CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

HÉCTOR me deja en el centro con mi bolsa de equipaje, mi perro y la promesa de que volverá al final de la semana para ir juntos a París. A pesar de su insistencia sobre ofrecerme una cantidad insultante de dinero para comprar un vestido, yo rechazo su detalle. Julio, aunque es un tipo odioso, es un buen jefe y paga bien. He ahorrado lo suficiente durante mis días de trabajo como para tener la solvencia necesaria para comprar un vestido. Héctor pone mala cara y dice que soy tonta. No obstante, respeta mi decisión.

Al llegar al centro, mi mundo sin Héctor Brown se me antoja raro. Aún no han pasado ni cinco minutos y ya estoy echándolo de menos. Sin duda estoy mal de la cabeza. Aprovechando que estoy sola, me dirijo al despacho de Héctor sin que nadie me vea y comienzo a hurgar en todos sus cajones.

Mi desconfianza hacia Héctor aún no se ha desvanecido, y necesito disipar cualquier duda al respecto.

Abro los cajones, ojeo todos sus documentos y libros y objetos personales. Al final, me siento tranquila y culpable. Tranquila porque no he hallado nada incriminador. Culpable por traicionar de esta manera su confianza.

En cuanto salgo del despacho de Héctor y aparezco por uno de los pasillos, uno de los empleados acude rápido a mi encuentro tan pronto advierte mi presencia, y a pesar de mis objeciones para que cargue con mi bolsa, termina por echársela al hombro. Sin duda Héctor ha tenido algo que ver en estas atenciones tan excesivas. Aunque ya sé cuál es la habitación de Héctor, me dejo llevar por el empleado. Me explica que el señor Brown ha ordenado surtir el mini bar de cierta comida, y que además, me ha dejado un regalo y una tarjeta sobre la cama. Decidida a ver de qué se trata, me despido del hombre y corro ansiosa, aunque reticente, a desenvolver el paquete.

Me encuentro con un ejemplar de Jane Eyre. No es un ejemplar cualquiera, sino que se trata de una edición de coleccionista muy antigua que debe tener un valor de, al menos, cien mil euros.

Me quedo sin aliento.

¡Soy rica!

Dejo el libro sobre la cama como si quemara en mis dedos. Ya sé que Héctor es inmensamente rico pero esto es...EXCESIVO.

Ahora me ha colocado en una situación incómoda. Quiero aceptar el regalo pero me veo en la obligación de devolverlo, no obstante, sé que si hago tal cosa él se sentirá herido en lo más profundo de su orgullo.

La amante de la literatura que hay en mí disfruta leyendo el olor de la cubierta y se deleita al observar las letras de la primera página. No, no voy a devolverlo. Aún así, advertiré a Héctor de que no puede regalarme cosas tan caras cuando yo no podría comprarle cualquier cosa que se asemejara mínimamente a esto.

Cojo la tarjeta que hay sobre la cama y me fijo en la letra. Está escrita con una caligrafía pulcra y elegante que no puede provenir de otra mano que no sea la de Héctor Brown. Sé que si él se fijara en la mía soltaría algún que otro comentario ofensivo acerca de lo conveniente que sería utilizar cuadernillos rubio. No puedo evitar que una sonrisilla boba se me plante en los labios al advertir lo diferente que somos y lo mucho que me eso me gusta. Lo mucho que él me gusta.

Leo la tarjeta.

“Pese a tu cuestionable gusto literario, nada más ver este libro he sabido de inmediato que estaba hecho para ti. Tiene una cubierta que no pasaría desapercibida para nadie. La dueña de este libro debía, por tanto, ser tan exquisita y llamativa como su portada.

Espero que disfrutes leyendo y se te olvide que estaremos separados durante unos días. A mí, sin embargo, me será difícil olvidar el olor de tu pelo y los sonidos que emites cada vez que te hago llegar al orgasmo.

PD: Te he dejado varias sorpresas en el mini bar y la librería.

Héctor”.

