8

A la muerte de su padre, y tras heredar una fortuna, el único capricho de Tom había sido comprarse la camioneta, una Chevrolet 3100 de 1957 pintada de color turquesa, con el techo blanco, rejilla cromada y palanca de cambio de tres marchas. Su anterior propietario, un fanático de Albuquerque que coleccionaba coches antiguos, no había escatimado esfuerzos en reconstruir el motor y la transmisión, hacerse él mismo las piezas que no encontraba y cromarlo todo de nuevo, desde los tiradores hasta la radio. Como toque final, había tapizado el interior con piel de cabritilla blanca de la mejor calidad y suavidad, pero el pobre se había muerto de un infarto antes de poder disfrutar del resultado. Tom había visto anunciada la camioneta en los clasificados de segunda mano, y, pese a haberle pagado un precio más que justo a la viuda (cincuenta y cinco mil), tenía la sensación de haberse llevado una ganga, una escultura que podía conducirse.

Era mediodía, y Tom ya había estado en todas partes. De nada había servido preguntar en el Sunset, ni recorrerse todas las carreteras forestales que conocía en las proximidades de las mesas. En realidad, de lo único que se había enterado era de que se limitaba a seguir los pasos de la policía de Santa Fe, la cual también estaba intentando descubrir si alguien había visto a la víctima antes del asesinato.

El culpable se había esmerado en no dejar huellas.

Decidió ir a ver a Ben Peek, que vivía en Cerrillos, un simpático pueblo de Nuevo México. Se trataba de un antiguo centro de minas de oro venido a menos, situado a cierta distancia de la carretera, en una hondonada poblada por álamos de Virginia, y formado por algunas casas antiguas de adobe y de madera dispersas por el cauce seco de Galisteo Creek. Ya hacía tiempo que las minas se habían agotado, pero Cerrillos había evitado convertirse en un pueblo fantasma gracias a los hippies que le habían insuflado nueva vida en los años sesenta comprando cabañas abandonadas de mineros y reconvirtiéndolas en talleres de cerámica, marroquinería y macramé. Ahora su población era una mezcla muy particular de viejas familias españolas que habían trabajado en las minas, friquis maduritos y excéntricos curiosos.

Ben Peek pertenecía a la última categoría, y así lo reflejaba su domicilio, una casa vieja de madera que llevaba toda una generación pidiendo a gritos una mano de pintura. El patio de tierra, delimitado por una valla de madera torcida, estaba lleno de herramientas de minero oxidadas. En un rincón había una montaña de aisladores violetas y verdes, sacados de postes de teléfono. En un lado de la casa había un letrero donde ponía:

EL BAZAR

SE VENDE DE TODO

INCLUIDO AL PROPIETARIO

NO SE RECHAZA NINGUNA OFERTA RAZONABLE

Tom bajó de la camioneta. Ben Peek se había dedicado profesionalmente a la prospección minera durante cuarenta años, hasta que una mula de carga le rompió la cadera, obligándolo muy a su pesar a instalarse en Cerrillos con una colección de trastos viejos y todo un acervo de anécdotas dudosas. A pesar de su pinta de excéntrico, tenía un máster en geología por la Colorado School of Mines, o sea, que sabía de qué hablaba.

Subió al portal, que parecía a punto de caerse, y llamó a la puerta. Las luces del interior se encendieron. Poco después apareció una cara, distorsionada por las aguas del viejo cristal, y sonó la campanilla de la puerta.

—¡Tom Broadbent!

La mano callosa de Peek estrechó la de Tom, amenazando con partirle más de un hueso. Peek no superaba el metro sesenta y cinco de estatura, pero lo compensaba con su energía y su voz de trueno. Tenía una barba de cinco días, los ojos negros y vivarachos, rodeados de patas de gallo, y se le arrugaba tanto la frente que parecía eternamente sorprendido.

—¿Qué tal, Ben?

—Fatal, tío, fatal. Pasa.

Llevó a Tom al fondo del taller, lleno de piedras viejas, herramientas de hierro y botellas de cristal que ponían a prueba la resistencia de las estanterías. Todo estaba en venta, pero parecía que nunca se vendiera nada. Hasta las etiquetas, ya amarillentas, merecían ser descritas como antigüedades. Entraron en la habitación del fondo, que hacía las veces de cocina y comedor. Los perros de Peek dormitaban en el suelo, suspirando ruidosamente en sueños. El viejo cogió una cafetera hecha polvo del hornillo, sirvió dos tazas y se acercó a la mesa cojeando, al tiempo que invitaba a Tom a sentarse al otro lado.

—¿Azúcar? ¿Leche?

—Solo.

Tom le vio echar tres cucharadas de azúcar en su taza, seguidas por tres de las grandes de sustituto lácteo en polvo Cremora, antes de mezclarlo todo y convertirlo en una especie de barro. Tom dio un sorbo cauteloso a su café y le sorprendió que estuviera tan bueno. Café a lo vaquero, del que le gustaba: caliente y fuerte.

