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Las pistas cruzadas del campo de prueba de misiles de White Sands, Nuevo México, dormían bajo los primeros atisbos del alba: dos franjas de asfalto sobre una llanura de yeso blanco como la nieve. A un lado de la pista había una terminal iluminada con fluorescentes amarillos, y una hilera de hangares. La inmovilidad del aire era casi cristalina.

Al este, en un cielo cada vez más luminoso, apareció un puntito que adoptó gradualmente la forma de doble cola y alas en flecha de un F14 Tomcat a punto de aterrizar. El caza, cuyos motores acabaron haciendo un ruido ensordecedor, levantó dos nubes de humo de neumáticos al tomar tierra, sacudiendo a su paso la hilera de yucas muertas que bordeaba la pista. El F14 fue frenando hasta llegar al final de la pista, dio media vuelta y rodó hasta la terminal. Dos miembros del personal de tierra se encargaron de inmovilizar las ruedas y de tender los tubos del combustible.

La cabina se abrió y del asiento del copiloto se levantó un hombre delgado que saltó ágilmente a tierra. Llevaba un chándal azul y un viejo maletín de piel. Caminó tranquilamente por la pista hacia la terminal, hizo el saludo militar a los dos soldados que vigilaban la puerta, quienes le devolvieron el saludo, sorprendidos por la inesperada formalidad.

Respiraba frialdad, limpieza y simetría por todos sus poros, como una compleja herramienta de acero. Tenía el pelo negro y liso, peinado por encima de la frente, y unos pómulos marcados que tensaban la tersa piel de su cara. Sus manos eran tan pequeñas, y estaban tan cuidadas, que parecía que se hiciera la manicura. Sus labios eran finos y grises, como los de un muerto. De no ser por sus penetrantes ojos azules —el contraste con el pelo negro y la tez blanca era tan grande que parecía que se le salieran de la cara—, podría haber sido asiático.

J. G. Masago cruzó la puerta y penetró en la terminal de bloques de hormigón. Se quedó en el centro de la sala, molesto por que no acudiera nadie a recibirle. No tenía ni un minuto que perder.

La pausa le permitió pensar que de momento la operación estaba saliendo a pedir de boca. El problema del museo ya estaba resuelto. Había confiscado los datos. Los resultados del examen urgente de los especímenes en la NSA superaban todas las expectativas. Había llegado el momento más esperado por el Destacamento LS480, el organismo secreto que dirigía Masago; una espera de más de treinta años que había empezado con el regreso de la misión Apolo 17. Se avecinaba el desenlace.

Lamentaba haber tenido que tratar así al inglés del museo. Siempre era trágico tener que arrebatarle la vida a un ser humano. Los soldados perdían la vida en tiempos de guerra, y los civiles en tiempos de paz. Los sacrificios eran inevitables. Otros se encargarían de la ayudante del laboratorio, Crookshank; ahora que los datos y las muestras estaban a buen recaudo, no era una prioridad. Otra eliminación lamentable pero necesaria.

Masago, hijo de japonesa y de estadounidense, había sido concebido en las ruinas de Hiroshima durante las semanas posteriores a la bomba. Su madre había fallecido años después, gritando de dolor por el cáncer que le había provocado la Lluvia Negra. Su padre, naturalmente, había desaparecido antes de que naciera. Masago se había ido a Estados Unidos a los quince años. Once años después, cuando tenía veintiséis, el módulo Apolo 17 había alunizado en Taurus-Littrow, al borde del mar de la Serenidad. Por aquel entonces Masago ni siquiera sospechaba que aquella misión Apolo hubiera realizado el que podría calificarse del descubrimiento científico de todos los tiempos. Tampoco sabía que a la larga ese secreto le sería confiado a él.

En dicha época ya era oficial subalterno en la CIA. Su dominio del japonés y su don para las matemáticas lo habían embarcado en una carrera llena de curvas por diversos niveles de la CIA. Salió triunfante gracias a la cautela más extrema, a una mezcla de inteligencia y discreción y a su capacidad para disfrazar sus éxitos de retraimiento. Al final lo habían puesto al frente de un pequeño destacamento secreto que recibía el nombre de LS480. Y entonces le revelaron el secreto.

Un secreto que no podía compararse con ningún otro.

De hecho, estaba escrito Masago sabía una verdad muy sencilla a lo que ninguno de sus colegas se atrevía a enfrentarse. Sabía que la humanidad tenía los días contados. La especie humana había desarrollado la capacidad de destruirse a sí misma, y en consecuencia se destruiría a sí misma. Q.E.D. A Masago le parecía tan simple y evidente como dos más dos. ¿Acaso en algún momento de la historia la humanidad había dejado de usar todas las armas que tenía a su disposición? La pregunta no era «si», sino «cuándo». La parte de la ecuación que controlaba Masago era el cuándo. Tenía en sus manos aplazar el acontecimiento. Si cumplía su deber, sería el responsable de que la humanidad durase cinco o diez años más, por no decir una generación. Misión nobilísima, sin duda, pero que requería gran disciplina moral; y si alguien tenía que morir antes de tiempo, no era un precio demasiado alto. Si una muerte podía aplazar el acontecimiento, aunque solo fueran cinco minutos… ¿Cómo saber los frutos que daría?

Hacía diez años que dirigía el LS480 con la mayor discreción posible. Diez años de suspensión, de espera, de interregno. Masago siempre había sabido que tarde o temprano la moneda caería por alguna de sus caras.

Y ya había caído.

El lugar de esa caída era el más insospechado; la manera, la más inverosímil. A pesar de ello no había pillado desprevenido a Masago, quien tras diez años de espera estaba preparado para actuar con rapidez y decisión.

