CAPÍTULO VEINTINUEVE
ME despierto envuelta en un mullido edredón, sábanas blancas y una confortable almohada.
Dondequiera que haya dormido esta noche no es mi cabaña. Los ojos se me acostumbran a la luz y diviso una amplia habitación de paredes color crema en la que hay una enorme ventana de la que fluye una luz cegadora. Incómoda por tanta luz, me levanto de la cama y corro las espesas cortinas del mismo color. En la habitación todo ha sido pintado en tonos neutros y suaves, llena de muebles modernos y funcionales que le confieren un aspecto formal y distante. Es un lugar bonito, pero no es un hogar. Carece de la calidez que proporcionan los colores vivos y las fotografías que plasman los recuerdos de la familia y amigos. Allí, por el contrario, no hay marcos de fotos ni sábanas de franela.
Al mirar por la ventana descubro que me encuentro en el centro, y a juzgar por el lujo, debo de estar en la habitación de Héctor. No puedo evitar preguntarme a raíz de este descubrimiento si su verdadera casa tendrá un carácter tan impersonal como esta habitación.
—¿Has dormido bien?—pregunta su voz desde la entrada.
Lo saludo con una sonrisa que trata de ocultar todas las pesadillas que he tenido esta noche.
—La cama es muy cómoda—aseguro.
—No has parado de moverte en toda la noche—responde preocupado.
¿Significa eso que hemos dormido juntos? Él, que nunca duerme con nadie. Me recuerdo a mí misma que ahora soy la novia de Héctor, y que los novios, entre otras cosas, suelen dormir juntos. Aunque no logro entender qué es lo que ha propiciado que él haya cambiado de opinión de un momento a otro.
Hace unos días me advertía de que no debía enamorarme de él, después de su viaje, sin embargo, me pedía que fuera su novia.
—No recuerdo haber llegado aquí.
—Te quedaste dormida en el coche y con todo lo que había pasado no quería que pasaras la noche sola y allí—se disculpa.
Contemplo la bandeja repleta de comida que lleva en las manos. Él asiente y la deja sobre una mesita circular rodeada por dos sillas y colocada junto a la ventana.
—He pensado que tendrías hambre.
A decir verdad estoy famélica. Anoche no cené, y hoy, que a juzgar por la luz de la ventana debe ser mediodía, aún no he comido nada.
Me siento en una de las dos sillas y devoro con ansiedad la comida que hay sobre la mesa. Es un verdadero banquete compuesto por panecillos dulces, mermelada de frutas, zumo de naranja, café, bizcochos y tostadas. Héctor se sienta en el lado contrario sin decir nada. Tan sólo me observa fijamente con un gesto de lo más extraño y pensativo en la cara. Harta de ser observada mientras devoro la comida como si fuera mi último día, me vuelvo hacia él.
—¿Qué pasa?
Él se lo piensa antes de hablar.
—Vas a saberlo tarde o temprano—se dice a sí mismo—el juez ha ordenado la inmediata puesta en libertad del señor Miranda. Le ha retirado el pasaporte para que no pueda viajar hasta que se esclarezcan los hechos.
El señor Miranda no es otro que el jardinero. Me revuelvo incómoda en mi asiento y contemplo el festín que hay ante mis ojos. He perdido el apetito de buenas a primeras.
—¿Está aquí?—quiero saber.
Estoy dispuesta a encararlo y descubrir la verdad si me lo encuentro por los pasillos.
—De ninguna manera—responde Héctor, sorprendido—no iba a permitir que compartieras techo con el sospechoso del asesinato de tu hermana. Lo he suspendido de empleo y sueldo hasta que sepa la verdad. Me cuesta creerlo, siempre lo he considerado un hombre honesto y trabajador.
Héctor me coge una de las manos en señal de apoyo.
—Sara, tienes que alejarte de esto antes de que te consumas. Estoy preocupado por ti—sus ojos verdes muestran un brillo encantador cuando me observan con preocupación— esta noche has tenido pesadillas y susurrabas el nombre de tu hermana. Tienes que dejar esto a la policía. Tal vez, un cambio de aires sea lo mejor. Podríamos viajar a uno de esos sitios que siempre has querido visitar. Los dos solos.
