CAPÍTULO SIETE

HÉCTOR BROWN. Se llama Héctor Brown.

Le he preguntado a la mujer de la bata blanca cuál es su nombre de pila, y ahora que lo sé, una búsqueda en Google me acercará un poco más a aquel misterioso hombre. Lo sé, soy ridícula. Buscar información en internet acerca de un hombre sospechoso, misterioso y que me encanta es de locos.

Estoy frente a la casa del lago, con la llave en la mano y la férrea decisión de entrar. Pero algo me detiene, ¿Y si no me gusta lo que encuentro?

Decido que un paseo hacia el lago me hará bien para relajarme. Camino los treinta metros que separan la cabaña de piedra del lago, trazado por un bonito sendero de piedrecitas grises. Hay una plataforma de tablas de madera con un largo palo para atar las embarcaciones. Me quedo mirando ensimismada el reflejo de los árboles en el lago. Aquel es un lugar precioso.

Me quito las botas y me siento en la plataforma, hundiendo las piernas por debajo de las rodillas en el agua fría.

Entonces lo veo.

No he reparado en él antes. Pero ahora está justo a mi lado, tan claro y nítido como el agua que baña mis pantorrillas.

El palo que sirve para atar las embarcaciones no tiene nada especial, salvo aquella mancha oscura. La sangre de mi hermana yace culpable sobre la parte superior de la estaca recordándome su crimen. Me levanto y camino a trompicones hacia él, y paso mis dedos por la superficie.

Es como si me golpeasen.

Los árboles a mi alrededor se vuelven borrosos, el agua del lago, antes tranquila, se convierte turbia, el suelo de madera bajo mis pies desaparece y me sumerjo en un vacío de oscuridad.

Una imagen lejana es lo único que veo. Una mujer, soy yo, corre mareada hacia la orilla del lago pidiendo ayuda. Se oyen pasos a su espalda. Yo corro hacia la orilla del lago, tratando de buscar con desesperación una salida. Intento saltar al agua pero unas manos me atrapan y me golpean la cabeza contra el palo. Luego caigo al agua, la oscuridad yace y la sombra de mi agresor se vuelve borrosa. El agua está fría, mis ojos no pueden ver nada y mis pulmones se encharcan de agua, hasta que me sumo en un profundo sueño.

Aquella imagen desaparece, y en su lugar, una mujer, igual que yo, idéntica a mí. Tiene la piel excesivamente pálida, los labios morados y la ropa mojada.

Ayúdame—me pide.

Ayúdame Sara.

Me despierto tirada sobre la plataforma de madera, con el rostro empapado de sudor y sobrecogida por el miedo. Aquella era mi hermana, y la visión corresponde al día de su muerte.

No entiendo cómo he sido capaz de ver tal cosa, pero estoy segura de que esa imagen corresponde al día de la muerte de mi hermana. Mi hermana no se había golpeado la cabeza contra la estaca de madera, sino que alguien la había empujado.

Te ayudaré— sollozo, aún tirada sobre el suelo.

Entonces corro hacia la casa, abro la llave y me meto dentro.

La casa de mi hermana es un caos habitable de cuarenta metros cuadrados. La estancia principal la conforma una cocina equipada con un hornillo, un mini bar y una encimera. Hay cacerolas, cubiertos y platos colgados encima del hornillo, y un mueble de cristal con luz incorporada. Frente a la cocina un salón comedor, con un televisor colocado frente a un sofá de vinilo que ha visto tiempos mejores, una mesa redonda de madera y dos taburetes. Tras el sofá hay una cortina de flores que oculta una cama con un edredón de estampado imposible, un cajón de madera y un armario. Al lado, una puerta que da a la habitación del cuarto de baño, con un reducido plato de ducha.

No es la octava maravilla del mundo, pero está limpio y es habitable.

Después de darme una ducha, cojo unos pantalones de pijama y una sudadera. Por suerte, mi hermana solo era un poco más delgada que yo. Al rebuscar entre su ropa, encuentro una caja fuerte incrustada en la pared. La caja fuerte tiene una clave, por lo que decido que será mejor investigar las posibles contraseñas cuando me encuentre menos cansada.

El mini bar está vacío, y en los cajones de la encimera sólo hay latas de conserva. Tengo hambre, por lo que devoro una lata de atún, me tumbo sobre el sillón con la promesa de hacer la compra al día siguiente y busco el mando a distancia.

Sólo que lo que tengo en frente no es un televisor.

