CAPÍTULO CINCO

ANTES de que pueda asimilar, no ya su respuesta, sino la seguridad aplastante con la que él me ha respondido, él me hace a mí una pregunta.

—¿Allanas propiedades privadas normalmente?

Así que se llama allanamiento de morada...

—¿Y a ti que te importa?!—grazno, de mal humor.

Comienzo a descubrir un lado oscuro de mí que pensé que no tenía. Usurpación de la propiedad privada y resistencia a la autoridad no está nada mal.

Se señala a sí mismo con indignada arrogancia.

—Por si no te has dado cuenta soy policía. La máxima autoridad en este momento—señala exasperado.

Me cruzo de brazos sin dejarme amedrentar.

—Me has enseñado tu pistola pero no he visto tu placa—lo reto.

Erik se mete la mano en el bolsillo y saca una reluciente placa que me enseña, sin ocultar el brillo triunfal de sus ojos. Yo estudio la placa apenas dos segundos, porque él la aparta de mi vista y vuelve a guardársela en el bolsillo del pantalón.

—¿Por qué intentabas entrar en su casa?

Decido que ser sincera es la única posibilidad de ganarme el aprecio de aquel policía que parece seguro de que mi hermana no se ha suicidado, y comienzo a pensar, aunque no me guste la idea, que necesito ganarme su confianza si quiero conocer la verdad sobre lo que le ha ocurrido a mi hermana.

—Necesito un sitio en el que pasar la noche, y el único hostal del pueblo está completo.

—¿Y no crees que es un tanto morboso pasar la noche en el lugar donde ha muerto tu hermana?— pregunta con acritud.

Yo no lo había pensado, pero de todas formas, para una fanática de los libros de Stephen King y de las películas de terror, pasar la noche en un lugar donde se ha cometido un crimen no es para tanto. Pasar la noche en el lugar donde ha muerto tu propia hermana, por el contrario, es un pelín inquietante.

—Si ella se hubiera suicidado sería morboso—lo contradigo—pero a ella la han asesinado y trato de encontrar la verdad.

—Y un lugar donde pasar la noche—apunto.

Pongo mala cara.

Aquel hombre es el tipo más insensible con el que me he topado en toda mi vida.

—¿Por qué piensas que mi hermana no se ha suicidado?

—Eso no es asunto tuyo—me espeta, sin tratar de sonar amable.

—¡Claro que lo es! Era mi hermana. No hay nadie a quien le interese más saber lo ocurrido—replico acalorada.

—Una hermana a la que no veías desde hacía más de cuatro años—matiza.

Me quedo helada. Aquel hombre no tiene derecho a juzgar un pasado del que no tiene la menor idea.

—¿Cómo sabes eso?

—Es parte de mi trabajo saberlo todo.

—Entonces deberías saber quien la ha asesinado—le espetó.

Me siento en el porche tratando de reorganizar mis ideas. Si antes tenía la intuición de que mi hermana no había tenido el menor deseo de poner fin a su vida, ahora, con la convicción que puedo observar en los ojos de aquel policía, no me cabe la menor duda de que lo sucedido ha sido ajeno a la voluntad de mi hermana.

—Siento tener que decirte esto—dice con una amabilidad forzada. Era la primera vez que sus palabras sonaban amables, o al menos lo intentan—no puedo dejar que pases la noche aquí. Todavía es el escenario de un crimen.

—Seguro que lo sientes—respondo fríamente.

Me ofrece una mano para levantarme que yo rechazo.

Me pongo delante de él, con fuego en los ojos, tratando de descubrir qué he hecho yo mal en la vida para que este día catastrófico no vaya a acabar nunca.

—Mira, me alojo en la pensión del pueblo—dijo al final, con un tono molesto que no se me escapa— puedes pasar la noche allí. Pediré una cama supletoria.

—Que te jodan.

Salgo de aquel lugar echando chispas y camino con pasos de gigante hasta llegar de nuevo al pueblo.

Es medianoche cuando llamo a la puerta del Inspector de Policía del pueblo, quien me recibe mostrando una gran hospitalidad y me indica una habitación libre en la que puedo quedarme a pasar la noche. No hay preguntas indiscretas ni niños molestos con los que jugar, lo cual agradezco.

A la mañana siguiente pregunto dónde se encuentra la cafetería en la que ha estado trabajando mi hermana. Me quedan cuatro horas para coger el autobús de regreso a Sevilla, por lo que tengo tiempo de sobra para tomar un café y hacer algunas preguntas. Puede que con suerte saque algo en clave de ellas.