La idea resulta tentadora, pero la desecho instantáneamente. Viajar con Héctor supone lujo y sexo. Un viaje maravilloso que en otro momento no habría querido perderme. Me imagino en una playa desierta con un san francisco en la mano y los dedos de Héctor dándome un masaje en la espalda, o quizá París al anochecer, en un bonito restaurante desde el que se ve la torre Eiffel, o atravesar Venecia en Góndola.
—No quiero marcharme de aquí. No me moveré de este lugar hasta descubrir la verdad. Se lo debo a mi hermana.
Recuerdo las cenizas de mi hermana en la estantería anodina de la cabaña del lago. Nos he hecho una promesa a ambas. Sus cenizas serán esparcidas cuando su asesino se encuentre en prisión.
Héctor suspira. Ha empezado a comprender que cuando algo se mete en mi cabeza es imposible sacarlo. Incluso con un sacacorchos con etiqueta “destino Seychelles todo incluido”.
—El viaje a París es dentro de dos semanas. Serán sólo dos días. Quiero que vengas conmigo, como mi novia, ¿Lo recuerdas?
Lo recuerdo. Dos días es un tiempo prudencial, y además, deseo ser presentada como la novia de Héctor. Eso le dará una lección a la engreída de Linda.
—Sólo dos días—le advierto.
—Sólo dos días—promete él.
De repente, su rostro se contrae en una pícara sonrisa. Me mira de arriba abajo con satisfacción y se ríe para sí.
—¿Qué?—pregunto sin entender.
—Desde que eres la novia de Héctor Brown estás...como decirlo...mucho más guapa, interesante, radiante.
Pongo los ojos en blanco.
Se acerca hacia mí para agarrarme por la cintura, pero yo me echo hacia atrás.
—Qué gracioso. Así que ser la novia del señor Brown me sube el caché.
Él se ríe. Yo no.
Dispuesta a bajarle los humos a ese engreído, le doy de tomar su propia medicina.
—Qué bien, ya mismo podré salir con algún futbolista. Siempre me gustó Beckham.
Héctor se pone serio de inmediato. Ahora no se ríe.
—Beckham ya está pillado—dice secamente.
—No soy celosa—digo para molestarlo.
—Yo sí.
—Tampoco soy exigente. Hay más peces en el mar.
—¿Cómo que no eres exigente?—exclama, repentinamente molesto y abriendo mucho los ojos.
Me empiezo a reír estallando en grandes carcajadas. Héctor se cruza de brazos, molesto. De repente, me agarra de la cintura y me sienta sobre él a horcajadas. La respiración se me acelera. Lo he molestado, lo sé, por el brillo de sus ojos que abrasan los míos.
—¿A sí que no eres exigente?—murmura con su cara muy cerca de la mía.
Niego lentamente la cabeza de un lado a otro, conteniendo las ganas de reír.
Me amonesta con la mirada, en la que ahora existe una clara diversión.
—Yo sí. Mucho. De hecho, siempre quiero lo mejor—explica muy serio y sin apartar sus ojos de los míos.
—¿Y tienes lo mejor?
—Lo tengo aquí sentado en mis rodillas.
Lentamente me va desvistiendo. Primero, sus manos se deslizan por mis hombros y dejan caer el holgado pijama de hombre al suelo. Luego, descienden hacia el cordoncillo de los pantalones y los arranca sin demasiados miramientos. Yo me concentro en los botones de su camisa y los desabrocho uno a uno, deleitándome en cada trozo de piel que va quedando expuesto ante el tacto de mis manos.
Su torso es duro y caliente, y voy dejando besos cortos alrededor de su abdomen.
Héctor me coge en brazos y me lleva hacia la cama, en la que me deja sobre un tumulto de sábanas, como si estuviera cubierta por espesas y algodonadas nubes blancas que me impidieran ver el cielo.
Las aparto de mi cara dando manotazos a ciegas, y puedo notar como él se ríe. Deja pasar unos segundos antes de ayudarme, y lo hace con suma delicadeza, como si yo fuera una muñeca de porcelana rodeada por ese embalaje de burbujas de plástico que impide que se fracture. Yo, con menos miramientos, lo agarro del cierre del pantalón y se lo quito.
—Ansiosa—murmura roncamente contra mi oreja.
“Oh, sí que lo soy”
Héctor me besa en el cuello, desciende hacia la base de la garganta y hace que se me acelere el pulso.
