12

Weed Maddox esperaba en cuclillas detrás del establo. El aire traía una mezcla de gritos y de risas, los de los niños que daban vueltas a caballo por la pista.

Maddox había esperado durante una hora a que la gincana para subnormales, o lo que fuera, empezara a decaer. Los niños bajaron de los caballos para ayudar a desensillarlos, cepillarlos y sacarlos a pastar al prado que había al fondo. Maddox estaba tenso, tenía los músculos doloridos. Se arrepentía de haber llegado a las tres, y no a las cinco. Por fin los niños se despidieron gritando, y las camionetas y los todoterreno de las madres empezaron a salir del aparcamiento de detrás de la casa entre aspavientos y adioses estridentes.

Miró su reloj. Las cuatro.

No parecía que se hubiera quedado nadie a limpiar. Sally estaba sola, y esta vez, a diferencia de la anterior, no se iría de casa. Después de un día tan largo estaría cansada. Entraría a descansar o a darse un baño.

Mientras le daba vueltas a tan interesante idea, Maddox vio que el último todoterreno se iba por el camino de entrada levantando una polvareda. La nube de polvo se alejó flotando hasta que se deshizo en la luz dorada del atardecer. Todo quedó en silencio. Vio que Sally cruzaba el patio con un cargamento de bridas y cabestros. ¡Qué buena estaba con botas de montar, pantalones vaqueros, blusa blanca y el pelo largo y rubio flotando por detrás! Fue al establo y entró. Maddox la oyó moverse, colgar cosas y hablar con los caballos. En un momento dado la tuvo a muy pocos metros, justo al otro lado de la fina pared de madera, pero no era el momento indicado. Tenía que pillarla dentro de la casa, para que no se oyera el ruido que pudiera hacer al resistirse. Aunque no hubiera vecinos en cuatrocientos metros a la redonda, a veces las cosas se oían desde muy lejos, y no se podía tener la seguridad de que no pasaba alguien caminando o a caballo lo suficientemente cerca como para sospechar.

Siguió oyendo actividad en el establo: los caballos resoplando y piafando, el ruido de una pala, más murmullos a los animales… Diez minutos después, Sally reapareció y entró en la casa por la puerta trasera.

La vio pasar por la ventana de la cocina. Vio que ponía a hervir agua del grifo y que sacaba un tazón y algo como una caja de bolsitas de té. Luego se sentó delante de la mesa de la cocina y esperó a que hirviera el agua hojeando una revista. ¿Primero un té y después a la bañera? No podía estar seguro, y valía más no esperar, porque ya estaba donde quería pillarla: en la cocina. Los cinco minutos que tardara en preparar y beber el té le darían la oportunidad deseada.

Se puso los patucos de hospital, el impermeable de plástico, la red para el pelo, el gorro de ducha y la media, sin perder ni un segundo. A continuación, comprobó el estado de su Glock 29, sacó el cargador y volvió a meterlo en su sitio. Por último, desplegó el plano de la casa y lo estudió por última vez. Sabía perfectamente lo que quería hacer.

Fue al otro lado del establo, donde Sally no podía verlo por la ventana de la cocina. Después se levantó, cruzó ágilmente el patio, entró por la cancela y se pegó rápidamente a la pared de la casa, dejando la puerta a su derecha. Vio que en el salón no había nadie. Sally aún estaba en la cocina. Introdujo una cuña a la altura del pestillo de la puerta, la deslizó hasta el otro lado, y movió el pestillo hacia abajo. La puerta cedió con un sonoro clic; Maddox empujó un poco la puerta, entró, la cerró y se arrimó a una pared en ángulo, entre la sala de estar y la cocina.

Oyó moverse la silla de Sally en la cocina.

—¿Hay alguien?

Maddox no se movió. Oyó pasos suaves, vacilantes, de la cocina al pasillo y de este al salón.

—¿Hay alguien?

Maddox aguardó, controlando su respiración. Sally entraría en cualquier momento para averiguar la causa del ruido. Oyó más pasos por el pasillo.