La única cafetería del pueblo es un local junto a la plaza redonda, insertado en la planta baja de una casa. Hay un cartel de madera en el que rezaba “Cafetería la Chueca”. Es un sitio modesto y sencillo, con manteles de cuadros en las mesas, taburetes de madera y cuadros con fotos antiguas del pueblo.

Estoy a punto de entrar cuando un coche negro llama mi atención. O mejor dicho, la persona sentada en el asiento trasero lo hace. De nuevo, nuestras miradas se encuentran de manera fugaz, y los ojos verdes esmeralda me confunden. No puede ser él, pero juraría que el cabello negro azabache y los inconfundibles ojos verdes pertenecen a la misma persona. Siento un ramalazo de placer que golpea con fuerza mi bajo vientre. Definitivamente estoy mal de la cabeza. Entro bastante confundida a la cafetería, sin dejar de pensar en ese hombre. En sus ojos.

Una camarera rubia y delgada, bastante guapa, se me queda mirando con cara de póker. Tiene que ser Adriana, la compañera de trabajo de mi hermana. Conforme voy avanzando su expresión de horror desaparece y las arrugas marcadas se evaporan.

—La hermana de Érika—dice, más para ella que para mí.

—Hola—la saluda.

Le doy un apretón de manos que ella recibe con la palma algo sudorosa, lo que yo asigno al nerviosismo que provoco en los vecinos del pueblo. Adriana me ofrece un café que yo acepto. Tarda menos de un minuto en prepararlo, y cuando termina, vuelve a mi lado. Yo remueve la cuchara dentro del café, tratando de encontrar las preguntas acertadas que hacer.

—¿Desde hace cuanto conocías a mi hermana?—comienzo.

—Desde hace poco menos de un año. Llegó aquí y mi tío Saúl la contrató—la chica sale de la barra y se sienta en un taburete a mi lado—no sabía que Erika tenía una hermana. Ella nunca hablaba de su familia. Lo siento, me caía bien. Era callada pero siempre dispuesta a echar una mano a la gente del pueblo.

Siempre dispuesta a echar una mano a la gente del pueblo.

Me quedo callada tratando de asimilar aquella frase. Mi hermana era callada, sí. Tan callada que era una persona introvertida que sólo se metía en sus asuntos. Nunca la veías interesada en las cosas de los demás, ni siquiera para prestar ayuda. No es que ella actuara así de manera deliberada, sino que simplemente era parte de su forma de ser. Estaba tan ensimismada en su mundo que a menudo solía aislarse de todos los que estaban a su alrededor.

—¿Qué tipo de cosas hacía por los demás?—me intereso, y trato de sonar lo más natural posible.

Que alguien me pellizque, Erika no era la clase de persona que hacía cosas por los demás.

A ella parece sorprenderle mi pregunta.

—Daba clases de piano por las tardes en el colegio, hacía pasteles para la venta benéfica del pueblo, sacaba a pasear al perro de la señora Almudena porque ella está en silla de ruedas...—se queda mirándome con orgullo—era una persona muy generosa.

Aquella no es la Érika que yo había conocido. Trato de disimular la sorpresa que siento en este momento y esbozo una fingida sonrisa de orgullo, como si todo lo que me ha contado ya fuera sobradamente conocido para mí.

—Aquí era muy querida por todos. Mi tío le tenía mucho aprecio. Aunque no hablaba mucho de sí misma, en realidad, no hablaba mucho sobre cualquier cosa—me tiende una mano en un gesto consolador—siento lo que le ha pasado. Me pregunto lo que la llevó a hacer tal cosa, yo nunca habría dicho que ella era una persona inestable.

—¿Está su tío aquí? Me gustaría hablar con él.

—Ha salido a hacer unas compras. Ya ve que el pueblo es muy pequeño, y el supermercado más cercano está a diez kilómetros. Lo está pasando mal con lo de Erika, la quería como a una hija.

Asiento comprensiva.

—¿A quién tenía alquilada la casa del lago? Me gustaría recoger sus pertenencias y no puedo entrar.

Los ojos de Adriana se iluminan.

—He olvidado comentártelo. Érika trabajaba de voluntaria en una fundación para mujeres maltratadas.

Se trata de un centro de acogidas de mujeres que huyen de sus maltratadores. Ella trabajaba allí de voluntaria y creo que el presidente de la fundación le tenía alquilada la casa del lago, que yo sepa, pertenece a la fundación.

