23
Tom estaba estupefacto. La que gritaba era Sally. Pegó la boca a la grieta.
—¡Sally!
Una respiración entrecortada.
—¿Tom?
—¡Sally! ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—¡Dios mío, Tom! ¡Eres tú! —Casi no podía hablar—. Me he quedado atascada y me está disparando.
Otro sollozo.
—Tranquila, Sally, que ya estoy aquí.
Tom enfocó la linterna hacia abajo y se llevó el susto de ver la cara de Sally en la grieta, a poco más de medio metro.
Otro disparo. Oyó el silbido de una bala que rebotó un poco más abajo, por las rocas.
—Está disparando por la grieta, pero no me ve. Tom, no puedo moverme…
—Te voy a sacar de aquí.
Tom movió la linterna por todas partes. La roca ya estaba partida. Solo había que acabar de romperla y sacar los trozos. Iluminó el túnel en busca de alguna herramienta. En una esquina había un montón de cajas y cuerdas medio podridas.
—Vuelvo ahora mismo.
Otro disparo.
Fue corriendo hacia el montón, descartó una cuerda podrida y buscó en un amasijo de sacos de lona que se caían de viejos. Debajo había un trozo roto de cincel. Lo cogió y volvió corriendo.
—¡Tom!
—Ya estoy aquí. Voy a sacarte.
Otro disparo. Sally chilló.
—¡Me ha dado! ¡Me ha dado!
—¡Dios mío! ¿Dónde?
—En la pierna. ¡Sácame, por favor!
—Cierra los ojos.
Tom metió la cuña de acero en la rendija, cogió una roca suelta y la usó de martillo. La roca, que ya estaba fracturada, empezó a soltarse. Tom se arrodilló y extrajo los trozos con las manos. La roca estaba podrida. Después de desprender el primer trozo todo fue mucho más rápido. No dejó de hablar con Sally en ningún momento, para repetirle todas las veces que hiciera falta que no pasaba nada y que enseguida estaría fuera.
Otro disparo.
—¡Tom!
—¡Zorra! En cuanto tenga cargada la pistola, date por muerta.
Tom sacó un trozo de piedra con los dedos, lo tiró al suelo, sacó otro y otro, como un poseso, cortándose las manos con los cantos afilados.
—¿Dónde te ha dado, Sally?
—En la pierna, pero me parece que no es nada. ¡Sigue!
Otro disparo. Tom aporreó la roca. Le clavó el cincel varias veces, sacando más piedras y ensanchando el boquete. Ya veía la cara de Sally.
La roca se desprendía con facilidad.
¡Crac! Sally dio un respingo.
—¡No pares, por favor!
Se le rompió la punta de la herramienta, maldijo y la giró para usar el otro lado.
—¡Ya es bastante grande! —exclamó Sally.
Tom metió el brazo por el agujero, cogió la mano de su mujer y estiró mientras ella empujaba. La piedra recortada arrancó más botones de su camisa, pero la grieta aún no era lo bastante ancha. Se quedó atascada por las caderas.
—¡Date por muerta!
Tom clavó la cuña en la roca e hizo saltar un trozo de cuarzo quebradizo. Observó, con la mayor indiferencia, que había encontrado una veta de oro que por alguna razón se les había pasado por alto a los mineros. Arrojó la piedra al suelo para sacar otra.
—¡Ahora!
Cogió a Sally por las axilas y la sacó del agujero. Abajo se oyó otro disparo.
Sally se quedó tumbada en el suelo, sucia, mojada y con la ropa hecha jirones.
—¿Dónde te ha dado?
Tom palpó su cuerpo como un loco.
—En la pierna.
Se desgarró la camisa, y al limpiarle la sangre vio una serie de cortes superficiales en la pantorrilla. Cogió unos trozos de piedra que habían saltado.
—Tranquila, Sally, no pasa nada.
—Sí, ya me lo parecía.
—¡Zorraaa!
Fue un grito histérico, desequilibrado.
Dos disparos más. Una bala perdida rebotó en la grieta y se incrustó en el techo.
—Hay que tapar el agujero —dijo Sally.
Pero Tom ya había empezado a tirar piedras dentro. Una vez que estaban en la grieta las hundían a golpes. Rellenaron la brecha en cinco minutos.
De pronto Sally sintió en torno a su cuerpo el fuerte abrazo de Tom.
—¡Tenía miedo de no volver a verte! —dijo, sollozando—. Me parece increíble. Aún no acabo de creer que me hayas encontrado.
Tom volvió a abrazarla. Él tampoco se lo creía. Oyó que el corazón de Sally latía muy deprisa.
