CAPÍTULO TREINTA Y TRES

EN el coche, la tensión entre nosotros se puede cortar con un cuchillo. Nos dirigimos hacia la casa de la madre de Diana, puesto que Héctor solo ha tenido que hurgar en el expediente de Diana para encontrar la dirección. Ambos estamos sentados junto a cada ventanilla del vehículo.

Yo siento una profunda opresión en el pecho, puesto que no sé lo que voy a encontrarme cuan do lleguemos. Miro de reojo a Héctor, quien desde que nos hemos montado en el coche, tiene cada músculo de su cuerpo tenso. Ni siquiera se ha dignado a mirarme en todo el trayecto.

Yo miro hacia el techo. Sé que voy a ser yo la que tenga que dar el primer paso si quiero arreglar las cosas, y sinceramente, eso me llena de rabia. ¿Acaso no se da cuenta de que no puede manejarme a su antojo? No soy uno de sus empleados. Uno de esos autómatas que sólo recibe órdenes del todopoderoso Héctor Brown.

Recuerdo la imagen de Miguel, con la mirada cabizbaja y asintiendo ante la reprimenda.

“Se preocupa por ti”—comenta mi subconsciente

No soy una niña pequeña—le digo.

“A veces te comportas como si lo fueras”—responde burlonamente.

¿De qué lado estás?

“Explícale como te sientes. Es lo que hacen las parejas. Se te olvida que no tienes mucha experiencia con los novios”.

Tienes razón.

Mi subconsciente sonríe satisfecha.

“Lo sé. Siempre la tengo. Te iría mejor si me escucharas de vez en cuando”.

—Héctor—lo llamo.

Él vuelve la cabeza hacia mí con indiferencia.

—No quiero discutir—explica.

Vuelve a centrarse en el paisaje.

Yo me muerdo el labio.

“Hombres...”

—Sólo quiero arreglar las cosas—murmuro con desdén.

—Eres libre de pedirme perdón, por supuesto. Te escucho.

Yo pongo los ojos en blanco.

—Tienes una concepción de la culpa bastante extraña.

Él se encoge de hombros.

—Creía que quien tenía la culpa debía pedir perdón, ¿No funciona así?

Yo lo miro echando chispas por los ojos.

—¿Sabes? Creía que era yo quien tenía la habilidad de molestar a todo el mundo, pero hoy has conseguido cabrearme dos veces en un solo día.

—Creía que no ibas a discutir—comenta aburrido.

—Dos no discuten si uno no quiere.

—Si esos dos te incluyen a ti, por supuesto que pueden discutir.

—Eres un idiota—replico, perdiendo la compostura.

Héctor me mira. La diversión se ha evaporado de sus ojos.

Yo no me amedranto.

—No quiero que me ordenes nada. Yo soy mayorcita para saber qué puedo y qué no puedo hacer. Me gusta que te preocupes por mí pero...

—Eres libre de hacer lo que te plazca—dice de manera distante.

Se vuelve hacia la ventanilla y sigue mirando el paisaje.

¿Qué demonios ha sido eso?

¿Qué le pasa a este hombre?

Yo me vuelvo hacia mi lado y hago como si mirara el paisaje, pero en mi mente, diversas imágenes de yo encadenando a Héctor Brown y él pidiéndome perdón me reconfortan. El sonido de la voz del conductor me desvía de mis pensamientos.

—Hemos llegado.

Me bajo del coche sin esperar a Héctor. En el fondo, sé que la manera en la que me estoy comportando es estúpida. Él está aquí, ahora y conmigo, porque le importo. El problema es que parece querer dominar toda mi vida, y eso es algo que no estoy dispuesta a permitir.

La casa de la madre de Diana es de una sola planta y está situada en un barrio tranquilo formado por viviendas adosadas. Parece ser un buen sitio para cuidar a un niño, tanto que incluso a mí me cuesta creer que mi sobrina ha desaparecido en un lugar tan hospitalario. Una punzada de dolor recorre todo mi cuerpo al recordar a la niña, y por un momento, la discusión con Héctor pasa a ser algo secundario.

Sólo puedo pensar en la niña y la futura familia que podríamos formar. Héctor, sin embargo, se comporta de manera tan distante que me cuesta reconocer al hombre cariñoso, dulce y divertido con el que he compartido tanta intimidad en un tiempo tan corto.

Al llegar a la entrada de la casa, ambos nos detenemos al observar a Erik. Él también nos mira, y tanto Héctor como Erik comporten una mirada de aversión. Esto no va a ser fácil. El hombre que ocupa la mayor parte de mis pensamientos y el hombre al que aborrezco están frente a frente, y yo, justo en medio, en una posición bastante incómoda. Sobre todo, si tenemos en cuenta el hecho de que estoy mortalmente enfadada con uno y dispuesta a pedirle disculpas a otro.

