19

Jimson Maddox le dio las llaves del coche y un billete de cinco dólares al encargado, un tío con granos que esperaba en la acera, y entró en el vestíbulo del hotel El Dorado haciendo crujir muy agradablemente sus nuevas botas Lucchesi de piel de serpiente. Se paró un momento a estirarse la chaqueta y a mirar el vestíbulo. Era una sala grande, con una chimenea encendida en un lado y en el otro un piano de cola en el que un viejo maricón tocaba «Misty». Al fondo había un bar de madera clara.

Se acercó tranquilamente a la barra, colgó el portátil en el respaldo de la silla y se sentó.

—Un café solo.

El barman asintió con la cabeza y le sirvió una taza y un cuenco de cacahuetes picantes.

Maddox bebió un sorbo.

—Oiga, está un poco pasado. ¿Podría hacer una cafetera nueva, por favor?

—Por supuesto, señor. Lo siento.

El barman se llevó la taza.

Maddox hundió la mano en los cacahuetes y se metió unos cuantos en la boca mientras miraba el ir y venir de la gente. Se parecían a él: camisas de Polo, americanas y buenos pantalones de pana o de estambre; gente que vivía como Dios manda, con dos coches en el garaje, dos hijos coma cuatro y nóminas de empresa. Se apoyó en el respaldo y masticó la segunda tanda de cacahuetes. Era curioso que hubiera tantas mujeres atractivas de mediana edad —como la que estaba cruzando el vestíbulo, la de los pantalones y el jersey marrones, el collar de perlas y el bolsito negro— que se derretían al pensar en un tío tatuado y musculoso que cumplía varios años de condena por violación, asesinato o agresión. A Maddox lo esperaba una noche ajetreada: como mínimo veinte nuevos presos que colgar en la red después de haber escrito su perfil. Algunas cartas estaban tan llenas de faltas que tenía que rehacerlas desde cero, pero no se quejaba; las suscripciones seguían viento en popa, y la demanda de presos aumentaba a ritmo constante. Nunca le había costado tan poco esfuerzo ganar dinero, pero lo que más le alucinaba era que fuese legal. Todas las operaciones se efectuaban con tarjeta de crédito a través de una empresa especializada de internet. Ellos se quedaban una parte, y transferían el resto a una cuenta.

Si hubiera sabido lo fácil que era ganar dinero honradamente, podría haberse ahorrado muchos malos ratos.

Al siguiente puñado de cacahuetes apartó el cuenco pensando en su línea, justo cuando llegaba el barman con el café recién hecho.

—Siento el retraso, y discúlpeme de nuevo.

—No pasa nada. —Probó el café. Recién hecho—. Gracias.

—De nada, señor.

Weed Maddox se concentró en el problema que tenía entre manos. El cuaderno no estaba en la casa, señal de que Broadbent lo llevaba encima o lo había escondido en algún sitio, por ejemplo en una caja fuerte. En todo caso, ahora Maddox sabía que no podría robarlo. Sintió rabia. De lo que no cabía duda era de la implicación de Broadbent, como rival o… quizá como socio de Weathers.

Casi oía resonar en su cabeza la voz de Corvus: «El cuaderno». No había alternativa: tenía que obligar a Broadbent a que se lo entregara. Y para eso necesitaba una palanca.

La necesitaba a ella.

—¿Es la primera vez que viene a Santa Fe? —preguntó el barman, interrumpiendo sus reflexiones.

—Sí.

—¿Por trabajo?

Maddox sonrió irónicamente.

—¿Por qué va a ser?

—¿Ha venido al congreso de cirugía laparoscópica?

¡Toma ya! Debía de tener pinta de médico, de médico de Connecticut viajando con los gastos pagados por algún gigante de la industria farmacéutica. Lástima que el barman no viera el tatuaje que le cubría la espalda, desde la nuca hasta el culo. Se habría cagado en los pantalones…

—No —dijo amablemente—, lo mío son los recursos humanos.

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