—Vámonos.
La ayudó a levantarse. Regresaron corriendo hacia la boca de los túneles, mientras Tom sacudía la linterna de vez en cuando para que no se apagara. Cinco minutos después de haber subido por el pozo, estaban fuera de la caseta.
—El saldrá por la otra —dijo Sally.
Tom asintió.
—Vamos por el camino largo.
En vez de ir por el otro lado de la cresta, penetraron en la oscuridad de la arboleda del fondo del barranco y pararon un poco para respirar.
—¿Y la pierna? ¿Caminas bien?
—Es soportable. ¿Lo que llevas en el cinturón es una pistola?
—Sí, una del veintidós que solo tiene una bala.
Tom se volvió para observar la ladera plateada, aguantando a Sally con el brazo.
—Tengo la camioneta en la entrada.
—Se nos habrá adelantado —dijo Sally.
Bajaron por el barranco. Entre las altas copas de los pinos reinaba la penumbra. La alfombra de pinaza que pisaban era blanda, y crujía tan poco que el canto de la brisa nocturna en los árboles silenciaba sus pasos. De vez en cuando Tom se paraba a escuchar, por si les seguía, pero todo estaba en silencio.
Diez minutos después el terreno empezó a nivelarse y dio paso al cauce seco y ancho de un arroyo. Las luces de la cabaña ya habían aparecido un poco más abajo. Todo parecía tranquilo, pero el Range Rover del secuestrador ya no estaba.
Bordearon el pueblo abandonado, aunque no se veía ni un alma.
—¿Tú crees que le habrá entrado el pánico y se habrá ido? —preguntó Sally.
—Lo dudo.
Caminaron deprisa entre los árboles, paralelamente a la pista de tierra para no acercarse demasiado a la cabaña. Faltaban menos de cuatrocientos metros para llegar a la camioneta. Tom oyó algo que lo asustó y le hizo pararse. Lo oyó otra vez. Era el ulular de un búho. Apretó la mano de Sally y continuaron. Al cabo de unos minutos, Tom divisó la silueta de la valla entre los árboles.
Juntó las manos para que Sally subiera.
Sally se aferró a la tela metálica. Tom la levantó, y con la sacudida la valla hizo ruido. Sally llegó enseguida al otro lado. Él la siguió. Corrieron pegados a la valla, hasta que Tom vio el reflejo de la luna en su camioneta robada, que seguía donde la había aparcado, al lado de la verja cerrada con candado. La diferencia era que ahora la verja estaba abierta.
—¿Dónde narices está? —susurró Sally.
—No salgas de la oscuridad —le susurró Tom, apretándole el hombro—. Agacha la cabeza y sube a la camioneta lo más deprisa que puedas, yo arrancaré y saldré pitando.
Sally asintió y rodeó el vehículo con gran sigilo hasta la puerta derecha, manteniendo la cabeza por debajo del nivel del techo. Tom abrió un poco la puerta y se puso al volante. No tardaron ni un minuto en estar los dos a bordo. Tom sacó las llaves, agachando la cabeza por debajo del borde de la ventanilla, y las metió en el contacto. Luego pisó a fondo el embrague y se volvió hacia Sally.
—Agárrate.
El motor rugió. Tom puso marcha atrás y aceleró de golpe al tiempo que giraba el volante. Justo en ese momento se encendieron unos faros en un espacio para maniobrar que había al principio del bosque y se oyó el impacto de varios proyectiles de gran calibre en una superficie de acero. El interior del camión se inundó de trozos de cristal y plástico.
—¡Agáchate!
Tom se echó hacia un lado, metió la primera y pisó a fondo el acelerador, con el resultado de que el camión salió a la pista dando bandazos bajo una lluvia de grava. Entonces metió la segunda marcha y, justo cuando aceleraba, oyó más balazos en el camión. Las ruedas giraban solas. La parte trasera dio bandazos. Tom levantó la cabeza, pero no vio nada. El parabrisas era una trama de cristales rotos. Lo rompió de un puñetazo, haciendo un agujero bastante grande para tener un poco de visibilidad, y siguió acelerando.
—¡No te levantes! —dijo, mientras avanzaban coleando por la pista de tierra.
Al llegar al otro lado de la primera curva, los disparos se interrumpieron un momento, pero el ruido de un motor le dijo a Tom que los perseguían. Justo después, el Range Rover derrapó por la curva y les dio caza con la luz de sus faros.
