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Masago saltó del helicóptero y pasó bajo las hélices, que se empezaban a parar. Después de cruzar la zona de aterrizaje, miró el desierto que lo rodeaba. El avión no tripulado Predator indicaba que los objetivos habían bajado al valle innominado desde el borde de la meseta que lo presidía. El helicóptero se había posado en el centro del valle, el punto que los cuatro soldados tomarían como referencia para ir reduciendo el perímetro.
Llegó Hitt, seguido por los últimos dos hombres del grupo, los soldados de primera Gowicki y Hirsch. El terreno era arduo y complicado, pero los objetivos estaban prácticamente encerrados en el valle por los despeñaderos que les vedaban el paso. Los cuatro miembros del equipo de Hitt se habían repartido por las únicas cuatro salidas existentes, y en ese momento ya estrechaban el cerco. Solo faltaba que Hitt y sus dos hombres entrasen en busca de los objetivos. No tenían ninguna posibilidad de escapar.
El jefe del comando y sus dos especialistas ya habían descargado y transportado los equipos. Ahora estaban poniendo a punto los GPS, mientras murmuraban mensajes en la frecuencia del comando a los miembros que en esos instantes realizaban sus movimientos de pinza.
—En marcha —dijo Masago.
Hitt asintió. Al ver la señal de su mano, los otros dos hombres se colocaron en formación triangular, con el vértice retrasado. De acuerdo con los planes, Masago se quedó cien metros por detrás, con su arma de siempre, una Beretta 8000 Cougar, en una pistolera cruzada. Gowicki y Hitt tomaron la delantera. Hirsch, el vértice del triángulo, cerraba la formación. Avanzaron con prudencia por un cauce seco en dirección al punto por donde, según la información del Predator, habían huido los tres objetivos. Masago buscó huellas en el suelo de arena, pero no encontró ninguna. Era solo cuestión de tiempo.
Subieron por el cauce, que se fue ensanchando hasta llegar a una bifurcación. Descansaron en ella mientras Hitt trepaba para efectuar un reconocimiento. El sargento volvió en pocos minutos haciendo un escueto movimiento de negación con la cabeza. Al siguiente gesto reanudaron su camino hacia una hilera de rocas con forma de setas.
Nadie decía nada. Se separaron a medida que el cauce se ensanchaba, y pronto llegaron a la sombra del extraño bosque de rocas verticales.
—Aquí hay una huella —murmuró Gowicki—. Y aquí otra.
Masago se puso de rodillas. Eran huellas recientes de sandalias. El monje. Volvió la mirada y encontró otras: las de la mujer, un pie pequeño, entre un treinta y siete y un treinta y ocho, y las del hombre, un cuarenta y cinco o un cuarenta y seis.
Se adentraron entre las rocas, con Hitt al frente. Masago descartó la posibilidad de que pretendieran tenderles una emboscada. Habría sido un suicidio atacar a una patrulla de la Delta Forcé con un par de pistolas, si es que las tenían. No, estarían escondidos pero ya los sacarían, ya. Faltaba poco para el cumplimiento de la primera fase de la operación.
Llegaron a un grupo de rocas enormes, apoyadas entre sí, que los obligó a arrastrarse por un hueco. Hitt esperó a que llegara Masago, que iba el último, para señalar marcas recientes en la arena compactada. Los fugitivos habían pasado por ahí. Y no hacía mucho.
Masago asintió con la cabeza.
El primero en entrar fue Hitt, que lo hizo a gatas; el último, Masago, que al levantarse vio que las paredes se encajonaban. Consultó un momento el mapa. Todo indicaba que sus presas se habían metido en un cañón sin salida, del que nadie, ni siquiera ellos, podía salir trepando.
Murmuró por los auriculares:
—Mientras no tenga la información que necesito, me hacen falta vivos.