CAPÍTULO SEIS
MI hermana una mujer maltratada. Ayudada por unos completos desconocidos en un centro situado a escasos kilómetros de su verdadero hogar. No me entra en la cabeza y sólo puedo preguntarme: ¿Por qué?
En ese momento llaman a la puerta y el médico indica a la persona que pase. La misma mujer que me había acompañado hasta el centro entra en el despacho. Tiene un ictus de nerviosismo que le cruza toda la cara y que es incapaz de disimular. Se dirige únicamente al doctor cuando habla.
—El señor Brown quiere hablar con ella.
El doctor tampoco hace nada por ocultar su sorpresa.
—¿Quién es el señor Brown?—pregunto, al ver que se refieren a mí pero me ignoran.
—Es el benefactor de la fundación. El señor Brown es un hombre de negocios bastante ocupado que sólo viene a la fundación un par de veces al año. Querrá darle el pésame por la muerte de su hermana.
El señor Brown no es sino quien pone el dinero. Estoy segura de que esta es otra de tantas fundaciones sin ánimo de lucro que los poderosos hombres de negocios como el susodicho señor Brown mantienen para ofrecer una imagen de buen samaritano al resto del mundo. Una especie de tapadera para multimillonarios poderosos que les permita ejercer lo que yo llamo “altruismo hipócrita”.
Yo no tengo ningún interés en que un multimillonario que pasa por una de sus tantas obras benéficas de vez en cuando me dé el pésame por una mujer a la que nunca conoció, pero de todas formas, sé que debo hablar con él si quiero que me permitan pasar tiempo en la fundación.
La mujer de bata blanca no habla conmigo durante todo el trayecto. Subimos una planta y recorremos un largo pasillo de paredes color coral y cuadros con flores. Nos detenemos junto a una inmensa puerta de madera de pino y ella golpea con los nudillos.
Una voz autoritaria y profunda indica que pase.
La voz me resulta ligeramente familiar. ¿Dónde la he escuchado yo antes?
Entro al amplio despacho y antes de que pueda darme cuenta, la mujer de la bata blanca ya se ha ido dejando la puerta cerrada tras de sí. El despacho tiene el suelo de madera, un amplio ventanal rodeado por espesas cortinas caobas, una mesa de escritorio de oscura madera de pino, un sofá de cuero pegado a la pared y una biblioteca rodeando la pared contraria.
El señor Brown está de espaldas a mí, sentado en la amplia silla de escritorio mirando por la ventana.
Si se ha percatado de mi presencia no parece dar prueba de ello.
Carraspeo irritada para hacer notar mi presencia. Lo único que me falta es el falso pésame de un fanfarrón millonario con ínfulas de superioridad.
El señor Brown va girando la silla, y a medida que lo hace, su apariencia se va descubriendo ante mí.
Ojos verdes, pelo oscuro, mentón cuadrado, rasgos afilados...
Crece en mí una inquietante sensación de espanto y atracción.
—Siéntate Sara—me ordena.
Obedezco como una tonta y me siento en una de las dos sillas del escritorio.
Trato de ordenar mis ideas, pero en mi mente solo hay una pregunta: ¿Qué hace aquí el hombre del metro?
De modo que no me he equivocado. El hombre del coche era él...
—¿Cómo se encuentra, quiere tomar algo?—pregunta con la misma voz autoritaria pero con gran amabilidad.
Niego con la cabeza incapaz de articular palabra.
—La he hecho llamar para ofrecerle mi pésame por la muerte de su hermana—me informa, con sus ojos estudiando detenidamente cada rasgo de mi cara—quiero que sepa que la fundación se encargara de todos los gastos de su funeral.
Encuentro mi voz entre el amasijo de nervios que era.
—¿Qué haces tú aquí?—inquiero sin ocultar mi perplejidad.
El señor Brown no deja entrever ningún cambio en su expresión. Es una especie de máscara fría que me estudia como si no hubiera nada más en el mundo. Abre los labios para hablar, y yo siento la tentación de pasar la lengua por su labio inferior, que es ligeramente más carnoso que el superior.
—Soy el benefactor de la fundación—me explica con naturalidad.
—¡Pero yo lo vi en el metro!—protesto, perdiendo la compostura.
—Viajo en metro constantemente. No veo que tiene de extraordinario.
—Dijiste que volveríamos a vernos—respondo con recelo, tratando de encontrar señal alguna de su culpabilidad. Todo lo que pude comprobar es la intensidad de su mirada, que no se aparta de mis ojos.
—Era una forma de hablar, y al fin y al cabo no me equivoqué.
—Mentira—pienso en voz alta.
Los ojos del señor Brown se abren con una mezcla de enojada sorpresa. De nuevo, puedo sentir esa autoridad que desprende, unida a cierta peligrosidad.
