CAPÍTULO VEINTISEIS

LAS oficinas de la editorial son impresionantes. Paredes pintadas en tonos neutros, muebles grises y blancos, tecnología de última generación...todo ello le confiere un aspecto moderno, sencillo y funcional. Por comentarios de la recepcionista, a la que Héctor ha pedido que me enseñe la empresa, me entero de que ésta es sólo una oficina. La central se encuentra en Madrid, y además, la editorial pertenece al grupo Brown, de la que forman parte otro grupo de editoriales que se han expandido por América Latina. No tenía ni idea de que Héctor se dedicará al mundo editorial además de a los productos para deportistas.

Héctor no deja solas, pero antes pregunta si alguien, a quien no se refiere con su nombre, lo está esperando. La recepcionista responde algo nerviosa que lo han hecho pasar a la sala de visitas, y Héctor se marcha automáticamente. No tengo ni idea de qué va eso, ¡Cuando secretismo! Imagino que el mundo de los negocios debe ser complicado.

Durante unos segundos mis fantasías me llevan hacia “Sara Santana, presidenta de su propia editorial”. Es algo tonto, lo sé. Pero me ha hecho ilusión imaginarlo. Tengo que admitir que no he mentido a Héctor cuando he alegado que el mundo editorial no me interesa. En realidad, lo que yo quiero ser es una gran periodista. Una que viaje por el mundo a modo de corresponsal, cubriendo sucesos políticos y mediáticos. Pero mi gran sueño siempre ha sido ser escritora. Pasar unos años como una periodista experimentada y con gran prestigio a la que se le abren, finalmente, las puertas del mundo de la escritura. Un Pérez Reverte, ¿Por qué no? Bueno, podría contestar a esa pregunta porque por lo pronto, mi trabajo consiste en un periódico local con una media de lectores de doscientos habitantes, ¿Triste? No lo es tanto si consideras que antes estaba en paro.

He de reconocer que aceptar el puesto que me ofrece Héctor me allanaría el camino. Lo haría más corto. Un trabajo en la editorial me permitiría publicar mi propio libro porque ya tendría los contactos adecuados. El problema es que mi orgullo me impide aceptar tal cosa. Hay algo en el hecho de ser un enchufado que me da mal rollo. No sé, llámame rara, pero lo cierto es que ser la novia del jefe no me seduce, en absoluto. No soporto las habladurías, y saber que existirían miles de comentarios maliciosos de mis compañeros de trabajo me apenaría. Luego está el hecho de que me infravaloraría a mí misma. Siempre he querido conseguir lo que me propongo por mi propia valía, y no por el hecho de que otros me ayuden. De ser así, no sería capaz de sentirme orgullosa de mí misma.

Puedo leer el titular: “Sara Santana, escritora y famosa novia de Héctor Brown”

No, no me gusta. Bueno, sí que me gusta el hecho de ser novia de Héctor, sólo que él no me lo ha pedido. Por el momento sólo soy la chica con la que se acuesta, lo que tampoco está nada mal, por cierto. El caso es que habría que cambiar el titular a algo así: “Sara Santana, escritora enchufada y famosa amante de Héctor Brown”

¿Qué te parece? A mí fatal, me dan náuseas sólo de pensarlo.

Vuelvo a la realidad y me olvido del libro que escribiré...algún día, o de ser la novia de Héctor...

algún día. Lo que de verdad importa es mi hermana. Y en ese momento, más bien, desde que Héctor ha vuelto de su viajo, me he olvidado de ella. Me siento culpable. Sé que soy la peor hermana del mundo.

Fantaseo con el sospechoso del asesinato de mi hermana. No puedo evitarlo.

En ese momento la culpabilidad me asfixia. Necesito hacer algo para sentirme mejor. Lo que sea. Y se me ocurre algo. Llamo a la recepcionista, que me está enseñando el servicio.

No tengo ni idea por qué cojones me enseña el servicio. Es un inodoro y una pila de agua. Más bonito que los que suelo ver en mi vida diaria, pero un váter al fin y al cabo. Supongo que la chica se encuentra incómoda ante el hecho de tener que enseñar la empresa a una desconocida.

—Me gustaría esperar al señor Brown en su despacho.

La chica duda, pero el hecho de que yo he llegado con Héctor le hace disipar cualquier sospecha.

