Llegó el día en que dos machos de tiranosaurio se enzarzaron por ella en un combate ritualizado. Los veía dar vueltas el uno en torno al otro entre rugidos, amagos y gritos que hacían temblar el bosque. De repente ambos se lanzaron al ataque y, tras un choque de cabezas, se apartaron, arrancando árboles y provocando convulsiones en la tierra misma, tal era la furia de su deseo. La hembra escuchaba sus rugidos con los flancos erizados y un calor en el bajo abdomen. Cuando el macho ganador la montó entre alaridos de victoria, ella se dejó hacer, mientras sus sinapsis hacían un esfuerzo sostenido y siempre al borde del naufragio por suprimir el impulso de abrir a su pretendiente en canal desde el cuello hasta la barriga.
Todo acabó, y con ello el recuerdo.
Para poner sus huevos viajaba hacia el oeste, a una cadena de colinas arenosas situada a la sombra de las montañas, donde excavaba y compactaba un nido en la arena. Después de la puesta cubría su nidada con vegetación húmeda y en proceso de descomposición, cuya fermentación generaba calor. Comprobaba su temperatura con el morro, y movía los huevos a menudo. Casi nunca se alejaba del nido. Era tal su vigilancia, que hasta se olvidaba de comer. Protegía a su prole con violencia, y la criaba con dulzura. Era mayor que los machos de su especie, a fin de que sus crías estuvieran a salvo de la ciega avidez de carne de estos últimos. Lo que sentía al hacer estas cosas no se ajustaba a la definición de «amor». Era una máquina biológica que ejecutaba un programa de gran complejidad cuyo objetivo era perpetuar copias de sí misma y asegurarse de que las masas de carne que materializaban dichas copias sobrevivieran a su vez, y procrearan. En ella, la propia sensación de «cuidar» era neurológicamente imposible.
Cuando sus pequeños alcanzaban determinado tamaño, empezaban a cazar en grupo y ampliaban su territorio a medida que sus necesidades alimenticias crecían. Entonces los abandonaba y migraba de nuevo hacia sus antiguos dominios. La existencia de sus crías ya no formaba parte de su conciencia.
Con ella al acecho, el miedo corría por la selva como un gas venenoso. Sus zancadas de cinco metros eran silenciosas. El suelo no solo no temblaba, sino que ni siquiera se movía. Caminaba de puntillas, ágil y silenciosamente, mezclando sus colores con los de la selva.
Conocía el miedo, y conocía la saciedad. Conocía el chorro de sangre que amenazaba con atragantarla. Conocía la luz, y conocía la oscuridad. Conocía el sueño y la vigilia.
El programa biológico seguía su curso, imparable.