Mierda, he vuelto a pensar en voz alta.
—¿Cree que miento?—me pregunta directamente.
El brillo de sus ojos es cautivador, y me siento perdida en la intensidad de aquellas esmeraldas que me escrutan intensamente. Me siento acalorada, mareada.
—Yo...estoy confundida—murmuro—mi hermana ha muerto y tú dijiste que volveríamos a vernos, y resultas ser el benefactor de la fundación que le tenía alquilada una casa—mi tono de voz se vuelve más seguro conforme yo hablo—es todo muy sospechoso.
Sobre todo, porque yo tengo la certeza de que ella ha sido asesinada, y puedo estar frente al hombre que la ha matado. Pero eso no lo digo, claro.
—Entiendo tu preocupación—dice, casi meditando sus palabras—¿Puedo hacer algo por ti?—pregunta con mayor interés del que debería mostrar un hombre que acaba de conocerme.
Sí, podría hacer muchas cosas por mí. Cosas sucias, pervertidas y que harían gritar a mi madre.
Yo vuelvo a hablar sin pensar.
—Podrías alquilarme la casa del lago—sugiero. Yo necesito saber lo que le ha pasado a mi hermana.
Después de todo lo que he descubierto, volver a mi vida y tratar de olvidar lo ocurrido no es una opción—y podría abrirme las puertas de la fundación. Querría hacer algunas preguntas a su personal y a las mujeres.
Los ojos del señor Brown se entrecierran de manera peligrosa, y temo que él vaya a negarse.
—No tengo nada que esconder—me informa, y puedo notar la agresividad oculta de sus palabras.
Lo he molestado, pero yo no estoy dispuesta a detenerme.
—¿La fundación tampoco?—insisto.
—Ni siquiera la fundación—me mira a los ojos al hablar, con una seguridad y advertencia latente en la mirada.
Un silencio tenso sumerge la habitación, y yo clavo las uñas en la silla con nerviosismo, tratando de adivinar qué cosas pasarán por la mente del señor Brown en aquel momento. ¿Culpabilidad, tal vez?
—Puedes disponer de la casa del lago todo el tiempo que necesites. Y accederás al centro siempre que quieras—decide.
—Gracias—respondo encantada—señor Brown, ¿Conocía usted a mi hermana?
—Sólo la vi una vez—me informa.
Me levanto dispuesta a irme y acerco mi mano a la del señor Brown para estrecharla. En cambio, el señor Brown se levanta y camina hacia mí, me rodea el brazo por la espalda y me conduce a la salida.
Puedo notar el calor que irradia su cuerpo. Un cuerpo en el que, contra todo pronóstico, deseo perderme.
—La policía dice que su hermana se suicidó.
—Estoy segura de que no fue eso lo que pasó, y estoy dispuesta a averiguar la verdad.
El esboza una sonrisa que lo hace ver aún más atractivo.
—A veces hay cosas que es mejor no saber—me dice, volviendo a penetrar sus ojos en mi cara.
Siento como todo el calor de mi cuerpo se reúne en un único punto, con mi cara tan roja que puedo alumbrar una noche oscura carente de farolas. Aquel hombre produce sensaciones en mí que nunca antes había sentido. Siento por él una terrible atracción que me asusta, lo que me produce un gran nerviosismo si lo uno al hecho de que él me hace sentir vulnerable.
—Encontraré la verdad—respondo—aunque no me guste lo que encuentre.
Salgo del despacho y vuelvo a respirar con normalidad a medida que me alejo del señor Brown. Ese hombre me perturba. Me atrae y me asusta a partes iguales. Puedo sentir que es peligroso y que oculta algo. Voy a bajar las escaleras cuando su voz me detiene.
—Sara—me llama.
Me vuelvo para mirarlo, y de nuevo siento ese absurdo nerviosismo. El señor Brown camina hacia donde me encuentro, hasta que está tan cerca de mí que apenas me roza. Sostiene mi bufanda en su mano. La misma del metro. La que acabo de olvidar en su despacho al salir apresurada para liberarme de la atracción que siento por él.
Él rodea mi cuello con la bufanda, y me la coloca sin decir nada. Al hacerlo me acerca a su rostro y yo me quedo sin respiración. Él parece tan seguro de lo que está haciendo, al anudarme la bufanda al cuello, que eso me pone mucho más nerviosa. Está demasiado cerca de mí, y yo, sin pensármelo, balbuceo una excusa y me doy media vuelta. Al hacerlo rozo sin querer sus labios y el pulso se me acelera en la sien. Salgo corriendo antes de perder el control, y siento que no estoy a salvo hasta que salgo fuera e inspiro el aire del bosque.