9

A Sally le dolían las piernas de estar de pie en la misma postura, sin poder moverse, con los tobillos y las muñecas irritadas por el acero frío. La corriente de aire gélido que soplaba desde el fondo de la mina la estaba calando hasta los huesos. La luz tenue e inestable del farol de queroseno se eclipsaba a ratos, provocando en ella un miedo irracional a que se apagase. Pero lo peor era el silencio, solo interrumpido por el goteo monótono del agua. Sally no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, ni de si era de noche o de día.

De repente se puso tensa. Acababa de oír que abrían la reja metálica de la boca de la mina. Era él, que entraba. Oyó el ruido de la reja volviendo a su sitio, seguido por el del candado de la cadena. Luego oyó sus pasos, cada vez más próximos. Segundos después de que la luz de una linterna parpadeara en los barrotes, apareció él, quitó las barras del marco de la puerta con una llave de tubo y las tiró al suelo. Acto seguido se guardó la linterna en el bolsillo de atrás y penetró en la pequeña celda de piedra.

Sally, colgada de las cadenas, con los ojos entornados, gimió suavemente.

—Hola, Sally.

Otro gemido. Por la rendija de sus párpados vio que estaba desabrochándose la camisa con una sonrisa de oreja a oreja.

—Ánimo —dijo él—. Ahora nos divertiremos.

Sally le oyó tirar la camisa al suelo. Después reconoció el tintineo del cinturón.

—No… —gimió sin fuerzas.

—Sí. Claro que sí. Se acabó el esperar, nena. Es ahora o nunca.

Oyó el resbalar de los pantalones por las piernas. A continuación otro ruido de tela, el de los calzoncillos al caer.

Levantó la cabeza, exánime y con los párpados casi cerrados. Lo tenía delante, desnudo, priápico, con una llavecita en una mano y una pistola en la otra. Volvió a gemir con la cabeza contra el pecho.

—No, por favor…

Su cuerpo se derrumbó, exánime, flojo, completamente indefenso.

, por favor, eso es lo que quieres decir.

Se acercó para cogerle la muñeca izquierda e introducir la llave en las esposas, a la vez que aproximaba la cara a su cabeza para rozarle el pelo con la nariz. Sally oía su respiración. Él le rozó el cuello con los labios, rascándole la mejilla con el mentón sin afeitar. Sally sabía que estaba a punto de soltarle la mano derecha. Después se apartaría y le ordenaría que abriera el resto. Era su método.

Esperó sin tensar un solo músculo, hasta que oyó el clic de la llave girando dentro de la cerradura y notó que la pulsera de acero se separaba de su muñeca. Entonces, con todas las fuerzas que le quedaban, lanzó la mano izquierda en dirección a la pistola. El movimiento, ensayado mil veces mentalmente, lo pilló desprevenido. La pistola salió volando. Sin perder un segundo, Sally movió el brazo en sentido contrario y le arañó la cara con las uñas —afiladas en la piedra durante una hora—, no le alcanzó en los ojos pero se las clavó profundamente en la carne.

Él retrocedió con un grito inarticulado, se protegió la cara con las manos y la linterna chocó contra el suelo de la mina.

La mano de Sally encontró enseguida las esposas abiertas. ¡Aleluya! La llave aún estaba dentro, medio girada. La sacó y se soltó el pie justo a tiempo para darle una patada en la barriga cuando él se levantaba. Acto seguido se soltó el otro pie y la mano derecha.

¡¡Libre!!

Él estaba de rodillas, tosiendo, su brazo extendido aferraba ya la pistola caída.

Con otro movimiento ensayado mentalmente infinidad de veces durante las últimas horas, Sally dio un salto hacia la mesa, cogió con una mano la caja de cerillas y con la otra tiró al suelo el farol de queroseno, que al romperse dejó la cueva a oscuras. Al segundo siguiente se echó al suelo, justo cuando él disparaba en su dirección. La detonación reverberó con fuerza en las paredes de la celda.

Tras el disparo, un grito de rabia:

—¡Zorra!

Sally se puso en cuclillas y cruzó la oscuridad en dirección a donde recordaba que se hallaba la puerta. Sabía que no podría salir de la mina por el túnel exterior porque le había oído a él cerrarlo. Su única esperanza era adentrarse en la mina y buscar otra salida, o un escondrijo.

—¡Te mataré!

Al grito gutural siguió un disparo a ciegas. El fogonazo del cañón grabó en la retina de Sally la imagen de un hombre desnudo con una pistola en la mano, un hombre que se retorcía como un loco furioso, con el cuerpo convulso, envuelto en el grotesco tatuaje de un tiranosaurio.

El fogonazo le había permitido ver el camino a la puerta. La cruzó sin ver nada y se arrastró a tientas por el túnel lo más deprisa que se atrevió. Al cabo de un momento se arriesgó a encender una cerilla. Tenía delante la bifurcación. Tiró rápidamente la cerilla al suelo y se metió por el otro ramal, rezando por que la llevara a algún lugar seguro en las profundidades de la mina.

Tiranosaurio
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