CAPÍTULO DIECISEIS

ESTOY frente a la casa de Adriana cruzada de brazos. La conversación que he mantenido con Héctor me ha dejado aturdida. Yo quiero confiar en él, y lo más importante, yo necesito confiar en él. Sus ojos verdes me han mirado de una forma intensa, apasionada y dolorosa antes de dejarme sola, lo que me ha dejado trastocada.

Aquel hombre me tiene hechizada. Su sonrisa perfecta hace que yo me sienta con la fuerza suficiente para cruzar un océano a nado para encontrarme con él en la otra orilla. Sus ojos me traumatizan cada vez que se encuentran con los míos. Su cuerpo me excita de una manera incomprensible para mí. Su presencia causa en mí las sensaciones más irreflexivas posibles. Yo lo deseo como nunca antes he deseado a ningún otro hombre.

Pero dudo. Dudo de él.

¿Qué ve un hombre como él; un tipo guapo, rico y poderoso en mí?

Yo deseo confiar en él con todas mis fuerzas, al mismo tiempo que me digo a mí misma que aquel hombre tan perfecto no puede tener nada que ver con la muerte de mi hermana. Y mientras, siento el dolor de la traición; puedo notarlo junto a mi costado, el lugar en el que hace mucho tiempo estuve unida a mi hermana. Aquella cicatriz me escuece cuando yo pienso en Héctor Brown, como si mi gemela, aquel retrato indiferente al que yo nunca logré entender, me transmitiera sus pensamientos nítidos a mi cabeza. Aquellos pensamientos que ella nunca compartió conmigo. Ahora, lucen claros en mi cabeza. Sólo dicen una cosa: “no confíes en él”.

¿Por qué, Érika?—le pregunté en un susurro—¿Por qué no quieres que sea feliz?

Ella me contempla desde el espejo del escaparate. Sus labios se mueven para decir algo, casi en un susurro inentendible. Apenas producen sonido. Tan solo yo puedo escucharla.

“No lo hagas”—me dice.

Pero es demasiado tarde. Aquella es mi vida. Niego con la cabeza hacia la chica del espejo. Le transmito lo que pienso. Esta es mi vida. Tengo derecho a equivocarme. Tú te marchaste, tomaste una decisión. Yo también tengo derecho a tomar la mía.

La figura se desvanece.

Llamo a la puerta de la casa, y una mujer de figura encorvada y pelo canoso aparece en el umbral.

—El policía me dijo que vendría—dice la mujer, acompañando su tono de voz con una risilla cantarina que no entiendo—dice que no se da por vencida. Y también dijo...—baja la voz y se acerca a mi oído—que eres muy testaruda.

Aprieto los dientes. Con qué esas tiene.

—Señora, no quiero molestarla, solo venía a preguntarle si Adriana habló con usted a las diez de la noche el día que Erika...falleció.

—Así es. Estuvo aquí durante más de una hora y entre las dos acordamos llamar a un fontanero.

Me despido de la anciana y camino hacia la cafetería. Después de las acusaciones que yo he vertido sobre Adriana, ella se merece una disculpa. No obstante, cuando llego a la cafetería ella no está. Su tío me explica que las migrañas han vuelto a aparecer, y que le ha dado un par de días libres.

—La pobre lo pasa muy mal cuando las tiene—me explica.

Yo sé que las migrañas no son otra cosa que el síndrome de abstinencia. Por si acaso no lo comento en voz alta, pues no sé si aquel hombre está al tanto de la adicción de su sobrina.

—¿Le sirvo algo?

—Sí, un café solo muy cargado.

El hombre me sirve el café.

—¿Un mal día?

Dejo caer los brazos en un gesto trágico sobre la barra.

—¿Tanto se me nota?—pregunto apesadumbrada.

—Es usted un libro abierto, ¿Sabe? Muy distinta a su hermana. A ella no se le podía sacar nada ni con sacacorchos.

—Ya.

—Como aquella vez que vino con aquel collar tan bonito. No hubo manera de saber con quién estaba saliendo.

Me pongo tensa sobre el taburete y centro toda mi atención en el hombre.

—¿Un collar con una estrella tallada con un zafiro?

—Sí, ese. Una joya muy bonita, aunque ella sabía que era de imitación, no le importaba. Fue lo único que dijo. Yo no lo habría sabido nunca, la verdad. Pero ella decía que se podía distinguir a simple vista por el brillo.

Tal y como ha hecho Héctor, pienso.

—¿Y cree que salía con alguien?