—Claro, acompáñeme—responde, feliz de ser liberada de esa tarea.

Llegamos al despacho de Héctor. La chica comenta que él no suele pasar mucho tiempo allí, y que en realidad, visita la editorial un par de veces al año, pues las oficinas centrales están en Madrid. Asiento y ella me deja sola.

Si no pasa mucho tiempo aquí no voy a encontrar nada. Pero por echar un vistazo...

Sé lo que estás pensando. Primero me acuesto con el supuesto asesino de mi hermana y ahora cotilleo entre sus cosas. Míralo desde el punto de vista de una mujer que está completamente desesperada, ¿Lo ves mejor? Yo tampoco, pero igual voy a hacerlo.

Abro el primer cajón del escritorio. Vacío.

Vale, es verdad que no pasa mucho tiempo aquí.

Abro el segundo cajón. Hay algunos papeles. Los ojeo. Son contratos.

Abro el tercer cajón. Hay algunos manuscritos, al parecer son de escritores noveles.

A mi subconsciente se le enciende la bombilla y tararea una canción.

“Tú podrías ser uno de ellos....”—canturrea.

Le digo que se calle, y por supuesto, no me hace caso.

O luchas por ser la novia o luchar por descubrir al asesino de tu hermana. No puedes tener las dos cosas”

—Que me dejes en paz—digo en voz alta.

Silencio. Parece haberse callado.

Voces. Vienen de la habitación de al lado.

Oigo a Héctor. Está gritando. Me acerco a la pared y pego la oreja.

—¡No quiero que vuelvas a presentarte aquí!—ese es Héctor.

—Necesito tu ayuda y tú eres mi único amigo!—replica una voz masculina.

—No lo soy desde que sucedió lo que ambos sabemos—responde Héctor.

Parece muy enfadado.

Escucho un portazo, corro hacia el escritorio y me agacho para que no me vean. No quiero que me pillen escuchando. Veo pasar a un hombre andando muy alterado. Lo reconozco de inmediato.

El marido de Claudia.

Va pegando voces por el pasillo.

Si lo que ambos saben que ha pasado es la desaparición de Claudia y el asesinato de mi hermana...

entonces....

No quiero pensar, así que me marcho hacia la puerta y regreso a la recepción. Como la recepcionista me ha enseñado el lugar, sé que al marido de Claudia lo han hecho salir por la puerta trasera para evitar un espectáculo desagradable.

Llego a la recepción. A los pocos minutos aparece Héctor. Él no sabe que yo lo sé, pero yo sé lo que él sabe. Es lioso. Es horrible si yo estoy en lo cierto.

Héctor parece nervioso. Tiene el pelo revuelto, y yo sé que él se lo echa hacia atrás cada vez que está enfadado.

—¿Ocurre algo?—pregunto con total inocencia.

Él me sonríe, me da un abrazo y me besa en la frente. Parece tranquilizado de tenerme allí con él en ese preciso momento. Me da la sensación de que es como si me necesitara.

Eso...es....contradictorio.

Impropio del asesino de mi hermana, pero....

—¿Quieres tu sorpresa?—pregunta.

Lo miro. Desesperado incluso está más guapo.

¡Dios! ¿Cómo puedo pensar en eso después de lo que he oído?

“¿Qué has oído exactamente?”—pregunta jocosamente mi subconsciente.

La hija de puta que hay dentro de mí vuelve a las andadas.

No, no sé lo que he oído. Han tenido un problema, y puede referirse a mi hermana.

Miro a Héctor. Si quiero descubrir la verdad tendré que pasar tiempo con él de todas formas. El problema es que me conozco, y sé que cuanto más tiempo esté a su lado más me colaré por él.

Héctor me mira expectante. Se está empezando a cansar.

—Sí, quiero mi sorpresa—contesto, poco segura.

Él me coge de la mano y nos dirigimos al ascensor. Nos montamos en el coche y volvemos a emprender el camino. No tengo ni idea de a dónde me lleva. A la media hora llegamos a un campo llano y verde. Está desierto excepto por una nave industrial. Héctor detiene el coche. Miro a mi alrededor, incrédula.

—Si querías llevarme al campo tenemos una al lado de mi casa. Más bonito, con árboles y esas cosas.