El aparato, un modelo lo suficiente antiguo para haber reproducido en directo las dos guerras mundiales, ha sido vaciado de todos sus dispositivos eléctricos y convertido en un ingenioso acuario.

Piedrecitas de colores, plantas verdosas y un pequeño cofrecito con el símbolo de la calavera y tibias lo decoran, y sus habitantes, unos minúsculos peces rojizos y azulados, nadan en el agua tranquila ajenos a mi presencia.

Sonrío ante la obra maestra de mi hermana.

Esta noche no veré la televisión, pero añadiré comida para peces a la lista de la compra.

Recuerdo que se me ha olvidado por completo telefonear a Marta. Supongo que mi amiga montará en cólera en cuanto escuche mi voz. Tendrá que disculparme. Han asesinado a mi hermana y yo estoy un poco perdida.

Encuentro mi teléfono móvil apagado. Lo enchufo a la corriente eléctrica y lo enciendo. Tengo quince llamadas perdidas. Nueve son de Marta y seis de mi tía Luisa. Marco el número de mi amiga y me preparo para escuchar su reprimenda.

—¿Dónde coño estás?—saluda una furiosa voz al otro lado del aparato.

—Estoy en el pueblo, aquí no hay autobuses de vuelta.

—¡Gilipollas!—gruñe mi amiga—llevo todo el día llamándote. Y anoche, cuando no volviste a casa, por poco me dio un ataque. Llamé a tu tía y me dijo que si no teníamos noticias tuyas iríamos a esa pueblucho, ¿Cómo se llama? Porque esa es otra, ¡Ni siquiera me dijiste el nombre del pueblo!

Qué exagerada...

—Se llama Villanueva del lago, y no hace falta que vengáis a recogerme. Voy a pasar una temporada aquí.

—¿Una temporada, qué dices?—pregunta—si a ti no te gusta el campo.

—No me gusta—acuerdo—pero resulta que tengo cosas que solucionar aquí.

Omito dar explicación alguna acerca de la brutal muerte de mi hermana. Mi amiga es un tanto impresionable.

—¿Qué cosas?—insiste.

—Cosas...ya sabes, el funeral, algunas facturas pendientes...

—¿Me estás contando toda la verdad?—inquiere preocupada.

—¡Claro!—miento.

—¿Y tú cómo estás?

—Bien—miento de nuevo.

—De acuerdo, pero llama a tu tía. Está de los nervios.

Me despido de mi amiga y marco el número de teléfono de la hermana de mi madre. La conversación es idéntica a la que tuve con Marta, solo que en este caso, conociendo el espíritu tranquilo y conciliador de mi tía, sí soy sincera respecto a las intenciones que me llevan a pasar una temporada en el pueblo.

—¿Asesinada dices?—pregunta mi tía con voz trémula.

—Sí.

—¿Estás segura?—pregunta ella, bastante alarmada.

—Completamente segura. Y no solo lo creo yo, el inspector de homicidios que lleva el caso también lo confirma. Tía, yo no tengo razones sólidas para mantener esta opinión...¿Pero sabes el vínculo entre hermanos gemelos del que todos hablan? Pues bien, creo que estoy empezando a sentirlo.

—No sé qué decir, ¿Por qué alguien iba a matarla?

Le narro brevemente la historia de mi hermana en el centro, y el pasado que ambas desconocíamos.

Que tenía un marido maltratador y que había huido de él. No menciono a Héctor Brown ni lo que él me sugiere, porque él me sugiere muchas y contradictorias cosas. Una noche de sexo caliente...

empotrándome contra la encimera de la cocina...

En fin, para que andar preocupándola.

—¿Y tú crees que él la encontró?

—No tengo ni idea, pero pienso averiguarlo.

—Ten cuidado, Sara. No quiero que te pase nada malo. Para mí eres como una hija, y pensar que tu hermana ya no está y que tú puedes estar en peligro...

—No te preocupes, tendré cuidado—le aseguro—y por favor, ocúpate de visitar a mi madre en mi ausencia. Si pregunta por mí, dile que estoy trabajando.

Yo sé que no preguntará por mí, lo cual es bastante doloroso.

Me despido de mi tía con la firme promesa de que tendré cuidado y no me meteré en problemas. Solo que yo soy Sara Santana, los problemas me tienen aprecio. Como aquella vez que me quedé atrapada en el centro comercial para hacer una investigación acerca de un doble homicidio en una tienda de juguetes. Me había pasado toda la noche allí encerrada. La culpa, sin duda, era del vigilante de seguridad. ¿Es que acaso no existe la voz de los altavoces que avisa del cierre de los almacenes?