De repente cesaron. Evidentemente se había parado en la puerta de la sala de estar. Estaba justo a la vuelta de la esquina, tan cerca que la oía respirar.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

Podía dar media vuelta y volver a la cocina. También podía llamar por teléfono, pero no estaba segura. Algo había oído. Ahora estaba en la puerta del salón, que parecía vacío… Podía haber sido cualquier cosa: una hoja seca en la ventana, el choque de un pájaro con el cristal… Maddox sabía exactamente lo que estaba pensando.

De repente salió de la cocina un silbido que se fue volviendo más agudo. Era el agua, que había roto a hervir.

«Hija de puta…».

La ropa de Sally susurró al girarse. Maddox oyó alejarse sus pasos hacia la cocina.

Tosió una tos suave pero audible, para que volviera.

Los pasos se detuvieron.

—¿Quién es?

El silbido de la cocina se intensificó.

Sally irrumpió de repente en la sala de estar. Cuando Maddox saltaba sobre ella, se llevó el susto de ver que tenía una pistola del treinta y ocho. Sally volvió y él se lanzó hacia sus piernas justo en el momento en que la pistola se disparaba; la fuerza del impacto la tiró a la alfombra. Sally rodó chillando, con el pelo enredado, mientras el arma rebotaba por la alfombra y su puño se estampaba con fuerza en la cabeza de Maddox.

Puta rubia…

Maddox dio un puñetazo a ciegas. Su mano izquierda chocó con algo blando, el golpe bastó para que Maddox pudiera ponerse encima de ella y retenerla contra el suelo. Sally se resistió jadeando, pero Maddox la sujetaba con todo su peso y apretaba la Glock a su oreja.

—¡Zorra!

Su dedo estuvo a punto de apretar el gatillo. A punto.

Sally chillaba y se retorcía. Maddox aumentó la presión, con todo el peso de su cuerpo. Le tenía inmovilizadas las piernas con las suyas, para que no pataleara. Se controló. ¡Había estado a punto de pegarle un tiro! De hecho, si no había más remedio se lo pegaría.

—Si tengo que matarte, lo haré. Estás avisada.

Forcejeo, ruidos incoherentes… Era increíblemente fuerte, una gata salvaje.

—Te juro que te mato. No me obligues, ¿eh?, si no paras te dejo seca.

Lo decía en serio. Sally se dio cuenta y se quedó muy quieta. En cuanto notó que ya no se movía, Maddox giró un poco con la pierna, intentando coger la pistola, que estaba a unos tres metros en la alfombra.

—No te muevas.

La sintió debajo de él; el miedo le había dado hipo. Bien. Tenía motivos para estar asustada. Había estado tan cerca de matarla que casi notaba el sabor de la muerte en la boca.

Tocó la pistola con el pie, la acercó y se la metió en el bolsillo. Acto seguido le metió el cañón de la Glock en la boca y le dijo:

—Vamos a intentarlo otra vez. Ahora ya sabes que soy capaz de matarte. Si lo entiendes, di que sí con la cabeza.

Ella de repente se retorció como una fiera y le dio una patada en la espinilla con muy mala intención, pero no tenía punto de apoyo, y él anuló la maniobra acogotándola con un brazo.

—No te resistas.

Más forcejeos.

Maddox la hizo atragantarse con un movimiento del cañón de la pistola.

—¡Esto es una pistola, zorra! ¿Lo captas?

Sally se quedó quieta.

—Si haces lo que te digo, no le pasará nada a nadie. Si me entiendes, di que sí con la cabeza.

Lo hizo. Maddox aflojó la presión.

—Ahora tú y yo nos iremos tranquilamente, pero antes necesito que hagas una cosa.

No hubo respuesta. Empujó un poco más el cañón en la boca.

Un gesto de asentimiento.

El cuerpo de Sally temblaba entre los brazos de Maddox.

—Ahora te voy a soltar. No grites. No hagas ruido. Nada de movimientos bruscos. Si no me haces caso, te mato sin pensármelo.

Otro gesto de asentimiento y un hipido.

—¿Sabes qué quiero?

Un no con la cabeza. Maddox seguía encima de ella, trabándole las piernas con las suyas.

—Quiero el cuaderno, el que el buscador muerto le dio a tu marido. ¿Está en la casa?

Otro no con la cabeza.

—¿Lo tiene tu marido?

Silencio.

Lo tenía su marido. Estaba clarísimo.

