CAPÍTULO DOS
ME remuevo incómoda en el sofá de la amplia sala de espera. Estoy en las oficinas del periódico “El sur”, el primer medio de comunicación escrito de mayor difusión en toda Andalucía, y en el que espero trabajar algún día.
Algún día...
Tengo veinticuatro años, estoy licenciada en periodismo, poseo un máster y hablo con soltura dos idiomas. Eso, al parecer, es insuficiente para trabajar en cualquier sitio que no sea un McDonald. Y no tengo nada en contra de un McDonald, pero al parecer, el gerente de una de las franquicias puntualizó que estoy “sobre cualificada” para el puesto. No sé qué significa “estar sobre cualificada para trabajar” pero en términos sencillos te diré que no me contrataron. Y para una persona como yo, que gana doscientos treinta y cuatro euros de media al mes, tener dos trabajos es sinónimo de ser rica. Esa es la razón por la que ya no como Mc flurrys.
He estado en prácticas en el periódico local de mi pueblo, trabajado durante un año en un periódico de menor difusión que acabó por cerrar debido a la competencia ejercida por los grandes tiburones de la comunicación, y ahora, me hallo ejerciendo trabajos de free lance para el periódico “El sur”. Un trabajo poco remunerado que me ayuda a pagar las facturas de mi piso compartido con Marta, mi mejor amiga. Pero si tengo suerte, aquel reportaje me impulsará a convertirme en parte del personal fijo del periódico “El Sur”. Por fin una nómina con dinero fijo a fin de mes.
Claro está que mi jefe; Pepe, más conocido como “el hombre que nunca ríe”, no está por la labor de convertirme en personal fijo de la plantilla.
“Son malos tiempos. Tienes que comprenderlo—me dice”.
Me acerco al mostrador de la sala de espera, donde una chica de mi misma edad, pelo rizado y gafas de pasta teclea en el ordenador.
—¿Crees que conseguiré el empleo?—le pregunto esperanzada.
—Hoy está de mal humor. Resulta que el corresponsal que envío a Egipto ha sufrido un percance y su reportaje no va a llegar a tiempo. Para él, claro, que el pobre chico se haya visto envuelto en una revuelta y haya acabado con una pierna rota no tiene importancia.
Marta, además de ser mi mejor amiga y compañera de piso, trabaja de recepcionista para el periódico.
Ella ha apodado a su jefe “el hombre que nunca ríe”, a quien odia en secreto por ser, tal y como ella asegura, un cabrón sin escrúpulos.
—Así que no tengo muchas posibilidades...
Marta me mira compasiva.
—No muchas. Lo siento.
El teléfono suena y Marta contesta a la llamada.
—Dice que pases—me coge la mano cuando estoy a punto de entrar a la oficina, se acerca a mi oído y habla en voz baja, —no dejes que ese cabrón te amínale. Hazle ver lo que vales, si de él dependiera, nos despediría a todos.
Aferro mi maletín entre los brazos, y con ello, la esperanza de conseguir el trabajo de mis sueños.
Llamo a la puerta y una voz ronca de fumador activo me indica que pase. El hombre detrás del escritorio, un tipo cincuentón y regordete con espeso bigote y barriga prominente me saluda de mala gana desde su asiento y me indica que me siente.
—Señorita Santana, —saluda—No tengo mucho tiempo, deme el reportaje.
Qué simpático.
Obedezco y saco la carpeta que contiene mi trabajo.
El redactor Jefe del periódico el Sur me lo arrebata de las manos y lo lee en menos de un minuto.
Luego levanta los ojos del montón de folios grapados y los detiene en mí.
—Está bien.
Yo sé leer entre líneas, y un “está bien” del redactor jefe del periódico de mayor difusión de España significa una buena señal. Lo habitual es recibir una serie de desagradables negativas para que rehaga mi trabajo, acompañadas por una explicación de sus razones, que se basan, mayormente en: “es una mierda”, “es una gran mierda” o “es una cagada de las grandes”.
—¿Está bien?—pregunto llena de ilusión.
Me mira como si yo fuese lerda, o algo por el estilo.
—Mándalos a impresión.
Pepe coge el teléfono y comienza a marcar los números como si yo ya no estuviera allí. Se me da bien ser invisible, por cierto.
Me quedo allí plantada, bastante incómoda, tratando de hacer contacto visual con él para que me preste algo de atención. Al ver que no lo hace, me intereso en un mecanismo de varias bolitas plateadas colgadas de cuerdas y pegadas las unas a las otras. Abstraída por aquel mecanismo, separo la primera y golpeo a la segunda, la cual golpea a la tercera, y así sucesivamente.
Me doy cuenta de que no debería haber tocado aquel juguetito tan tentador en cuanto las cuerdas se enredan las unas con las otras, y las pelotitas metálicas se amontonan. Pepe me contempla con el teléfono en la mano.
Aprendí que no debía tocar las cosas que no eran mías cuando tenía seis años y estaba en el supermercado. Quería coger el paquete de cereales más cercano y éste había empujado una pirámide de latas de tomate. Las latas de tomate rodaron por el suelo y crearon un ambiente algo así “Matanza de Texas”. Pero no fue mi culpa, ¿Quién diablos pone los cereales para niños al lado de las latas de tomate?