—¿Y Sally? ¿Cómo está?

—Fabulosa, como siempre.

Peek asintió con la cabeza.

—Tienes una maravilla de mujer, Tom.

—No hace falta que me lo digas.

Peek cogió una pipa de la repisa de la chimenea y empezó a llenarla de Borkum Riff.

—Ayer por la mañana, en el New Mexican, leí que habías encontrado un muerto por las mesas.

—El periódico no lo explicaba todo. ¿Me prometes que no se lo contarás a nadie?

—Tranquilo.

Tom puso a Peek al día pero se saltó la parte del cuaderno.

—¿Se te ocurre quién podría ser el buscador? —preguntó cuando terminó.

Peek resopló.

—Los buscadores de tesoros son una pandilla de crédulos y memos. En toda la historia del Oeste no ha habido nadie que haya encontrado un tesoro enterrado de verdad.

—Ese hombre sí.

—Me lo creeré cuando lo vea. Respecto a si sé algo de un buscador de tesoros que estuviera por las mesas… No, pero eso tampoco significa gran cosa, son muy reservados.

—¿Y el tesoro? ¿Se te ocurre algo? Suponiendo que exista, claro.

Peek gruñó.

—Yo era prospector minero, no buscador de tesoros. Hay mucha diferencia.

—Pero pasaste mucho tiempo en las mesas.

—Veinticinco años.

—Algo te contarían.

Peek encendió una cerilla de cocina y la acercó a la pipa.

—Algo, algo.

—Vamos, hombre, no te hagas de rogar.

—Dicen que cuando esto aún era territorio español, al norte de Abiquiú había una mina de oro que se llamaba El Capitán. ¿Te suena?

—No.

—Pues se dice que sacaron casi trescientos kilos de oro, y que los convirtieron en lingotes con el escudo del león y del castillo. Como en esa época los apaches lo arrasaban todo, escondieron los lingotes en una cueva y los tapiaron hasta que las cosas se calmaran un poco. Resulta que un día los apaches asaltaron la mina y mataron a todos menos a un tal Juan Cabrillo, que se había ido a comprar víveres a Abiquiú. Al volver, Cabrillo encontró a sus compañeros muertos y se fue a Santa Fe. Regresó con un grupo armado para recoger el oro, pero entre una cosa y otra se sucedieron un par de semanas de mucha lluvia e inundaciones. Estaba todo irreconocible. Encontraron la mina, y también el campamento y los esqueletos de sus amigos muertos, pero lo que no encontraron fue la cueva. Cabrillo la buscó durante años, hasta que desapareció en las mesas y no volvieron a verlo. Al menos eso es lo que se cuenta.

—Interesante.

—Aún hay más. En los años treinta, un tal Ernie Kilpatrick subió a uno de los cañones buscando un toro que se le había escapado. Tenía el campamento cerca de English Rocks, justo al sur de los Echo Badlands. Según él, al ponerse el sol vio un punto de una pared, justo más arriba de Tyrannosaur Canyon, donde un desprendimiento acababa de dejar al descubierto algo que parecía una cueva. Escaló y entró. Era un túnel corto y estrecho, con marcas de picos en las paredes. Siguió hasta que encontró una cámara, y casi se muere del susto al ver que su vela iluminaba toda una pared de lingotes toscos con el escudo del león y el castillo. Se guardó uno en el bolsillo y volvió a Abiquiú. Por la noche se emborrachó en la cantina y fue tan tonto que enseñó el lingote a todo el mundo. Alguien lo siguió, le pegó un tiro y le robó. Naturalmente, se llevó el secreto a la tumba, y el lingote no volvió a verlo nadie.

Peek escupió para quitarse una hebra de tabaco de la lengua.

—Todas las historias de tesoros son iguales —dijo.

—O sea, que tú no te la crees.

—Para nada.

Peek se apoyó en el respaldo y se dio el gusto de volver a encender la pipa y dar un par de chupadas en espera de los comentarios de Tom.

—Pues tengo que decirte que hablé con el hombre. Había encontrado algo serio, Ben.

Peek se encogió de hombros.

—¿Podría haber encontrado algo de valor, aparte del tesoro de El Capitán?

—Sí, claro; minerales y metales preciosos, allá arriba hay de todo. Eso si era prospector. A menos que fuera de los que buscan cerámica y excavan por las ruinas indias… ¿Te fijaste en su equipo?

—Lo llevaba en el burro. No había nada que llamase la atención.

Peek gruñó otra vez.

—Si era prospector, puede que encontrara uranio o moli. A veces aparece uranio en el estrato superior de la formación Chinle, que aflora en Tyrannosaur Canyon, Huckbay Canyon y por toda la zona baja de Joaquin. Yo a finales de los cincuenta estuve buscando uranio, pero no encontré nada. Claro que no tenía el instrumental necesario, contadores de centelleo y esas cosas…

—El nombre de Tyrannosaur Canyon ha salido ya dos veces en la conversación.