¡Bang! ¡Bang! Los disparos dieron en el techo de la cabina, provocando una lluvia de plástico roto de la lámpara sobre la cabeza de Tom. El camión iba ya muy deprisa y Tom empezó a hacer eses con el volante para no ofrecer un blanco fijo. De repente el vehículo dio un bandazo, y supo por la vibración que habían recibido como mínimo un balazo en los neumáticos traseros.
—¡Gasolina! —gritó Sally—. ¡Huelo a gasolina!
El depósito estaba agujereado.
Otro disparo, seguido por un sordo fogonazo. Tom notó el calor poco antes de ver la luz de las llamas.
—¡Nos quemamos! —chilló Sally, con la mano en el tirador de la puerta—. ¡Salta!
—¡No, aún no!
Otra curva. El tirador les dio un respiro. Viendo que la pista bordeaba el precipicio, Tom pisó a fondo el acelerador para llegar lo antes posible.
—Voy a tirarlo por el precipicio, Sally. Cuando diga «¡fuera!», salta. Apártate rodando de las ruedas y corre. Ve cuesta abajo, hacia las mesas. ¿Podrás?
—¡Tranquilo!
Ya estaban cerca del precipicio. Tom aceleró de sopetón y abrió la puerta a medias sin levantar el pie del acelerador.
—¡Prepárate!
Décimas de segundo.
—¡Fuera!
Se tiró del camión, chocó con el suelo y rodó hasta que pudo levantarse y empezar a correr. Vio la forma oscura de Sally al otro lado, levantándose en el mismo momento en que el camión en llamas desaparecía por el precipicio con el motor chillando como un águila en picado. Después se oyó un rugido sordo, y un brusco resplandor anaranjado que subía del fondo.
El Range Rover frenó justo a tiempo y derrapó hasta el borde. La puerta se abrió. Tom entrevió a un hombre con el torso desnudo que saltaba del vehículo con una pistola en una mano, una linterna en la otra y un rifle en el hombro. Corrió hacia la cuesta empinada que había justo detrás del precipicio, pero el hombre del Range Rover ya había visto a Sally y la perseguía con la pistola en alto.
—¡Eh, hijo de puta! —exclamó Tom mientras iba a su encuentro con la esperanza de distraerlo.
Sin embargo, el hombre seguía ganándole terreno a Sally, que cojeaba por culpa de la herida. Quince metros, doce… En cualquier momento estaría lo bastante cerca para pegarle un tiro.
Tom sacó su pistola del veintidós.
—¡Eh, cabrón!
El hombre tocó serenamente el suelo con una rodilla y se descolgó el rifle. Tom paró y adoptó una posición de tiro para apuntar con su pistola. Darle seguro que no le daba, pero quizá lo distrajera con el disparo. Valía la pena gastar la última bala. Era la única oportunidad de Sally.
El hombre se apoyó el rifle en la mejilla y apuntó. Tom disparó. Su adversario se tiró instintivamente al suelo.
Tom corrió hacia él blandiendo el revólver como un loco.
—¡Te voy a matar!
El hombre se levantó y volvió a apuntar, pero esta vez a Tom.
—¡Voy a por ti! —exclamó Tom sin dejar de correr.
El hombre apretó el gatillo en el mismo instante en que Tom se tiró al suelo y rodó en sentido lateral.
El hombre se volvió para mirar a Sally, pero ya no estaba. Se colgó el rifle en el hombro, desenfundó su pistola y corrió hacia Tom.
Tom se levantó y corrió cuesta abajo con todas sus fuerzas, saltando sobre rocas y árboles caídos, satisfecho de que lo persiguieran a él. La luz de la linterna del hombre bailaba sin parar encima de su cabeza, haciendo parpadear las ramas bajas de los árboles. Oyó el doble «clac-clac» de una pistola, seguido por el impacto de una bala en uno de los árboles de su derecha. Se tiró al suelo, rodó unos metros, se volvió a levantar y saltó cuesta abajo en diagonal. Tenía a su perseguidor a unos treinta metros.
La luz de la linterna se le adelantó. Dos tiros más, uno en un árbol de la izquierda y el otro en uno de la derecha. Tom saltaba y corría en zigzag, esquivando los árboles. La cuesta cada vez era más abrupta, y el bosque más denso. No solo no ganaba terreno, sino que lo perdía. Tenía que hacer lo posible por alejar al asesino de Sally.
Corrió adrede un poco más despacio y giró a la izquierda, en dirección contraria a Sally. Sintió muy cerca el zumbido de diversas balas que dejaron maltrecho el tronco de uno de los árboles de la derecha.
Siguió corriendo.