Héctor se baja del coche.

—No te he traído al campo—dice, bastante molesto. Señala hacia la nave y me insta a que me baje del coche.

Es gracioso, porque si quisiera matarme no iba a enterarse nadie. Miro al cielo. No creo en Dios, pero por si acaso, no me vendría mal que él me acompañe en este momento.

Me bajo del coche.

“Para follártelo no pones tantos impedimentos”—me informa mi subconsciente, partida de risa.

Le digo que si me pasa algo morimos las dos, y eso parece afectarle bastante. Se calla.

Camino hacia la nave. Las piernas me tiemblan.

¿Qué me pasa? Si hubiera querido matarme ya lo habría hecho, ¿No? Me habría tirado por la borda cuando estábamos en medio del mar. No soy buena nadadora.

Héctor abre las puertas de la nave. Yo cierro los ojos. Me imagino que un pit bull salta sobre mí y me arranca la cara. Lo leí una vez en las noticias. Qué muerte tan horrible. Yo preferiría morir sin enterarme, a poder ser, echando una cabezadita en el sofá después de un maratón de Gossip Girl y un helado de plátano y brownie de Ben& Jerrys. Voy a gritar. Se lo pienso decir a Héctor, al menos, podría tener ese detalle.

—¿Qué haces?—me pregunta desconcertado.

Abro los ojos. En medio de la desierta nave hay una avioneta.

Suspiro.

—Las sorpresas se dan con los ojos cerrados—digo, histérica perdida.

No sé por qué pero tengo ganas de reír.

Héctor se encoge de hombros y se acerca a la avioneta. Le acaricia uno de las alas.

—Me encanta volar. Aprendí cuando tenía dieciocho años—se gira hacia mí, y sus ojos brillan emotivos—siempre vuelo sólo. Quería compartir esto contigo. No es mucho, pero es el principio de algo.

Estoy a punto de desmallarme.

Este es el momento más romántico de toda mi vida. Él, que siempre vuela sólo, va a compartir esto conmigo. El principio de algo....

Olvida que antes pensaba que él iba a matarme, ¿Vale? Porque ahora, Héctor Brown se ha convertido en el tipo de mis sueños.

—Gracias por compartir esto conmigo—respondo ilusionada.

Me acerco a él y le doy un beso en los labios.

Él abre la puerta de la avioneta y me ayuda a subir. Luego se monta . Enciende el motor. Recuerdo que me da miedo volar. Con la emoción del momento, se me ha olvidado. La hélice comienza a girar. Si alguien pasara por delante en este preciso momento, le arrancaría la cabeza de cuajo. No sé por qué pienso eso, de verdad que no. Empiezo a creer que tengo una mente macabra. El avión comienza a moverse. Vamos hacia el campo verde.

Me río histérica.

—¿Qué pasa si nos estrellamos?—pregunto inquieta.

Héctor me echa una mirada que quiere decir “cállate”. Aún así se apiada de mí y responde.

—No vamos a estrellarnos. He pilotado tantas veces que soy incapaz de contarlas.

No contenta con su respuesta, vuelvo a insistir.

—¿Pero y si nos estrellamos?

Veo como aprieta el volante. Genial, lo estoy cabreando. Ahora, si se enfada, puede que nos matemos de verdad.

—Si nos estrelláramos moriríamos—dice tan pancho.

Dicho eso, la avioneta empieza a despegar del suelo. Me agarro al asiento.

¿Cómo coño ha sido capaz de decir eso?

El suelo se hace cada vez más lejano.

Quiero reír y llorar a la vez. Siento cosquillas en el estómago. Abajo todo es muy pequeño.

—Sara—su mano derecha agarra la mía. La otra sostiene el volante—nunca permitiría que te pasara nada.

Sonrío más tranquila. Por si acaso, le hago volver a colocar la mano en el volante.

Él se ríe.

Yo no.

Los primero minutos los paso nerviosa. Al final, empiezo a disfrutar del paisaje. Visualizamos los árboles, las casas, las carreteras...todo es pequeño y hermoso.

¡Estamos volando!

Y es...increíble.

Me río. Hago comentarios acerca de los lugares que me gustaría visitar en el mundo. La mayoría él ya los ha visitado, pero promete llevarme algún día.

Algún día.