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Las seis. El sol se había puesto al otro lado del cañón, y el calor empezaba a remitir, pero entre las paredes de arenisca el ambiente seguía siendo bochornoso, sin gota de brisa. De repente, Willer, que estaba subiendo fatigosamente por el enésimo cañón, oyó que los perros que iban delante, justo al otro lado del siguiente recodo, empezaban a ladrar todos al mismo tiempo. Después de los ladridos se oyó la voz aguda de Wheatley. El teniente miró a Hernández de reojo y sus miradas se encontraron.

—Parece que han encontrado algo.

—Sí.

—¡Teniente! —El tono de Wheatley era de pánico—. ¡Teniente!

Las paredes del cañón distorsionaban los ladridos histéricos de los perros, como si estuvieran encerrados en un trombón gigante. Aunque Willer estaba harto de buscar, temía aquel momento.

—Ya era hora —dijo Hernández, avanzando deprisa con sus piernas cortas.

—Espero que Wheatley tenga controlados a los perros.

—Aún me acuerdo del año pasado, cuando se le comieron a aquel tío el bra…

—Bueno, bueno —dijo enseguida Willer.

Al llegar al otro lado de la curva, vio que Wheatley no tenía los perros bajo control. Se le había escapado la correa de uno, y la otra se estiraba en vano mientras los dos animales intentaban escarbar como locos un montón de arena situado al pie de la pared del cañón, en una curva muy cerrada. Hernández y Willer corrieron a cogerlos por las correas y los ataron a una piedra.

Willer echó un vistazo general, jadeando y con la cara roja como un tomate. Los perros habían removido la arena, pero no se perdía gran cosa, porque las lluvias torrenciales de la semana anterior habían borrado cualquier huella. Cuando examinó la zona no vio nada que indicase que pudiera haber algo enterrado en la arena. Solo cierto mal olor que llegó hasta su nariz llevado por la brisa. Los perros gañían a sus espaldas.

—Vamos a cavar.

—¿Cavar? —preguntó Hernández, con una expresión de alarma en su cara redonda—. ¿No deberíamos esperar a la policía científica y al forense?

—Aún no sabemos si hay un cadáver. Podría ser un ciervo muerto. Mientras no estemos seguros no podemos hacer que venga un helicóptero con toda una brigada de la policía científica.

—Tiene razón.

Willer se quitó la mochila, sacó las dos palas que llevaba y le tiró una a Hernández.

—No creo que esté muy hondo. El asesino no tenía mucho tiempo.

Se puso de rodillas y empezó a escarbar la arena suelta con su pala, capa por capa. Hernández hacía lo mismo al otro lado. Se esmeraron en dejar dos montones de arena para que la policía científica la tamizara. Willer estaba muy concentrado en la arena que apartaba, por si aparecía alguna pista —ropa o efectos personales—, pero no vio nada. En un momento determinado, la arena pasó de estar seca a estar húmeda. Estaba claro que ahí debajo había algo, pensó Willer a medida que el olor se hacía más intenso.

A poco menos de un metro de profundidad su pala chocó con algo pegajoso y blando. Un hedor repentino y concentrado le golpeó en la nariz. Willer cavó un poco más, respirando por la boca. Llevaba cinco días enterrado en arena mojada, con treinta y siete grados de temperatura, y olía.

—No es humano —dijo Hernández.

—Sí, ya lo veo.

—Quizá sea un ciervo.

Willer escarbó un poco más. Era un pelaje demasiado duro y apretado para ser de ciervo. Cuando intentó limpiarlo de arena, empezó a desprenderse junto con la piel, dejando a la vista una carne viscosa, entre rosada y marrón. No era un ciervo, sino un burro; el burro del buscador que Broadbent había mencionado.

Se levantó.

—Si hay un cadáver estará muy cerca. Tú cava por ese lado, yo cavaré por el otro.

Empezaron otra vez a amontonar la arena cuidadosamente. Willer encendió un cigarrillo, lo sostuvo entre los labios, y se lo fumó con la esperanza de ahuyentar un poco la peste.

—He encontrado algo.

Se fue al lado de Hernández, que estaba en cuclillas, escarbando. Apartó un poco más de arena y apareció algo largo e hinchado, como un salchichón. Willer tardó un poco en darse cuenta de que era un antebrazo. La segunda ráfaga de mal olor, distinta y mucho más fétida, lo alcanzó como un puñetazo. Se llenó los pulmones de humo, pero no sirvió de nada. Tenía el sabor del cadáver en la boca. Se levantó y retrocedió, mareado.

—Vale, vale, con esto basta. Es un cadáver. No necesitamos saber nada más.

Hernández se batió prestamente en retirada. No veía el momento de alejarse de aquella tumba improvisada. Willer se puso contra el viento y empezó a fumar como un poseso, con cada inspiración se llenaba los pulmones de humo, como si quisiera limpiárselos a fondo del olor a muerte. Miró a su alrededor. Los perros gemían anhelantes junto a la roca. ¿Qué querían? ¿Comer?

—¿Dónde está Wheatley? —preguntó Hernández, buscándolo con la mirada.

—Y yo qué sé. —Willer vio que las huellas de Wheatley subían por el cañón—. ¿Puedes ir a ver qué hace?

Hernández trepó por el cañón y enseguida desapareció tras una esquina. Volvió al poco rato con una sonrisita.

—Vomita.

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