—Sí, es un cañón enorme con un millón de cañones tributarios, que cruza los Echo Badlands y se interna por las mesas. Antes allí se encontraba mucho uranio y moli.

—Hoy en día ¿el uranio vale algo?

—Solo si tienes un comprador privado en el mercado negro. El gobierno está claro que no lo compra. Ya tiene bastante.

—¿Lo podrían usar los terroristas?

Peek negó con la cabeza.

—Lo dudo. Haría falta un programa de enriquecimiento de miles de millones de dólares.

—¿Y para hacer una bomba sucia?

—La torta amarilla y el uranio puro apenas tienen radiactividad. La idea de que el uranio es peligrosamente radiactivo es un error muy extendido.

—Lo otro que has dicho, el moli… ¿Qué es?

—Molibdeno. Arriba, al fondo de Tyrannosaur Canyon, hay algunos afloramientos de pórfido de traquiandesita del Oligoceno vinculado al molibdeno. Cuando subí encontré un poco de moli, pero ya habían saqueado el yacimiento, quedaba tan poco que no daba ni para llenar un orinal. Claro que podría haber más. Siempre hay más en algún sitio.

—¿Por qué se llama Tyrannosaur Canyon?

—Porque justo en la entrada hay una intrusión basáltica muy grande que en la parte de arriba, a causa de la erosión, parece un cráneo de tiranosaurio. Los apaches nunca suben. Dicen que está encantado. Es donde mi mula se asustó y me tiró al suelo. Me rompí la cadera y estuve tres días esperando al helicóptero médico. Vaya, que si no está encantado, debería estarlo. Nunca he vuelto.

—¿Y oro? Me han dicho que encontraste un poco.

Ben soltó una risita.

—Sí, un poco. El oro, para el que lo encuentra, siempre es una maldición. En el ochenta y seis encontré una roca de cuarzo entreverada de oro al fondo de Maze Wash. Se la vendí a un marchante de minerales por nueve mil dólares, y luego me gasté diez veces más buscando de dónde venía. ¡De algún sitio tenía que salir, la muy jodida! Pero no llegué a encontrar la veta madre. Supongo que bajó rodando desde los montes Canjilón, donde hay varias minas de oro agotadas y varios pueblos antiguos de mineros. Ya te digo que el oro más vale ni tocarlo. De hecho, yo, desde entonces, no lo he vuelto a tocar.

Se rio y volvió a llenarse la boca de humo de pipa.

—¿Se te ocurre algo más?

—El «tesoro» que dices podrían ser ruinas indias. Arriba hay un montón de ruinas anasazis. Antes, cuando era más ingenuo, solía excavar por esos yacimientos y vendía las puntas de flecha y la cerámica que encontraba. Actualmente, por un buen cuenco blanco y negro de Chaco puedes sacar cinco o diez mil. Vale la pena. También está la Ciudad Perdida de los Padres.

—¿Qué es?

—¡Tom, chaval, esta historia ya te la conté!

—No es cierto.

Peek hizo ruido al chupar la pipa.

—Hacia principios de siglo, Eusebio Bernard, un cura francés, se perdió en la Mesa de los Viejos cuando viajaba a Chama desde Santa Fe, y mientras buscaba la salida vio un poblado anasazi enorme, grande como Mesa Verde, escondido en un saliente de la roca, por debajo de donde él iba. Tenía cuatro torres, cientos de habitáculos… Una ciudad perdida de las de verdad. Nadie ha vuelto a encontrarla.

—¿Es una historia real?

Peek sonrió.

—Probablemente no.

—¿Y petróleo, o gas? ¿Podría ser lo que buscaba el muerto?

—Lo dudo. Es verdad que el desierto del Chama está justo al borde de San Juan Basin, uno de los mayores yacimientos naturales de gas del sudoeste, pero para localizarlo se necesita a toda una brigada de peones especializados en sondas sísmicas. Un prospector que vaya solo no tiene ninguna posibilidad. —Peek removió la ceniza de la pipa con un utensilio, la compactó y volvió a encenderla—. Pero si buscaba fantasmas… parece que arriba hay bastantes. Los apaches dicen que han oído los rugidos del tiranosaurio.

—Nos estamos apartando del tema, Ben.

—Tú has dicho que querías historias.

Tom levantó la mano.

—Ya, pero si empezamos con fantasmas de dinosaurios me planto.

—Supongo que es posible que tu prospector encontrara el tesoro de El Capitán. Trescientos kilos de oro valdrían… —Peek hizo una mueca— casi cuatro millones de dólares. Aunque también hay que tener en cuenta el valor numismático de los antiguos lingotes españoles con el sello del león y el castillo. Como mínimo sacarías veinte o treinta veces lo que vale el oro en sí. Eso sí que es dinero.

»En fin, tú vuelve y cuéntame más cosas sobre el asesinato, que yo te explicaré la historia del fantasma de la Llorona.

—Trato hecho.

Tiranosaurio
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