—Yo creo que sí. Soy viejo, esas cosas las notamos. Y más en una jovencita. Estuvo una semana con los ojos brillantes y la actitud soñadora, y aquel día que vino con el collar, estaba más arreglada. Supe que iba a salir. La recogió un coche blanco.

—¿No vio quien era?

—No. La recogió a la salida del pueblo, Adriana me lo contó.

—¿Y sabe de que marca era?

El hombre se rasca la barba, pensativo.

—Mmmm...no lo sé. Quizá un Seat. Ella no estaba segura.

Me termino el café de un trago y me voy de allí con una amplia sonrisa. Héctor me ha dicho la verdad.

La joya es de imitación. Y yo estoy segura de que regalar joyas de imitación y viajar en un Seat no es cosa del poderoso y mortificantemente rico Héctor Brown.

Mando un mensaje telefónico a Erik. Muy escueto:

“Salía con alguien. Le regaló un collar con un zafiro de imitación. La recogió en un Seat blanco. No soy testaruda”.

Me guste o no, él es el único que puede ayudarme a encontrar a aquel hombre.

Después de eso, yo decido invertir la tarde en mí. Sé lo que tengo que hacer. Sé lo que quiero.

Llego al centro después de una hora de intensa caminata. Saludo a la mujer de la bata blanca y le informo de que tengo una cita concertada con el señor Brown. Yo no quiero exponerme a que el no tenga ganas de recibirme después de la conversación que mantuvimos hace una hora. La mujer me mira con gesto dubitativo.

—Está reunido—me informa.

—No importa, esperaré fuera.

Conozco el camino hacia el despacho de Héctor, y lo rehago con la sensación de que nada puede salir mal. Él me ha pedido que yo confíe en él. Yo estoy dispuesta a hacerlo.

Tengo tantas ganas de verlo que se me olvida que está reunido por una cuestión de negocios. Abro la puerta. Y entonces me doy cuenta de que siempre todo puede ir a peor, incluso cuando tienes la certeza de que no es posible.

La chica rubia que parece sacada de un catálogo de Victoria Secrets está sentada de manera informal sobre la mesa del escritorio, y una de sus manos descansa sobre la pierna de Héctor, a quien le habla a escasos centímetros del rostro.

Me quedo allí plantada sin saber qué hacer. Mi cara de póker es digna de fotografiar en este momento.

Te reirías de mí si me vieras ahora mismo. En serio.

—Sara— Héctor apartó la cara de la señorita Miss piernas perfectas y la posa en mí—no te esperaba —me dice con sequedad.

—Es obvio—respondo, imitando su tono.

—Linda, tengo que hablar un momento a solas con ella, ¿Te importa dejarnos?

¡Oh, encima se llama Linda! ¿Por qué, mundo cruel?

—En absoluto, Héctor— la tal Linda planta dos sonoros besos en cada una de sus mejillas, acompañados de dos brazos alargados y delgados que rodean su cuello posesivamente. Héctor mantiene la mirada fija en mí, inescrutable y congelada. Yo me voy haciendo más pequeña por momentos.

Linda se baja del escritorio y camina hacia mí contoneando las caderas en un vaivén que resulta ser un derroche de sensualidad. Al pasar por mi lado me dedica una sonrisa gélida.

—¿Qué haces aquí?—me espeta Héctor, una vez que Linda se ha marchado.

Me siento tan estúpida que no sé qué decir.

—He venido en mal momento, tendría que haber avisado.

Agarro el pomo de la puerta y comienzo a girarlo, pero su voz poderosa me detiene.

—Siéntate y habla—me ordena—¿Qué sucede?

“Qué sucede” bufo para mí.

Avanzo hacia el escritorio, repentinamente furiosa, y me siento en la silla, fulminándolo con la mirada. Más bien intentando fulminarlo con la mirada, porque todo lo que consigo es una respuesta glacial e indiferente por su parte.

—Venía a decirte que confío en ti—le informo muy ufana—aunque ya da igual.

El enarca una ceja.

—¿Por qué da igual?

—Oh—le resto importancia con un movimiento de mano—no sé, quizá porque te he visto ocupado.

—¿Ocupado con qué?—insiste, como si no entendiera a qué me refiero.

Yo pierdo la compostura, si es que alguna vez la he tenido.

—Señor Brown, para ser un hombre de éxito es usted un poco lento.

—Sara, no me llames Señor Br...—pone las manos sobre la mesa y aprieta los dientes—está bien, ¿Qué pasa ahora?

—Nada.