—¿Qué hacéis aquí?

Aunque la pregunta la pronuncia en plural, Erik sólo me mira a mí, y lo hace de una forma en la que no me deja lugar a dudas de que está molesto conmigo. En el fondo lo entiendo, no me he comportado bien con él. Mis constantes insultos y mis nulos agradecimientos deben hacer que me aborrezca tanto como yo a él.

—Sabes de sobra lo que hemos venido a hacer—responde Héctor con seriedad.

—No voy a dejar que importunéis a esta mujer.

Yo estoy a punto de replicar, pero Héctor toma la iniciativa antes de que pueda hablar.

—¿No vas a permitir?—se burla—este es un país en el que una persona puede llamar a la casa de otra persona. Estoy seguro de que la propietaria nos abrirá la puerta. No puedes oponerte a eso, aunque te pese.

Erik tuerce la sonrisa.

—Ya, e imagino que Héctor Brown pondrá todo su poder en marcha para que una ciudadana indefensa se vea obligada a abrirle la puerta.

—Una ciudadana indefensa que robó a una niña—protesto yo.

—La dejaron a su cuidado—me corrige Erik.

—Sí, y cuando tuvo que devolverla no estuvo dispuesta a renunciar a ella. Si esa mujer hubiera actuado de manera honrada la niña no habría desaparecido.

—Entiendo que estés dolida, aunque eso no te dé derecho a juzgar a las personas de manera tan gratuita.

Capto el mensaje indirecto que conllevan sus palabras, y a pesar de que existe gran verdad en lo que dice, no puedo evitar responder.

—Te aseguro que me ha costado un precio. Mi sobrina, la hija de mi hermana, lo único que me queda de ella, ha desaparecido por el egoísmo de dos mujeres que sólo pensaron en su propia felicidad.

Erik se aparta de la entrada de la casa y comienza a caminar.

—He avisado a Matilde de que vendríais. También le he dado mi número de teléfono, por si te empeñas en entrar y ella no quiere abrirte la puerta. Está en todo su derecho.

—Yo también estoy en mi derecho de intentarlo, ¿No crees?

Erik no contesta, pero yo lo detengo al pasar por mi lado.

—Espero que me mantengas informada del avance de la investigación.

Erik esboza una mueca burlona.

—¿Para qué tu novio millonario cuestione mi profesionalidad?

—Para que yo encuentre al asesino de mi hermana.

Héctor masculla “imbécil”, lo suficientemente alto para que Erik lo escuche. Ambos hombres se miran con rencor durante unos segundos, y yo, que no soporto la incomodidad que dicha situación me produce, me despido de Erik con frialdad y me llevo a Héctor hasta la entrada de la casa. Llamo a la puerta una vez, y al no obtener respuesta la golpeo repetidamente.

—¡Matilde, sé que está dentro, abra la puerta!—grito, mientras sigo aporreando la puerta con fuerza.

Héctor me detiene y me lanza una mirada amonestadora cuando vuelvo a intentarlo. Para mi sorpresa, es él quien lo intenta esta vez. Utiliza una voz tranquila y autoritaria.

—Matilde, sólo queremos hablar con usted. Sólo serán unos minutos. Nadie quiere acusarla de lo que ha sucedido.

Yo me trago lo que opino, porque en cuanto vea a esa mujer, lo primero que haré será sermonearla por ser una ladrona de niños ajenos.

Los minutos pasan sin obtener respuesta, y segura de que si vuelvo a aporrear la puerta Erik llegará para detenerme, me doy la vuelta para marcharme con aire derrotado. Héctor me detiene y me tranquiliza.

—Abrirá—me asegura.

Yo no estoy tan convencida, pero cuando escucho el sonido de la cerradura al abrirse, no puedo evitar que mis labios esbocen una sonrisa de agradecimiento hacia Héctor. Él vuelve a mostrarse indiferente, y yo me muerdo el labio con tal de no propinarle un guantazo.