A continuación deja estimulantes y cortos besos a lo largo de todo mi cuerpo. Sobre los pechos, el vientre, las caderas y las piernas. Con una mano acaricia mis pantorrillas y besa la parte interior de su muslo, acercándose lentamente al centro de mi cuerpo. Entonces me besa sobre el monte de Venus y baja aún más, hasta llegar a mis labios vaginales. Su lengua me recorre lentamente hasta posarse sobre el clítoris. Me estimula en el tenso botón, lo toma entre sus labios y succiona. Yo arqueo las caderas hacia su cabeza, lo cojo del cabello con las manos y suspiro. Él sigue besando, lamiendo y succionando mi clítoris, hasta que me provoca un orgasmo tan intenso que me hace estallar en sollozos ininteligibles.
Antes de que pueda volver a reaccionar, Héctor me penetra y se mueve dentro de mí. Instintivamente lo rodeo con las piernas y hundo las manos en el cabello negro como la noche. Él se mueve lentamente, prolongando ese momento deliberadamente. Lo que hay entre nosotros en este momento es difícil de explicar. Se ha creado un clímax tan íntimo que puedo notar las sensaciones que mi manera de responder a sus caricias provocan en él. Ambos estamos abandonados al placer del otro y al nuestro propio, ahora y allí no hay nada más que dos cuerpos moviéndose al unísono de una misma pasión.
Me dejo ir justo en el momento que Héctor se viene dentro de mí. Durante unos segundos permanecemos abrazados sin decir nada, hasta que él, a regañadientes, se levanta de encima de mí y se echa a un lado. Yo lo contemplo sin decir nada, sólo admirando al hombre tan perfecto que tengo ante mis ojos.
El momento se rompe cuando alguien llama a la puerta de la habitación. Me cubro inmediatamente con las sabanas pero Héctor sigue desnudo sobre la cama sin inmutarse. Me doy cuenta de que sea quien sea no va a abrir la puerta de ningún modo. Esa es la habitación de Héctor, el benefactor del centro.
—¿Qué sucede?—pregunta Héctor, sin ocultar el desagrado de su voz al ser interrumpido.
—El chofer ha llegado a recogerlo—responde una voz desconocida tras la puerta.
Héctor se echa el cabello hacia atrás y refunfuña algo sobre “momentos inoportunos”. Se vuelve hacia mí con un gesto trágico que casi me hace reír.
—Se me había olvidado. Tengo un compromiso de trabajo.
—Entonces ve—lo animo.
Se levanta y comienza a vestirse. Cuando termina, se gira hacia mí.
—Vendré a buscarte para la hora del almuerzo. Hoy no quiero dejarte sola ni un minuto.
—Mejor para la hora de la cena—respondo, recordando algo que hasta ese momento no había tenido en cuenta.
Héctor parece extrañado, pero no pregunta a qué se debe mi reticencia. Yo me alegro de que no pregunte acerca de lo que voy a hacer durante el resto del día, porque de saberlo, estoy segura de que me llevaría una clara amonestación por su parte. Y sinceramente, no tengo ganas de aguantar el malhumor de nadie en este momento.
—¿Te recojo en la cabaña?—pregunta.
—Sí, a eso de las nueve. Aún tenemos una cena pendiente.
Héctor sonríe.
—No creas que se me ha olvidado. Además, tenemos que acabar esto.
Me agarra un pecho y se lo lleva a la boca. Yo cierro los ojos, conteniendo la intenta sensación que me sobreviene. Él se separa de mí, me da un beso rápido en la frente y sale de la habitación.
Yo me quedo rezongando en la cama unos minutos más. Todavía puedo sentir el olor y la calidez de Héctor en las sábanas. De mala gana, me levanto y comienzo a vestirme. El cobertizo del jardinero se puede ver desde la ventana de la habitación, y estoy segura de que me será de utilidad para lo que estoy buscando.
Antes de salir de la habitación, le echo un vistazo rápido a la silla y la cama, y mis mejillas se tiñen de un color rosado. No por el hecho de que Héctor y yo lo hayamos hecho, sino porque acabo de descubrir algo totalmente revelador. Su manera de acariciarme, besarme y susurrar mi nombre al oído ha sido nueva para ambos. Hoy hemos hecho el amor. Y tengo miedo. Miedo porque me estoy enamorando. Miedo de que el hombre al que amo descubra que le estoy mintiendo.