—Cuando una mujer dice nada significa lo contrario.

—Cuánto sabes de mujeres—me burlo.

Él se pasa una mano por el cabello, se afloja la corbata y me mira, esbozando una amplia sonrisa.

Ahora que luce informal, está tan jodidamente guapo que siento ganas de perdonárselo todo. Casi.

—Así que es eso, estás celosa.

—No estoy celosa—replico, haciéndome la digna.

Puedo sentir como las aletas de mi nariz tiemblan con la rabia y la mentira. Él ignora mi respuesta, como si ya hubiera entendido lo que me pasa.

—Es solo una amiga, ya te lo dije. Oh, espera. Olvidaba que no eres capaz de confiar en mí.

—¡Eso no es cierto!—me levanto enfadada—venía a decirte que confío en ti ciegamente. Pero entro y veo que estás muy bien acompañado.

—Ahora estoy bien acompañado—me contradice.

Yo suspiro, ¿Por qué puede conseguir desmoronar mis defensas con una sola frase?

—No es cierto, yo he visto como estabas, se te veía muy cómodo y...

—¿Qué has visto exactamente?

—Yo, mmm.., sé lo que he visto.

—Entonces explícamelo, porque tu forma de pensar me tiene muy intrigado—dice, cruzándose de brazos de manera expectante—¿La estaba besando?

—No—respondo entre dientes.

—¿La estaba tocando?

—No—respondo, sintiéndome más tonta por momentos.

—¿Entonces?—se burla, para mayor mortificación mía.

—Parecías complacido e interesado.

—¿Pudiste ver mi cara?

—Sí —miento.

—No es cierto. Si la hubieras visto sabrías que no estaba ni complacido ni interesado. Y si me miraras ahora, verías que sí lo estoy.

Aparto los ojos del radiador y los ruedo lentamente hacia él. Sus ojos brillan con interés y sus labios están curvados en una sonrisa seductora.

Se levanta, rodea el escritorio y se abalanza sobre mí. Devora mi boca con ferocidad y me agarra del pelo tirando de mi cabeza hacia atrás, haciendo el beso más exigente y completo. Nunca me han besado así. Como si yo fuera la única mujer del planeta. Nadie me ha hecho sentir deseada, y ahora, con sus labios sobre los míos y su lengua luchando contra la mía, yo me siento la mujer más única del mundo.

Sus manos bajan hacia mis caderas y las alzan hacia su polla erecta, demasiado evidente bajo su pantalón como para pasar desapercibida. Yo me encojo bajo su cuerpo; duro, caliente y preparado para mí.

—¿Crees que yo estaba interesado en ella de la misma forma que lo estoy en ti?—me coge la mano y la lleva directa a su miembro. Yo suelto una exclamación de sorpresa.

Se separa de mí y apoya las manos a ambos lados del escritorio, para no dejar caer su peso sobre el mío. Su boca habla a escasos centímetros de la mía.

—Sara, voy a obligarte a confiar en mí.

Quince minutos más tarde mi respiración sigue agitada, mi corazón palpita bajo mi pecho a gran velocidad y mi cabello continúa revuelto. He pasado de estar en el despacho de Héctor a estar sentada en el asiento de un Audi descapotable de dos plazas en un indiscreto color rojo. Tengo un tic en la pierna que no logro controlar, y mis manos se aferran a ambos lados del asiento con las uñas clavadas en la tapicería de cuero color crema. Héctor conduce en silencio.

—¿A dónde vamos?—le pregunto otra vez.

—Lo sabrás a su debido momento, ¿Tienes sueño?

—¿A dónde coño vamos?—insisto.

—Tardaremos un par de horas. Será mejor que duermas un rato. Quiero que estés descansada cuando lleguemos.

—No estoy cansada, y odio dormir en un coche. Me mareo si lo hago.

—Entonces escucha algo de música.

Él enciende el dispositivo y una melodía clásica comienza a sonar. Elevo la cabeza al cielo buscando clemencia.

—¿No tienes algo más...contemporáneo?

Se encoge de hombros y señala hacia la radio para que yo elija lo que me guste.

—Podrías cantar tú—bromea.

Lo fulmino con la mirada.

—Qué gracioso—siseo.

Elegí una emisora de música pop y Britney comienza a cantar. Por el rabillo del ojo vislumbro que Héctor aprieta el volante con ambas manos. Sonrío, me echo en el asiento y disfruto de las vistas.

Una nunca se cansa de admirar a Héctor Brown en todas sus facetas y desde todas las perspectivas posibles.