Sus ojos de zafiro examinaron por segunda vez la terminal, fijándose en la hilera de máquinas de venta automática, en la moqueta de poliéster gris, en las filas de sillas de plástico atornilladas al suelo, en los mostradores y en los despachos, tristones, austeros, funcionales; los típicos despachos del ejército. Llevaba dos minutos esperando. Empezaba a ser intolerable. Por fin salió un hombre de un despacho con un traje de camuflaje arrugado, dos estrellas en las hombreras y el pelo recio y gris.

Masago esperó a tenerlo cerca para tender la mano.

—¿El general Miller?

El general se la estrechó con firmeza militar.

—Usted debe de ser el señor Masago. —Sonrió y señaló con la cabeza el Tomcat que repostaba en la pista—. ¿Ha estado en la marina? Aquí no se ven muchos de estos.

En vez de sonreír o contestar, Masago hizo otra pregunta:

—¿Todo a punto según lo estipulado, general?

—Por supuesto.

El general dio media vuelta. Masago lo siguió hasta un espartano despacho que había al fondo. En el escritorio metálico había algunas carpetas, una insignia y un pequeño aparato que podía ser una versión secreta de un teléfono móvil de uso militar. El general cogió la insignia y el teléfono y se los dio a Masago en silencio. Después cogió la primera carpeta, llena de sellos rojos.

—Aquí lo tiene.

Masago dedicó unos minutos a hojear su contenido. Era justo lo que había pedido: un avión no tripulado, un UAV, dotado de radar de apertura sintética e imágenes multi e hiperespectrales.

Reparó, complacido, en que se había desviado especialmente para la misión un satélite fotográfico de infrarrojos SIGINT KH11.

—¿Y los hombres?

—Un grupo de diez previamente asignado por la National Command Authority del Grupo de Asalto Combinado y del DEVGU a una rama de la Dirección de Operaciones de la CIA. Están listos para entrar en acción.

—¿Se les ha tomado juramento?

—No hace falta. Son hombres que no trabajan en nada que no sea secreto. Han recibido una Orden de Aviso, pero bastante vaga.

—Intencionadamente. —Masago hizo una pausa—. Esta misión… digamos que tiene un componente psicológico inhabitual, del que acabo de ser informado.

—¿Cuál, si puede saberse?

—Es posible que tengan que matar a varios civiles norteamericanos dentro de las fronteras de Estados Unidos.

—¿Cómo que civiles? —preguntó el general con mal tono.

—Son bioterroristas y tienen algo importante entre manos.

—Ya. —El general miró un buen rato a Masago—. Los hombres de la misión están psicológicamente preparados para todo, pero me gustaría que me explicara…

—No será posible. Solo le diré que es un tema importantísimo de seguridad nacional.

El general Miller tragó saliva.

—Pues es lo primero que debería explicárseles cuando reciban las órdenes.

—Mire, general, lo plantearé como mejor me parezca. Yo lo que le pido es que me dé garantías de que esos hombres están a la altura de una misión tan especial, y su última respuesta me hace sospechar que quizá necesite a otros mejores.

—Mejores que estos diez no los encontrará. Son los mejores soldados que tengo.

—Con eso me conformo. ¿Y el helicóptero?

El general señaló el helipuerto con un movimiento de su cabeza canosa.

—A punto para salir.

—¿Un Pave Hawk MH 60G?

—Es lo que me habían pedido.

El tono del general se había vuelto gélido.

—¿Y el jefe del grupo? Póngame en antecedentes.

—Anton Hitt, sargento de primera clase. La biografía está en la carpeta.

Masago miró inquisitivamente a Miller.

—¿Sargento?

—Me pidió los mejores, no los de más alto rango —contestó secamente el general, y añadió tras una pausa—: La misión no se desarrolla aquí, en Nuevo México, ¿verdad? Porque si fuera así les agradeceríamos que nos avisaran.

—Esa información es de acceso restringido, general.

Por primera vez, los labios de Masago se tensaron por algo parecido a una sonrisa y se tornaron aún más blancos.

—Mis hombres de la USAF necesitan un parte…

—Los pilotos y el personal de a bordo recibirán las tarjetas y las coordenadas una vez hayamos despegado. Al equipo CAG/DEVGU se le dará la orden cuando esté de camino.

La única respuesta del general fue un pequeño tic en los músculos de la mandíbula.

—Quiero un helicóptero de carga preparado para salir en cualquier momento a recoger un cargamento de hasta quince toneladas.

—¿Le puedo preguntar el radio? —dijo el general—. Podríamos tener problemas de combustible.

—Deberá emprender el vuelo con los depósitos al setenta y dos por ciento. —Masago cerró con fuerza la carpeta y la guardó en el maletín—. Lléveme al helipuerto.

Siguió al general hasta la otra punta de la sala de espera, donde cruzaron una puerta lateral. Fuera había un círculo muy grande de asfalto; un Sikorsky Pave Hawk negro y aerodinámico esperaba al otro lado con las hélices en marcha. El cielo se había aclarado por el este, virando del azul a un amarillo claro. A veinte grados por encima del horizonte, el planeta Venus era un punto de luz cuya intensidad menguaba por la proximidad del amanecer.

Masago se acercó al aparato sin escudarse contra el viento de las hélices, que alborotaba su pelo. Subió a bordo de un salto. La puerta deslizante se cerró. Las hélices empezaron a girar más deprisa, levantando cortinas de polvo. Poco después el aparato emprendió el vuelo en dirección al norte, acelerando por el cielo del amanecer.

Tras ver desaparecer el Pave Hawk en el cielo, el general se volvió hacia la terminal sacudiendo la cabeza mientras decía en voz baja:

—Civil de mierda…

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