La puerta se abre y aparece una figura pequeña y anciana con el cabello completamente blanco. De repente, mis intenciones de gritar a esa mujer se han evaporado, pues al observar a Matilde me he sentido terriblemente culpable por lo que estaba a punto de hacer. Esa anciana parece un ser indefenso a punto de ser engullido por unos agresores despiadados. Desde luego, no era la clase de persona que esperaba encontrar al otro lado de la puerta. En mi imaginación perversa y retorcida, llena de una cruel venganza hacia todos los que le habían causado daño alguno a mi hermana, Matilde era una mujer fría y despiadada. Una señora de mediana edad con el porte altivo de su hija y el cabello pulcramente cepillado en un moño alto sobre la cabeza. Sin embargo, Matilde parece tan débil y asustada que me cuesta adivinar algún rasgo familiar de Diana en los surcos de su rostro. Tal vez sea cierto eso de que todos los ancianos tengan cara de buenas personas. Como aquella vez que me hice amiga del compañero de ajedrez de mi madre; un hombre con barba y las mejillas redondas que resultó ser un general del ejército nazi. Tal vez por olvidar las atrocidades que había cometido en el pasado, el hombre había enfermado de Alzheimer. Incapaz de testificar en un juicio dado la nulidad de sus recuerdos, lo habían destinado a un centro para enfermos de Alzheimer.

Escudriño a Matilde con cara de pocos amigos. Pero incluso con mi olfato de sabueso puesto en marcha, no puedo distinguir señal alguna de maldad en su rostro. Y para mi consternación, justo cuando estoy a punto de recordarme a mí misma que esa señora y su puñetera hija son las culpables de que mi sobrina no esté a mi lado, ella dice lo último que yo me habría imaginado.

—Lo siento—murmura en voz baja y casi imperceptible.

Y a continuación se echa a llorar.

Héctor y yo nos miramos sin saber qué decir ni cómo actuar. Al final, es él quien se decide. Con sumo tacto, le pregunta a la mujer si podemos pasar, y cuando ella asiente entre sollozos, la conduce a ciegas hasta la entrada de la casa. Nos adentramos en una salita en la que hay una mesa camilla con el típico paño blanco bajo el cristal redondo.

—Por favor, sentaos—pide Matilde—siento haberme puesto a llorar. La culpabilidad me puede y yo....—estalla en otro sollozo y no continua hasta que se recompone—yo...imagino lo que debes estar pasando y no entiendo como aún no me has gritado. Lo siento, de verdad que lo siento.

Ni Héctor ni yo hablamos. Por mi parte, me cuesta arremeter contra una anciana llorosa y presa por la culpa.

La mujer prosigue,

—Yo sólo quería ayudar a mi hija a encontrar la felicidad que nunca ha tenido. En el fondo, que ella sea infeliz es culpa mía. Me quedé embarazada después de muchos años intentando concebir a un hijo y cuando ya había perdido las esperanzas. Yo era muy mayor, y la repentina muerte de mi marido me sumió en una profunda depresión. Me sentía culpable por no poder ofrecer a Diana un padre y una vida más acomodada, así que la mimé todo lo que pude. La acostumbré a recibir todo lo que deseaba y ella se convirtió en una niña consentida y bella. Consiguió desfilar, pero las amistades que conoció la llevaron por la mala vida, y ese novio suyo la trató tan mal...—Matilde busca mi mirada tratando de encontrar comprensión, pero yo no soy madre. Tan sólo soy una gemela buscando una manera de redimir los errores del pasado—pensé que lo mejor para ella sería entrar en ese centro, pero no había adicción que curar. Ella estaba frustrada con el mundo. Es estéril. No hay nada que pueda curar el vacío que crea en una mujer la incapacidad para concebir hijos. Yo sólo soy una madre; una madre que lo daría todo por ver feliz a su hija.

Las palabras se atragantan en mi boca, pero finalmente, consigo hablar.

—Señora, no estamos aquí para juzgarla. Yo sólo quiero saber lo que sucedió el día en que desapareció mi sobrina. Eso es todo.

Las palabras suenan tan falsas en mis labios que me esfuerzo por mantener una coraza con la que impedir que la rabia y el odio salgan al exterior. Esa mujer ha contrariado la última voluntad de mi hermana por ver feliz a su hija. Una hija egoísta y malvada que sólo es capaz de pensar en sí misma.

Una mala persona que falló a su amiga. A mi hermana. A mi sobrina. A mí misma.

Y aún así, entiendo que no hay mayor castigo para esta mujer que la culpabilidad que sentirá durante el resto de su vida. La culpabilidad, junto al intento de suicidio de su hija, serán dos grandes cargas con las que tendrá que lidiar para siempre. Mis réplicas, mi rencor y mi dolor sólo me hacen daño a mí misma.

—Esa noche...-recuerda Matilde— Zoé dormía en su habitación.

“Zoé”.