—¿Sabes dónde está la fundación?

—A pocos kilómetros de aquí, perdida en las montañas. Hasta donde yo sé, se trata de un sitio al que van las mujeres que tienen miedo de que su agresor las encuentre. Ya sabe, ordenes de alejamiento y esas cosas. Muchas veces le pregunté a Érika por el sitio, pero ella no soltaba prenda.

Estoy a punto de irme cuando la curiosidad y el deseo de conocer lo ocurrido me obligan a hacerle la pregunta incómoda que no deja de palpitar en mi cabeza.

—¿Sabe si mi hermana tenía algún enemigo?

Los ojos de Adriana se abren llenos de horror.

—¡Por Dios, no! Aquí todo el mundo la quería.

Antes de marcharme, busco en los listados telefónicos el número de teléfono de la casa de acogida para mujeres maltratadas. Sé que si me presento allí sin avisar, lo más probable es que me impidan la entrada. Las fundaciones que dirigen este tipo de casas están sumergidas en la mayor discreción, y tratan de preservar el anonimato de las mujeres que allí viven intentando comenzar una nueva vida.

Les buscan un trabajo, les ofrecen ayuda psicológica, y lo más importante, las alejan del hogar de maltrato que han conocido. Vivir en el anonimato es importante, porque así impiden que el maltratador pueda volver a encontrarlas.

Me pregunto qué clase de mundo es aquel que esconde a la mujer maltratada en vez de al agresor. Un mundo cruel e injusto, sin duda.

Como esperaba, no encuentro el número del sitio, lo que no me sorprende. Que el número y la dirección aparezcan en un listado público no casa con el propósito de ofrecer una vida anónima a aquellas mujeres.

Vuelvo a la cafetería y le pregunto a Adriana si ella sabe el número de teléfono o la dirección de la fundación. No recibo respuesta que me satisfaga, pues tal y como me explicó, mi hermana nunca habló del lugar exacto en el que trabajaba de voluntaria. Por suerte, Adriana conoce a un jardinero que se encarga del mantenimiento de las casas de acogidas, y tras explicarle la situación, el jardinero, bastante reacio a ofrecerme su ayuda porque ha recibido instrucciones expresas de no hablar del sitio, accede a llevarme consigo ante la insistencia mía y de Adriana.

Viajamos en una furgoneta durante quince minutos en los que yo trato de conseguir información.

—¿Conocía a mi hermana?—le pregunto

—Sólo del pueblo, nunca hablaba con ella.

Sé de sobra que el jardinero está incómodo por llevarme consigo. No obstante, no puedo eludir la oportunidad que se me presenta de encontrar algo de información.

—¿Sabe que tareas hacía exactamente en el centro?

—Ni idea. Yo trabajo fuera, en los jardines. Y nunca las veo—me dice, refiriéndose a las mujeres—a veces veo a algún que otro médico o trabajador social, pero siempre al personal de mantenimiento y limpieza que vivimos fuera de la fundación nos mantienen alejados. Por si puede que conozcamos a alguna de las mujeres.

Llegamos a la fundación, un edificio blanco de fachada impresionante, con grandes jardines y una verja labrada en hierro. Voy a bajarme del coche cuando él me detiene —Yo informaré de su presencia, y si la dejan entrar, se lo diré.

Espero a regañadientes sentada en el coche, y albergando esperanzas de que me permitan acceder a la fundación. Paso más de media hora hasta que una mujer, vestida con una bata blanca, se acerca junto con el jardinero. Ambos llegan hacia donde estoy con sendas caras serias. Van discutiendo.

—Señorita, hay un problema—me informa el jardinero.

—Le aseguro que no perturbare la paz de eses mujeres. Sólo quiero hablar con alguien que conociera a mi hermana. Eso es todo—le digo para convencerlos.

—No es eso—dice él, y retuerce su sombrero entre las manos. Parece buscar las palabras adecuadas para decirme algo—es que resulta que su hermana no trabajaba como voluntaria.

Lo miro sin saber a qué se refiere.

—¿No conocen a ninguna Érika Santana? Me han dicho que trabaja aquí como voluntaria. .

—No era voluntaria pero si la conocíamos. Será mejor que entre.

Inquieta, acompaño a la mujer a la entrada del edificio, tan blanco por dentro como por fuera. Me conduce hasta una sala pequeña, un despacho con un escritorio, varias sillas, una ventana con vistas al bonito jardín y un sillón de color marrón.