—¿Por qué sigues aquí?—me pregunta, sin ocultar el desagrado que mi presencia le supone.
—Eh...mmm...—trato de abordar el tema de la mejor manera posible. Aunque me hubiera gustado decirle: “sigo aquí porque me prometiste un contrato si te escribía un buen reportaje”—pensé que podíamos discutir lo de mi contrato.
—Corren malos tiempos, ¿Sabes?—me dice en un tono de profesor universitario que me enerva.
—Ya, ya...pero yo confiaba...
—Tú confiabas en que yo pudiera contratarte, pero resulta que el inútil del reportero que mandé a Egipto se metió donde no lo llamaban y ha acabado herido. Ahora tengo que cubrir su baja y mandar a un reportero experimentado como corresponsal, lo que implica mucho dinero. No es el momento Santana.
Al parecer, el reportaje sobre los niños que viven bajo el umbral de la pobreza en España no lo ha impresionado. Ni un poquito.
—¡Pero soy una buena periodista!—me quejo—usted lo sabe. Y además, tengo experiencia.
—En un periodicucho del tres al cuarto que cerró hace seis meses—me contradice.
Yo me hundo en la desvencijada silla frente a su escritorio. No es justo que yo, como free lance, cobre una cantidad irrisoria de dinero por mis artículos.
—Pronto, muy pronto, podrás formar parte del periódico “El sur”—señala el nombre del periódico con las manos, como si pudiera trazarlo en el aire. Como si aquello fuera lo mejor que me pudiera pasar en la vida.
Lo que es cierto.
Pronto, muy pronto, significa lo mismo que lleva diciéndome desde hace seis meses. Y si sigue así, me queda claro que alcanzaré la edad de la jubilación trabajando como free lance.
Salgo del despacho arrastrando los pies y me acerco cabizbaja al escritorio de Marta. Planto mi reportaje sobre su mesa y la miré con cara de pocos amigos.
—¿No ha habido suerte?
—En absoluto—replico— Le acerco mi reportaje disimuladamente y pongo ojos de cordero—¿Puedes llevarlo a impresión?
—Ni hablar, tengo mucho trabajo—niega categóricamente.
Mi amiga, cuando quiere, es un poco cabrona.
—Por fa, por fa...—ruego haciendo pucheros—no quiero encontrarme a David.
Marta pone los ojos en blanco.
—¿Vas a huir de él eternamente?
—¡Sí!—exclamo.
Marta recoge el reportaje y yo salgo de allí antes de que se arrepienta. Las puertas del ascensor están a punto de cerrarse cuando un pie se interpone en su camino. Un chico rubio, alto y desgarbado entra y me dedica una amplia sonrisa.
—¡Sara, llevo llamándote todo la semana! ¿Por qué no me coges el teléfono?
“¿Por qué no quiero?” tengo ganas de soltarle.
Aquel es mi ex rollo o como pueda catalogarse. Hemos durado sólo dos meses; dos meses de inaguantable sufrimiento. David es un pedante insoportable. Critica mi forma de hablar, mis vestidos, mis amigos...
Ha sido otro de mis burdos intentos por echarme novio. Definitivamente, los hombres y yo no estábamos hechos el uno para el otro.
—He estado ocupada—le miento.
Ocupada evitándote....
—Podemos quedar después del trabajo. Salgo a las seis.
—No puedo. Tengo que visitar a mi madre.
Aquella es la primera verdad que le suelto, lo cual me hace sentirme mejor conmigo misma.
—¿Esta noche?—sugiere, lanzándome una de sus miraditas.
—Hago de canguro para mis sobrinos—vuelvo a mentir.
Y si él me conociera un poco, lo cual significa que es culpa suya, sabría que tengo una hermana con la que no me hablo, y que además, mi hermana no tiene hijos.
Los hombres nunca intentan saber nada más allá de la manera de arrebatarte las bragas y conseguir que te tumbes en la cama. Yo, por el contrario, sé el nombre de su madre, el colegio al que va su hermana pequeña y su talla de pantalones, ¿No crees que merezco una mayor consideración?
—Ah, bueno...¿Entonces cuando?
Nunca.
¿Por qué resulta tan difícil hacerle entender que yo no quiero nada con él? Lo dejé hace un par de semanas, y él había aludido que yo no estaba preparada para mantener una relación seria, pero que él, no obstante, pensaba esperarme.
—No sé...no tengo tiempo—le digo, tratando de no ser maleducada.
Me escabullo del ascensor en cuanto las puertas se abren y camino a toda prisa dejándolo atrás.
Vuelvo al metro con la esperanza de encontrar al tipo atractivo. Quién sabe, quizá tenga suerte y vuelva a verlo de nuevo. Puede que este sea uno de esos encuentros de película en el que el hombre encantador entra en mi vida, me folla salvajemente y me hace ver que todo lo que hay en mi vida no tiene sentido alguno.
No tengo suerte, y todo mi viaje lo paso sentada junto a una anciana que huele sospechosamente a comida para gatos. Me pregunto si será una de esas personas con una extraña adicción a la comida canina, lo que me revuelve el estómago.