Cuando una se esconde en el trastero de la tienda de juguetes buscando pruebas es muy útil, por cierto.

Saco mi portátil de la bolsa de viaje. Aquel Mac book, junto con los Manolo Blatnik de tacón de hace dos años, son los dos únicos caprichos que una reportera con un sueldo cutre se pudo permitir desde que acabó la carrera.

Accedo a Google y tecleo las dos palabras mágicas.

Héctor Brown.

No puede ser. No puede ser.

Mis ojos se abren con sorpresa. Luego con admiración.

¿Héctor Brown es el presidente de empresas Power Brown?

Power Brown, la firma de bebidas energéticas y alimentos para deportistas más vendida del mundo.

Héctor Brown, Power Brown.

Mirándolo así sí que tiene sentido.

Busco todos los datos biográficos acerca de Héctor Brown. Ha vivido en América, de padre Estadounidense y madre española. Una carrera prometedora con tan solo treinta años. Uno de los hombres más ricos según la revista Forbes, que destaca “su carácter altruista y comprometido con el mundo”. Además de Power Brown, es presidente de varias firmas de ropa para deportistas y cosmética deportiva.

Paso el cursor del ratón por la galería de imágenes y me hago una visión de quién es Héctor Brown.

Allí aparece Héctor Brown, el impecable hombre de negocios siempre en traje, “elegante, atractivo y millonario” lo describen. Rodeado de gente poderosa y mujeres guapas agarradas del brazo. Imágenes de sus empresas, actos benéficos para niños, cenas de negocios...

Héctor Brown es uno de los héroes nacionales de Estados Unidos. Querido y admirado por sus conciudadanos, un hombre hecho a sí mismo que se ha ganado una fortuna trabajando de manera honrada. Atractivo y altruista.

¿Y aquel es el hombre que ha matado a mi hermana?

Trato de calmar mis sentimientos. Ha sido amable conmigo en dos ocasiones. La primera, en el metro. La segunda, al alquilarme la casa del lago. Además, debo admitir que aquel hombre hace que me tiemblen las piernas cuando estoy en su presencia. Si a eso le sumas el hecho de ser una joven promesa en el mundo de los negocios querido por la potencia económica más poderosa del mundo, enfrentarse a él intimida un poco.

No obstante, el dolor por el asesinato de mi hermana aún quema en mi interior.

Decidida a encontrar la verdad, me digo que ni Héctor Brown ni ningún ser viviente en todo el mundo me impedirá saber quien la ha asesinado.

Estoy tumbada en la cama con los ojos fijos en el techo y sin nada mejor que hacer que irme a dormir a las ocho y media de la tarde. Unos gemidos me distraen. Aparto los ojos del techo y recorro de un vistazo la habitación. Los gemidos son una especie de sollozos que provienen de alguna parte de la casa.

Me incorporo y salto de la cama. Solo tengo que dar dos pasos para llegar a la cocina y coger una espumadera. Arma en la mano, recorro la habitación tratando de encontrar el origen de aquellos sollozos.

Me doy cuenta de que los gemidos provienen de debajo de la cama.

Genial, con veinticuatro años el hombre del saco va a venir a matarme.

Mi respiración se hace más agitada a medida que yo me agacho. Una persona sensata habría salido corriendo de la habitación como alma que lleva el diablo sin mirar atrás. Yo no soy una persona sensata.

Agarro el edredón con una mano y con la otra aferro la espumadera. Destapo la colcha y esgrimo mi arma hacia el intruso.

—¡Te pille maldito...¿Perro?!

Suelto la espumadera y me quedo sentada sobre mis rodillas, observando a la bola de pelo blanca que tiembla acurrucada junto a la pared. Alargo una mano para cogerlo y lo saco de debajo de la cama.

Es un cachorrito de bichón maltés de apenas cuatro meses, con los ojos oscuros y asustados. Lo acaricio y lo siento en mi regazo.

Añadiré comida para perros a la lista de la compra.

—¿Así que no eres un perro guardián?—pregunto sin dejar de acariciarlo—supongo que esto nos convierte en compañeros de piso.

El bichón maltés tiene una placa colgada del collar que rodea su cuello. Observo la inscripción.

—Leo.

El cachorro suelta un ladrido ridículo en señal de asentimiento. Lo acaricio para que se calme y lo dejo sobre la cama. Aquel ser vivo es el único que podría haberme distinguido de mi hermana sin saber de mi existencia.

