Todo acabó una tarde de junio como cualquier otra. El calor cubría el bosque como una manta, las hojas pendían flácidas y al oeste se acumulaban nubes de tormenta.

La hembra iba de caza por el bosque.

No se fijó en que el sur del cielo se había iluminado de golpe. La luz brotó en silencio al otro lado de las copas de los árboles, subiendo por la bóveda azul celeste.

El bosque guardó un silencio vigilante.

Seis minutos después, el suelo sufrió una fuerte sacudida. La hembra se agachó para no perder el equilibrio. El temblor no duró ni treinta segundos. Siguió cazando.

A los ocho minutos el suelo volvió a temblar. Esta vez fueron como olas. Vio entonces el resplandor amarillo que seguía ascendiendo por el sur del horizonte, un resplandor inusual que hacía que las araucarias tuvieran dos sombras. El bosque se iluminó. Sintió en sus flancos un calor radiante que venía del sur. Hizo una pausa en su caza. Estaba vigilante, pero todavía no inquieta.

Al cumplirse doce minutos, oyó un silbido, como si se acercara un fuerte viento. El silbido se convirtió en rugido. De repente se doblaron los árboles y todo el bosque se llenó de un ruido seco de troncos rompiéndose, explotando. Algo la empujaba, algo que no era ni viento, ni ruido, ni presión, sino una mezcla de las tres cosas. La empujaba con tal fuerza que acabó arrojándola al suelo, donde sufrió el azote de un sinfín de plantas, ramas y troncos llevados por el viento.

Tras unos instantes de dolor y aturdimiento, su instinto se despertó de golpe y le ordenó levantarse y luchar. Rodó sobre sí misma y se quedó agazapada, resistiendo enfurecida la tormenta, mordiendo y rugiendo al huracán vegetal que la atacaba.

Poco a poco amainó la tempestad, dejando a su paso un bosque destrozado. Un nuevo ruido brotó en el silencio, un zumbido misterioso que parecía un canto. Un rayo resplandeciente surcó el cielo varias veces, y otro, y otro, explotando en el paisaje desolado hasta convertirse en una lluvia de fuego. Todo eran gritos de animales, voces confusas y aterrorizadas que formaban un coro aterrado. Mientras la lluvia crecía en intensidad, diversas manadas de animales pequeños cruzaron los escombros en todas las direcciones.

Una manada de coelophysis cometió la imprudencia de pasar corriendo por delante de la hembra, que hundió en ella su enorme cabeza y a base de mordiscos dejó sembrado el suelo de extremidades, cuerpos y colas que se retorcían. Devoró los trozos a su antojo. De vez en cuando lanzaba dentelladas al cielo, molesta por la lluvia de fuego, que poco a poco perdió fuerza y derivó en una lenta llovizna de trozos de piedra. Terminado el festín, descansó. No vio que había desaparecido el sol, ni que el color del cielo estaba virando del amarillo al naranja, y de este a un rojo sangre que se oscurecía por momentos, emanando calor sin origen concreto. Incluso el aire se estaba calentando hasta extremos desconocidos por ella.

No solo el calor, también el dolor de las heridas de la espalda hicieron que la hembra saliera de su inmovilidad y se levantara para ir a la ciénaga de los apreses, a su revolcadero habitual. Al llegar, se agachó y rodó por el fango frío y negro hasta quedar cubierta enteramente por él.

Poco a poco oscureció. Su mente se relajó. Todo iba bien.

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