—El jefe de médicos estará con usted enseguida—la mujer desaparece tras decir aquello.

Yo me quedo de pie en el centro del despacho, sin saber si debo sentarme o quedarme allí parada. No tengo la menor idea de qué va todo aquello, pero algo me dice que en cuanto conozca la respuesta lo que descubra no va a agradarme.

—Encantado de conocerla, Sara. Soy Miguel, jefe de médicos de este centro.

Me vuelvo hacia el hombre de bata blanca, cabello rubio pulcramente cortado a cepillo y rostro profesional.

—Por favor, siéntese—me pide.

Así lo hago, al tiempo que el ocupa la silla justo a mi lado. No se me pasa por alto que se ha saltado la formalidad de sentarse en el otro extremo del escritorio. Trata sin duda de crear un vínculo íntimo para preparar el ambiente para darme una mala noticia. Mi hermana ha muerto. Peor noticia que esa no puede darme.

—¿Quiere tomar algo?

Suspiro y me cruzo de brazos, exasperada por la espera.

—Oiga, déjese de cortesías y vaya al grano. Mi hermana ha muerto y estoy aquí para saber qué es lo que le ha pasado. La gente del pueblo pensaba que ella estaba aquí como voluntaria y ustedes me dicen que no. Lo que quiero es saber la verdad.

Miguel me mira a los ojos.

—De acuerdo. Vayamos al grano. Su hermana no era una voluntaria.

—Eso ya lo sé.

—Su hermana era una mujer maltratada.

—Una mujer maltratada—repito, para asegurarme de que no me he equivocado al escucharlo.

El médico asiente con seriedad. A mí el pulso se me ha disparado y un sudor frío recorre mi sien.

—¿Y qué hacía una de ellas fuera del centro, viviendo en el pueblo?—noto como mi tono de voz se alza.

—Érika era una chica especial. No era como el resto de mujeres que viven en nuestro centro. Ella tenía un régimen especial.

—¡Si estaba en peligro cómo diablos lo permitieron!—exclamo sin entender nada.

—Ella no quería vivir aquí—responde él con naturalidad—su hermana reclamó nuestra ayuda pero cuando le ofrecimos pasar un tiempo en nuestro centro dijo que no. No era la típica mujer desesperada por encontrar un sitio en el que la cuidaran. Ella sólo pedía una vía de escape. Después de que nuestro personal intentara disuadirla en vano, optamos por alquilarle una de nuestras casas.

—¿De quién huía?

—De su marido. Llevaban casados tres años.

Necesito saber. Necesito conocerlo todo.

—¿Quién era?

—Nunca habló de él. Intentamos que ella pusiera una denuncia, pero su hermana se cerró a darnos cualquier nombre. Llegó aquí con varias heridas, pero también con la convicción de que no diría nada sobre él. Era un capítulo cerrado de su vida, ella solo quería un sitio en el que comenzar de nuevo. Le alquilamos la casa del lago y encontró un trabajo en la cafetería.

—Creían que trabajaba como voluntaria.

—Venía varios días a la semana a hacer terapia de grupo con varia mujeres.

Asiento comprendiéndolo todo. Esta sí es la imagen de Erika que yo conozco. Una nueva vida alejada de su agresor, con una casa alquilada, un trabajo nuevo y un pueblo entero pensando que ella trabajaba como voluntaria.

—Ha muerto.

—Lo sabemos, nos informó ayer la policía. El inspector de homicidios que lleva el caso estuvo haciendo varias preguntas a nuestro personal y a las internas.

Erik, el que me apuntó la noche pasada con una pistola.

—¿Y qué le dijeron?—me intereso.

—La verdad, que Érika llevaba sin aparecer por el centro una semana.

—¿Y no la llamaron?—inquiero con un tono reprobatorio.

—Tiene que entender que su hermana era una mujer un tanto peculiar. Si la hubiéramos presionado, ella habría optado por cortar toda comunicación. De todas formas ella se había ganado una independencia, parecía feliz y era querida por todos. No entiendo por qué tomó aquella decisión.

Yo sí lo entiendo, porque simple y llanamente, ella no se ha suicidado.

—¿Tenía mi hermana amigas aquí?

El médico esboza una media sonrisa.

—Ella no se dejaba conocer. Pero sí, había trabado una buena amistad con una de las mujeres, con Diana.