—Ahora escúchame bien, Sally. Yo no me ando con chorradas. Al primer paso en falso, al primer grito, al primer truco, te mato. Así de simple.

Lo decía muy en serio. Sally volvió a darse cuenta.

—Ahora te soltaré y me apartaré. Tú irás al contestador que hay en la mesa y grabarás este mensaje: «Hola, este es el teléfono de Tom y Sally. Tom está de viaje de negocios y a mí me ha salido un imprevisto en la ciudad, o sea que de momento no podemos atenderos. Si os perdéis alguna clase, perdonad. Os llamo en cuanto pueda. Dejad un mensaje. Gracias». ¿Podrás hacerlo con una voz normal?

Sally no contestó.

Maddox retorció el cañón.

Un gesto de asentimiento.

Sacó la pistola. Ella tosió.

—Dilo. Quiero oír tu voz.

—Lo haré.

Le temblaba la voz. Maddox se levantó de encima de ella sin dejar de apuntarla mientras esperaba a que se pusiera de pie.

—Haz lo que te he dicho. En cuanto acabes, oiré el mensaje por el móvil, y como no esté bien, como hayas querido engañarme, puedes darte por muerta.

Sally se acercó al contestador, pulsó un botón y recitó el mensaje.

—Se te oye demasiado tensa. Grábalo otra vez, pero con naturalidad.

Lo repitió. Le salió bien a la tercera.

—Muy bien. Ahora saldremos como dos personas normales, tú delante y yo a un par de metros. Que no se te olvide ni un segundo que llevo una pistola. Tengo el coche aparcado a medio kilómetro de aquí, al lado de la carretera, en un bosquecillo de robles. ¿Sabes dónde digo?

Sally asintió.

—Pues ahí vamos.

Al empujarla hacia la sala de estar, Maddox se dio cuenta de que tenía mojada la parte de arriba de una pierna. Se la miró. El impermeable de plástico tenía un corte, y la pernera del pantalón un roto. Había una mancha de sangre; no mucha, pero era sangre. Estaba atónito; no había notado nada, y seguía sin notar nada. Miró la alfombra, pero no vio gotas de sangre. Se exploró la herida con la mano y le escoció por primera vez.

Hija de puta. La rubia lo había herido.

La hizo salir de la casa y cruzar una zona de arbustos. Siguieron el curso del arroyo hasta que llegaron al coche escondido. Cuando estuvo rodeado de carrascas, Maddox sacó de la mochila unas esposas para los pies y las tiró al suelo.

—Póntelas.

Ella se agachó. Le costó un poco ponérselas.

—Las manos en la espalda.

Sally obedeció. Él la hizo girarse y le esposó las manos. Luego abrió la puerta del copiloto.

—Sube.

Consiguió sentarse y meter los pies en el coche.

Maddox se quitó la mochila, sacó el frasco de cloroformo y el pañal y vertió una buena dosis.

—¡No! —la oyó gritar—. ¡Eso no! —Levantó los pies para darle una patada, pero tenía poco sitio para moverse y él ya se le había echado encima para agarrarle los brazos y aguantarle el pañal en la cara. Ella forcejeó y se retorció, gritando y dando patadas, pero en poco rato se quedó laxa.

Después de asegurarse de que había inhalado una buena cantidad, Maddox se puso al volante. Sally estaba caída en el asiento, en una postura forzada. La levantó para apoyarla en la puerta, le puso una almohada detrás de la cabeza y la envolvió en una sábana, incluso parecía que dormía plácidamente.

Activó entonces el mecanismo de apertura de las ventanillas para ventilar el cloroformo mientras se quitaba la media, el gorro de ducha, los patucos, la red para el pelo y el impermeable. Lo metió todo junto y arrugado en una bolsa de basura.

Arrancó y salió de entre los árboles por el camino de tierra para tomar la carretera principal. Una vez en ella, cruzó la presa y se dirigió hacia el norte por la nacional 84. Quince kilómetros después se adentró en la pista no señalizada del Servicio Forestal que se internaba en el parque nacional Carson y se dirigió al campamento del CCC de Perdiz Creek.

Sally estaba apoyada en la puerta, con los ojos cerrados y el pelo rubio alborotado. Al contemplarla, Maddox pensó que era muy guapa, una auténtica belleza.

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