esto apesta. Al monje, Ford, pienso interrogarlo aunque sea lo último que haga. «Retiro espiritual»… ¡Anda ya! —Willer miró su reloj. Casi las dos. La sensación de futilidad y pérdida de tiempo era cada vez mayor—. Baja al coche y llama a Santa Fe para que envíen un helicóptero. Ah, y aprovecha para pedir una orden judicial para la confiscación del ordenador portátil.

—¿Un helicóptero?

—Sí, lo quiero para mañana a primera hora. Saldremos a buscar a esos hijos de puta. Es terreno federal, o sea que asegúrate de que la policía de Santa Fe pone al corriente a la Dirección de Gestión del Territorio y a todos los que puedan dar la tabarra con que no los han avisado.

—Bien pensado, teniente.

Willer vio moverse la linterna de Hernández por el camino que bajaba al aparcamiento. Poco después el coche patrulla rompió su silencio. Willer oyó crepitar la radio entre ráfagas de estática. También oyó una conversación incomprensible que duró bastante. Cuando Hernández volvió a reunirse con él en la puerta, Willer había terminado el cigarrillo y tenía otro encendido.

Hernández se detuvo. Su tronco fornido subía y bajaba a causa del esfuerzo de la caminata.

—¿Qué?

—Acaban de cerrar el espacio aéreo entre Española y la frontera con Colorado.

—¿«Acaban»? ¿Quiénes?

—La dirección aeroportuaria. Nadie sabe por qué. La orden viene de arriba. No permiten ningún vuelo, ni comercial ni privado.

—¿Hasta cuándo?

—Indefinidamente.

—Genial. ¿Y la orden judicial?

—Mala pata. Han despertado al juez y se ha cabreado. Es católico; para confiscar el ordenador portátil de un monasterio quiere mucha más causa razonable.

—¡Yo también soy católico! ¿Qué coño tiene que ver?

Willer aspiró furiosamente el poco humo que le quedaba al cigarrillo. Lo tiró, lo pisó con el tacón y lo aplastó con denuedo hasta que solo quedaron hilachas de filtro. Acto seguido, señaló con la cabeza la masa oscura de cañones y riscos que se elevaba tras el monasterio.

—Allá arriba, en las mesas, pasa algo gordo, y no tenemos ni pajolera idea de qué es.

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