“Exquisita y llamativa”

Se me escapa una risilla al volver a leerlo. Evidentemente, no hay duda de quién ha escrito la carta. Yo estoy encantada, a pesar de la alusión a “mi cuestionable gusto literario”; lo cual constituye un atentado contra el buen gusto en general. La literatura victoriana es uno de los mayores tesoros de las letras en todo el mundo. Yo estoy segura de que Jane Austen, las hermanas Bronte y Elizabet Gaskell me darían la razón si estuvieran vivas.

Las palabras “olvidar”, “olor”, “pelo”, “sonidos” y “amor” me intoxican el alma cuando las releo.

¡Maldito Héctor Brown! Ahora sí que me va a resultar imposible pasar el resto de la semana sin el continuo recuerdo de Héctor acariciando y besando mi piel.

Ávida de conocer el resto de las sorpresas, me dirijo al mini bar. Al abrirlo, mis ojos se abren con una mezcla de placer y desconcierto. El mini bar está repleto de mis tentempiés preferidos. Aquellos culpables de que yo me debata entre morirme de hambre y establecerme de por vida en la talla 38. Hay fresas confitadas, masa para tortitas, pastelitos de hojaldres, cupcakes, galletas oreo y latas y latas de cereza Power Brown.

Después de mi momentáneo lapsus de alucinación alimentaria, contemplo el frigorífico con recelo. A expensas de la cereza Power Brown, yo no he aludido nunca al resto de mis debilidades culinarias.

Entonces, ¿Cómo lo ha adivinado?

Desde luego, dudo que eso pueda encontrarlo en mi historial universitario.

Dispuesta a no dejar que un tema como ese me llene de estúpidas dudas ,me dirijo hacia la librería.

Después de rebuscar entre el montón de libros me doy cuenta de que los gustos de Héctor y los míos difieren bastante en el tema literario. Tras mucho buscar, encuentro un paquete blanco. Lo desenvuelvo y me quedo anonada.

Esto no tiene nada que envidiar al ejemplar de Jane Eyre.

Una preciosa bola de nieve de cristal detiene mi mundo. En el centro, hay unos delfines saltando del mar. A lo lejos, un barco idéntico al de nuestra primera noche juntos, y en la cubierta del barco, dos personas. Un hombre y una mujer.

Agito la bola emocionada y miles de diminutas estrellas de color celeste flotan alrededor de la imagen.

La bola de nieve acaba en una empuñadura con la forma de un ancla y sobre ella, una placa de color dorado tiene un mensaje grabado.

“Inolvidable”.

Tumbada en la cama, agito la bola y la contemplo ensimismada. Cojo un puñado de galletas oreo y me las meto en la boca. A continuación, un largo sorbo de cereza Power Brown me ayuda a engullirlas.

Gracias a Dios que no hay nadie que pueda verme en estos momentos.

Ya han pasado dos horas desde que recibí todas las sorpresas. Una tras otra me han dejado alucinada, pero he de admitir que ha sido la bola de cristal la que más me ha gustado.

“Inolvidable”

Las palabras flotan en mi mente como una cancioncilla repetitiva y mágica.

Esa escena, la primera vez que hicimos el amor...

En voz alta, me niego a admitir todo lo que esa noche, en un barco en el mar, significó para mí. Pero mi mente sólo me recuerda una verdad de manera constante.

Mi subconsciente ha enmudecido, como si por primera vez, se hubiera quedado sin palabras ante una situación como esta.

—¿Estás ahí?—le pregunto.

Ella no responde, tal vez porque tiene tanto miedo como yo.

Cierro los ojos y los recuerdos me transportan hacia el mar, los delfines y el barco. Un hombre y una mujer en la cubierta. Ella le pregunta algo: “¿Quién eres en realidad?”; él responde “sólo yo”.

Sólo él.

Abro los ojos y contemplo un punto fijo en el techo, tratando de asimilar lo que acabo de descubrir.

Sólo él.

Sí, el único que podría hacer que en mi interior se movieran montañas de placer. El único que consigue que cada momento de distancia se convierta en una tortura. El único que provoca que en mi estómago revoloteen mariposas cuando me besa.

Sólo él.

El hombre del que estoy enamorada. El hombre al que amo.

Héctor Brown.

