8

El helicóptero en el que viajaba el equipo forense tuvo que aterrizar casi a un kilómetro. El equipo no tuvo más remedio que subir a pie, por el fondo del cañón, cargado con el instrumental. Llegaron de un humor de perros, pero Calhoun, el jefe, que era un chistoso, calmó los ánimos a base de bromas, anécdotas, palmadas en la espalda y la promesa de cervezas frescas cuando hubieran terminado.

Calhoun se lo planteó como una prospección arqueológica: organización del terreno en cuadrícula, excavación por capas y documentación fotográfica de cada paso. Todos sus hombres cribaron la arena con un cedazo de un milímetro, y después la pasaron por un tanque de flotación para recuperar hasta el último pelo, hilo u objeto; un trabajo durísimo, en el que llevaban desde las ocho de la mañana. Ahora eran las tres, y la temperatura debía de rondar los treinta y ocho grados. El zumbido de las moscas, que habían llegado en masa, llenaba el espacio. Willer pensó que faltaba poco para el «vuelco», el momento en que se meten dentro de una bolsa los cadáveres en estado de putrefacción, lo ideal es que no se deshagan como un pollo demasiado hecho. En cinco días, con el calor del verano, a los cadáveres les pasan muchas cosas. Feininger, la patóloga de la policía, supervisó la operación de cerca. Parecía la única que no perdía la sangre fría ni la elegancia a pesar del calor. Tenía el pelo gris recogido con un pañuelo, y en su cara, con arrugas pero hermosa, no se veía ni tan siquiera una gota de sudor.

—Vosotros tres a la derecha, por favor —dijo, haciendo señas a los de la policía científica—. Ya sabéis lo que hay que hacer: deslizáis las manos por debajo, y cuando estéis seguros de tenerlo bien cogido lo hacéis rodar a la de tres y lo ponéis suavemente sobre la bolsa de plástico. ¿Todos lleváis la protección? ¿Habéis comprobado que no esté rota ni agujereada? —Miró a su alrededor. Su tono era irónico. Hasta era posible que se divirtiera un poco—. ¿Preparados? Este no es de los fáciles. Venga, vamos a hacerlo como Dios manda. A la de tres.

Gruñidos de los hombres poniéndose en su sitio. Hacía tiempo que Feininger había prohibido fumar a sus subordinados. En vez de cigarrillo, todos tenían Vicks VapoRub debajo de la nariz.

—¿Listos? Uno… dos… tres… ¡A rodar!

Los tres hombres empujaron el cadáver hacia la bolsa abierta con un solo movimiento de absoluta precisión. Willer vio que les había salido bien, no se había desprendido nada durante la operación.

—Muy bien, chicos.

Uno de los del equipo cerró la cremallera. Previamente habían colocado la bolsa sobre una camilla. Ahora solo tenían que levantarla y llevársela al helicóptero.

—La cabeza del animal ponedla en aquella —les indicó Feininger.

Obedientes, metieron la cabeza del burro en una bolsa de pruebas húmedas y cerraron la cremallera. Menos mal, pensó Willer, que habían accedido a dejar casi todo el burro, y se habían conformado con la cabeza. El animal tenía en la frente un agujero de bala de diez milímetros, fruto de un disparo a bocajarro. El proyectil había aparecido incrustado en la arenisca blanda de la pared del cañón. También habían descubierto el equipo del buscador muerto. Lo único que les faltaba era algún dato sobre su identidad, pero bueno, todo a su tiempo.

Por pruebas no quedaría.

Miró su reloj. Las tres y media. Se secó el sudor de encima de los ojos y sacó de la nevera una lata de Coca-Cola muy fría para deslizaría por la frente, las mejillas y la nuca.

Llegó Hernández con otra Coca-Cola.

—¿Tú crees que el asesino había previsto que encontraríamos el cadáver?

—Hombre, está claro que se esmeró mucho en esconderlo. ¿A cuánto estamos, a tres kilómetros del lugar del crimen? Tuvo que atarlo al burro, subirlo hasta aquí y hacer un agujero bastante grande para que cupieran el burro, el hombre y toda esta porquería. No, no creo que lo tuviera previsto.

—¿Alguna teoría, teniente?

—El asesino buscaba algo que llevaba encima el muerto.

—¿Por qué lo dices?

—Fíjate en los trastos. —Willer señaló la lona de plástico sobre la que habían sido depositados todos los instrumentos y víveres del buscador. Uno de los miembros de la policía científica se dedicaba a recoger las pruebas una a una, envolverlas con papel de pH neutro, ponerles una etiqueta y guardarlas en cajas de plástico especiales para pruebas—. ¿Ves que el forro de borrego de las alforjas está arrancado? ¿Ves que todo lo demás está cortado o reventado? ¿Y ves que los calcetines del muerto están del revés? El asesino buscaba algo, y al no encontrarlo se cabreó.

Willer se acabó ruidosamente la Coca-Cola y guardó la lata vacía en la nevera.

Hernández gruñó, apretando los labios.

—¿Qué buscaba? ¿Un mapa del tesoro?

Willer sonrió despacio.

—Algo así, pero te apuesto lo que quieras a que el muerto se lo dio a su socio antes de que el tirador tuviera tiempo de bajar hasta aquí desde el borde del cañón.

—¿Socio?

—Sí.

—¿Qué socio?

—Broadbent.

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