El cachorro coloca las orejas de punta, la cola tiesa y el cuerpecillo tenso en señal de alerta. Voy a decirle que no soy una sádica maltratadora de animales cuando llaman a la puerta y comienza a ladrar.

—¿Quién es?—pregunto.

—Hola Erika, soy yo. Traigo lo que me pediste.

Abro la puerta. Un hombre bajito y pelirrojo, vestido de manera informal.

—No soy Erika—le informo con la mayor serenidad que puedo—soy su hermana, ¿No es usted del pueblo?

El hombre parpadea sin comprender.

—Si no eres Erika eres igual que Erika.

Le ofrezco una mirada glacial.

—Soy su hermana gemela.

El hombre me examina, tratando de comprender si le estoy gastando una broma o hablo en serio. Por mi cara, debe deducir que estoy hablando en serio.

—Ah, bien. Bueno, si su hermana no está en casa vendré en otro momento. Tengo que darle esto en persona—señaló una carpeta azul y se dio la vuelta.

—Va a ser difícil. Está muerta.

—¿Muerta?—exclama el extraño con incredulidad—pero si hace menos de una semana que la vi y estaba en perfectas condiciones.

—Un terrible accidente—le digo, sin querer informar de más hasta saber qué unía a aquel extraño con mi hermana.

No mucho, desde luego, a juzgar por su cara de póker que no refleja más emoción allá de la sorpresa.

—Lo lamento. Es la primera vez que me pasa esto, y me siento en una situación incómoda. Verá usted, estoy obligado a dar mi informe a la persona que me contrató, y ahora no sé lo que hacer.

—¿A qué se refiere?—pregunto sin entender—¿De qué conocía a mi hermana?

—Prácticamente no nos conocíamos—explica— sólo la vi una vez, cuando ella me contrató para que investigara a su compañera de trabajo, la señorita...—busca entre unos papeles dentro de la carpeta.

—¿Adriana?—acierto a decir.

—Exacto, la señorita Adriana.

—¿De qué trata el informe?—me intereso.

El hombre pone cara de incomodidad.

—No puedo decírselo, se supone que es algo confidencial.

Pongo los ojos en blanco.

—Mi hermana no iba a pagarle hasta tener el informe, ¿Verdad?

El hombre asintió con fingida formalidad, lo que no me impide ver la falta de escrúpulos que enmarcaban a aquel supuesto investigador privado.

—¿De cuánto se trata?—pregunto, al tiempo que saco mi monedero.

—No, señorita, no puedo aceptar, eso sería...

—¿De cuánto se trata?—insisto.

—Cien euros.

Le doy el dinero, le arrebato la carpeta y le cierro la puerta en las narices.

Menudo cretino.

No tengo ni idea para qué contrató mi hermana a un investigador privado para que investigara a su compañera de trabajo, pero estoy dispuesta a averiguarlo en este preciso momento. Me siento en una de las sillas y comienzo a descubrir a la verdadera Adriana.

Diez minutos más tarde y quinientas faltas de ortografía después que hacen llorar a mis ojos, descubro dos cosas. La primera, que mi hermana no tiene buen gusto para contratar a investigadores privados que ni siquiera han acabado la escuela. La segunda, que Adriana es una ladrona.

Fotos de Adriana tomadas desde la distancia justo cuando ella iba a cerrar el bar. Se ve como guarda parte del dinero de la caja en su bolsillo y como separa el resto del dinero. Más fotos de Adriana en alguna parte de la ciudad, comprando droga a un camello. Más fotos de Adriana, pegada a la esquina del callejón esnifando una ralla.

Cierro la carpeta y me voy a dormir. Mañana va a ser un día muy largo.

Los ojos verdes encienden mi cuerpo desnudo. Las manos fuertes de Héctor recorren mi piel, abren mis muslos y se aferran a mis caderas. Su boca va directa a mi sexo, y yo me retuerzo de placer sobre las sábanas.

—¡Héctor, Héctor!—grito su nombre.

Su lengua pasea ávida por mi carne y yo me vuelvo húmeda y caliente. Mi piel arde bajo su toque. Mis labios entreabiertos susurran su nombre entre gemidos delirantes de placer. Noto su erección palpitando contra mi vulva. Su polla se entierra en mis muslos, yo clavo las uñas en su espalda y él me penetra.

—¡Héctor!

Me levanto sobresaltada de la cama y abro los ojos. La oscuridad de la noche me despide del sueño tórrido que acabo de imaginar. Mi mano está sobre mi clítoris, y la aparto horrorizada al comprender que me he estado tocando pensando en él. En Héctor Brown.