Mi subconsciente se despierta de su letargo.

“¿Y si te hace daño? Ambas sufriremos”

—Ya no puedo pararlo—replico—ahora es demasiado tarde.

Pienso en el padre que me abandonó, la hermana que se marchó sin dar explicaciones, la madre que enfermó de Alzheimer y para la que algún día seré una extraña y la hermana muerta. Todo lo que he temido durante tantos años se ha cumplido. Yo sólo soy una mujer que necesita una familia. Alguien que me prometa que siempre estará a mi lado, porque todas las personas a las que he amado han ido desapareciendo de mi vida. Y ahora que amo a Héctor, tengo miedo de que algún día él también me abandone. Como todos.

Demasiado tarde para pensar en ello.

Cojo mi móvil dispuesta a mandar un sms.

No importa si esto es para siempre o todo lo contrario, resulta tan efímero como la primavera en Sevilla. Estoy dispuesta a disfrutar este momento. Quiero a Héctor y nada me impedirá que me separe de él.

Al coger mi móvil observo que tengo un sms de mi amiga Marta.

“¿Disfrutando de una noche golosa de fresas y revolcones con el soltero más codiciado de América?

¡¡¡Incluso su voz tan ronca y autoritaria me pone!!! ¡Ese hombre es un tesoro, no lo dejes escapar! “

Me río al imaginar la cara de mi amiga al hablar por teléfono con Héctor. De manera que así ha conseguido Héctor conocer mis gustos. Debo de importarle, al menos un poquito, cuando se toma la molestia de montar todo esto para verme feliz. Eso me pone de buen humor y le mando un sms.

“GRACIAS.

Primer premio al novio del año concedido.

Te echo de menos, vuelve pronto.

Por cierto, Orwell y 1984 apestan, ¿Además de a tu librería con quien tengo que hablar para conocer todos tus gustos?

Inolvidable

I miss U.

Señorita llamativa y exquisita”

Dejo el móvil en la cama. Héctor está en el avión y no me contestará hasta pasadas unas cuantas de horas. Me imagino su cara de póker al leer que Orwell apesta, pero él se lo ha buscado por meterse con Charlotte Bronte.

Miro el reloj.

Son las tres de la madrugada. Así que me acuesto y espero ansiosa su próximo mensaje.

Me levanto a las diez de la mañana y me visto. Nada más abrir la puerta de la habitación, una de las empleadas me dice que me llevará el desayuno a la habitación en unos minutos. Yo le digo que no es necesario, pues tiene cosas más importantes que hacer que estar pendiente de mí como si me tratara de una niña pequeña. Después de mucho protestar, la mujer asiente y se marcha.

Antes de ir a desayunar, voy a mirar el móvil para ver si tengo algún mensaje nuevo. En efecto, un mensaje de Héctor me saca una sonrisa.

“1984 apesta, es la crítica litería más escueta y falta a la verdad que he leído en toda mi vida. Siento decirte que no tienes talento como crítica literaria...por otra parte, me alegro de que te haya gustado la sorpresa.

Me gusta Gunś N roses, soy alérgico a la mostaza y mi escritor preferido es George Orwell. Si quieres saber algo más sólo tienes que preguntármelo. También me gusta cada parte del cuerpo de una morena de carácter llamada Sara Santana, pero eso ya lo sabes”.

Así que le gustan los Gunś N roses, quién lo habría imaginado...

Le contesto con un nuevo sms.

“Creo que no entendiste el libro... 1984 es una crítica contra el TOTALITARISMO

¿?

Casualidad? ¬¬ “

Héctor responde a los pocos segundos.

“QUÉ GRACIOSA”

Disfruto sabiendo la cara de enfado que ha debido de poner al leer mi mensaje, no obstante, ceso con mis pullitas y le mando un beso, deseándole un feliz día de trabajo.

“Sería más feliz si estuviera contigo”

La romántica que hay en mí da vueltas por la habitación y canturrea la banda sonora de Dirty Dancing a grito pelado. Después de unos minutos de pura felicidad, cojo a Leo y me voy a desayunar al salón donde el resto de mujeres comen con normalidad.