—Eran alrededor de las diez de la noche. Fui a ver a Zoé a su cuarto y ella dormía tranquilamente, por lo que me senté en esta mecedora a hacer punto. Le estaba tejiendo una bufando de color rosa, su color preferido, cuando escuché un ruido en la puerta principal. Apenas tuve tiempo para levantarme y llegar hasta la puerta cuando dos tipos vestidos completamente de negro y encapuchados derribaron la puerta y entraron a la casa. Yo comencé a gritar pidiendo auxilio, pero uno de ellos me puso la pistola en la garganta y me amenazó con apretar el gatillo si yo decía alguna palabra. El segundo hombre fue hasta el cuarto de Sara y se la llevó en brazos. Yo comencé a gritar y le pedí por favor que no le hicieran daño. El hombre que me apuntaba con la pistola me dio un empujón y me dijo que a la niña no le iba a pasar nada porque estaría con su verdadera familia. Entonces se marcharon y llamé a la policía. El resto ya lo saben. Mi hija, al conocer la noticia, intentó suicidarse. Yo quiero a la niña como si fuera su abuela. Ella la quiere como si fuera su madre.

Yo me tenso al escuchar esas dos últimas frases.

—La niña ya tiene una abuela, y tenía una madre a la que nadie podrá reemplazar nunca—la corrijo sin ocultar mi enfado.

Matilde asiente cabizbaja.

—¿Cómo eran los hombres, pudo observar algo distintivo que los identificara?—pregunta Héctor.

—En absoluto. Estaban encapuchados y vestidos de negro.

—¿Tal vez una cicatriz, un tatuaje...?

Los ojos de Matilde se iluminan.

—Ahora que lo dice, uno de los hombres tenía un tatuaje de una pluma india en la mano.

—Una pluma apache—explico.

Matilde ofrece una expresión de terror en su rostro cuarteado de líneas.

—¿Creen que el apache tiene algo que ver en esto? Uno de los hombres dijo algo de llevarla con su verdadera familia...

—No lo sabemos con seguridad, aunque parece ser lo más seguro—responde Héctor.

Matilde suspira llena de pesar.

—Yo no lo conozco, pero todo lo que me contó Diana acerca de El Apache era terrible. Me explicó que Erika estaba aterrorizada de que él pudiera encontrarla. Es un narcotraficante americano con origen indio y tiene poder tanto en países latinoamericanos como en la Europa del Sur.

La narración de Matilde me hace pensar en la crudeza con la que la vida ha debido de tratar a Erika estos últimos años. Imagino que ella se vio tan acorralada que tuvo miedo de acudir a su familia por si el apache tomaba represalias contra mi madre, mi tía o yo misma. Durante todo este tiempo me he estado preguntado lo mismo; ¿Por qué Erika no acudió a mí? Y ahora que obtengo la respuesta un sentimiento de culpabilidad anida en mi interior. Ella era mi hermana, mi gemela, y a pesar de nuestro distanciamiento, ella sabía que podía confiar en mí. Del mismo modo que Erika hubiera sido la primera persona a la que yo acudiera si hubiera tenido algún problema serio. Ahora que sé cuáles fueron sus motivos, he descubierto una dolorosa verdad: mi resentimiento me impidió buscarla. No era ella quien debía acudir a mí, sino yo quien debía acudir a ella.

Tenía que haberla buscado.

Ahora lo único que puedo hacer por mi hermana es encontrar a su hija.

—¿Cómo es la niña?—pregunto a Matilde, deseosa de saber algo sobre esa desconocida sobrina que ahora se ha convertido en el centro de mi universo.

Es extraño, sólo hace un par de horas que conozco su existencia y ya la quiero como si fuera mi propia hija.

—Oh, la niña...—los ojos de Matilde se iluminan con alegría—Zoé es una niña encantadora de tres años. Es alegre, inteligente y cariñosa. Ojalá tuviera una foto de ella, pero esos malditos se llevaron el álbum de fotos y su peluche. Supongo que no querían que ni siquiera tuviéramos su recuerdo.

Yo me levanto para irme. Héctor, educadame nte, le ofrece la mano a Matilde para despedirse. Yo me dirijo hacia la salida sin mirar atrás.

—Si la encuentran, ¿Nos dejará volver a verla?—pregunta Matilde a mi espalda.

Puedo notar la esperanza que existe en su voz. La esperanza unida a una profunda tristeza.

Deseo decirle que no. Estoy a punto de decirle que no. No obstante, cuando voy a abrir mis labios, hay una señal que lo cambia todo. Vuelvo a sentir el nexo de unión en mi costado. Aquella cicatriz rosada; el punto de unión de nuestro nacimiento, escuece. Yo me llevo la mano hacia el costado, entendiendo lo que ella me está diciendo. Muy a mi pesar, respondo de manera distinta a mis propios deseos.

—Si la niña quiere verlas son libres de visitarla—digo, sin volverme a mirarla.