CAPÍTULO NUEVE

EN el bolsillo de mi pantalón se encuentra la servilleta de papel con la dirección de Adriana. Miro mi reloj de muñeca y me doy cuenta de que tengo una cita con el centro de mujeres en treinta minutos. Mi intuición me dice que el centro de mujeres maltratadas y la muerte de mi hermana están relacionados de alguna forma que no logro comprender. He decidido que avisaré de mis visitas al centro por una cuestión de cortesía, puesto que no quiero que la rutina de aquellas mujeres se vea perturbada por mis constantes pesquisas, lo que seguro las sumirá en un estado de intranquilidad. Saber que Érika ha muerto cuando ellas tienen miedo a ser atacadas de nuevo por sus maltratadores no es lo que yo busco, entre otras cosas, porque me une a ellas no sólo un sentimiento de solidaridad femenina, sino la empatía que aquellos rostros ajenos me causan por el hecho de que mi hermana ha sido una de ellas.

Mi hermana, una persona independiente y que detestaba unirse a los demás. No logro entender como una mujer como ella ha acabado por estar unida a un supuesto narcotraficante, pero estoy dispuesta a averiguarlo. Sé que los únicos que me pueden ofrecer cierta información sobre la relación de mi hermana con su marido son los trabajadores y las amigas que mi hermana hubiera podido hacer en el centro, si es que en realidad hizo alguna.

El jardinero del centro, del cual desconozco el nombre, me espera a las afueras del pueblo con el gesto huraño. Héctor Brown le ha pedido que me ayude a desplazarme las veces que sean necesarias, puesto que yo carezco de vehículo propio para cubrir por mí misma los más de diez kilómetros de distancia que separan el pueblo del centro. Sé, por su cara y sus constantes silencios que ocuparse de aquella tarea no lo agrada.

Lo saludo desde la distancia y el hombre hace un brusco movimiento de cabeza en señal de respuesta.

Me apresuro hacia el vehículo, tratando de mostrar la actitud más conciliadora en vista a que nuestra relación sea lo más cordial posible.

—¡Qué mal tiempo hace!—exclamo, tratando de iniciar algún tipo de conversación.

El cielo cae pesado sobre el coche, con nubes grises y amenazadoras que auguran que pronto comenzará a llover.

El hombre no contesta. Con la mirada fija en la carretera, los brazos tensos y las manos aferradas al volante parece ajeno a mi presencia, y al mismo tiempo, en una tensión constante y una actitud defensiva ante la misma.

No entiendo por qué mi presencia puede molestarlo tanto. Tengo entendido que sólo está obligado a recogerme durante sus horas de trabajo y que la gasolina le es retribuida, por lo que no es una cuestión de malestar ante supuestas horas extras o problemas monetarios.

—¿Conocía usted a mi hermana?—trato de saber, mirando desde el rabillo del ojo si su expresión indiferente cambiaba.

Ningún músculo de su rostro se mueve. El coche se sumerge en un profundo silencio tras mi pregunta, y cuando desisto que él vaya a contestar, responde con el mismo tono hosco que suele utilizar las pocas veces que habla.

—La vi en el pueblo un par de veces.

—¿Nunca la vio en el centro?

El hombre desvía ligeramente la mirada hacia mí.

—Las mujeres del centro no son asunto mío, nunca me topo con ellas. Solo con las plantas.

No intercambiamos ninguna palabra más durante todo el trayecto, por lo que me siento liberada del peso de aquel silencio incómodo en cuanto bajé del coche.

El jardinero es un hombre extraño. No es el silencio incómodo lo que me produce una sensación de incomodidad constante hasta que me libro de su presencia y aspiro el aire limpio del bosque. Yo puedo soportar viajar callada durante todo el trayecto. Pero no puedo viajar con una persona que parece odiarme. Así es. Sé que sonara absurdo, ¿Cómo va aquel completo desconocido a odiarme si no me conoce? Pero yo siento sus ojos fijos en la carretera, sus manos aferradas al volante con fuerza y su cuerpo en completa tensión, como si estuviera conteniendo todo lo que siente. Como si evitara que su mirada se posara en mí y desvelara sus verdaderos sentimientos.

Mis pensamientos me abandonan en cuanto entro al centro. Saludo a la recepcionista, la mujer de bata blanca. Ahora sé su nombre, se llama Soledad y no aparentaba más de cuarenta años.

Soledad me sonríe.

—¿Cómo está?—me pregunta.

—Bien, gracias.

—El señor Brown me ha dicho que podía usted hablar con todos aquellos que hubieran tenido algún tipo de contacto con su hermana. Le pide que sea usted compresiva, aquí hay mujeres que podrían tomarse la muerte de su hermana de una manera un tanto personal, y eso las afectaría.

Entiendo lo que quiere decirme, que no son más que las preocupaciones que yo he albergado minutos antes.

—En realidad sólo quiero hablar con una de ellas. Se llama Diana y el médico que me atendió dijo que era la mejor amiga de mi hermana.

—Si quiere, puede pasar a la sala de estar mientras que yo la llamo.

Acepto y entro en la sala. Es una pequeña salita en la que caben no más de diez o doce personas. Las paredes estaban pintadas en color crema con un ligero toque rosáceo, y la frontal está cubierta en su totalidad por un amplio ventanal de cuyos laterales cuelgan sendas cortinas de estampado floral. La luz penetra a través del ventanal inundando la estancia. Dado el mal tiempo, la luz grisácea se filtra por el cristal y rodea la habitación aportándole un aspecto lúgubre. Hay una chimenea en la pared lateral, frente a ella se ha dispuesto un sofá con almohadones blancos, y en el suelo una alfombra del mismo estampado floral que las cortinas. Junto al gran ventanal hay una mesa de té y dos butacas tapizadas en cuero blanco.

Me siento en una de las butacas y contemplo el paisaje. Desde mi posición puedo admirar el inmenso jardín. Puede que el jardinero no sea de mi agrado, pero debo admitir sus dotes con las plantas. Hay bancos de hierro forjado dispuestos de manera ordenada alrededor de un camino de grava que está cercado por unos semicírculos de metal al que se aferran unas enredaderas de flores con los colores más vívidos que he visto nunca; una mezcla de violetas, tonos rojizos y anaranjados que confieren al paisaje un aspecto de cuento de hadas. Justo a la derecha del camino, hay unos arbustos que han sido podados por unas manos expertas hasta convertirlos en la figura de un cisne. En el centro del jardín hay una fuente circular de un inmaculado blanco que parece ser pulida a diario para mantener la majestuosidad; y el resplandor de las luces rosáceas y moradas cae sobre los chorros de agua como si se tratara de un portal que abre el camino hacia un mundo encantado. El resto del jardín son árboles frutales que dejan una espesa sombra bajo la que se cobijan algunas mujeres, arbustos de flores y algunos rosales. Al fondo se puede observar un pequeño huerto custodiado por un espantapájaros con camisa de cuadros y sombrero. En el huerto también hay algunas mujeres trabajando. Al lado del huerto se halla la joya de la corona; un invernadero de paredes y techo de cristal a través de los que se pueden observar plantas exóticas que yo jamás he visto antes. Si me concentro, mi olfato llega advertir la mezcla de olores frutales, cítricos y florales que se mezclan en aquel reino de fauna vegetal.

Admiro la belleza de aquel paisaje y el bien que hace a aquellas mujeres. Es un lugar precioso en el que poder relajarse y ocupar el tiempo para cuidar de las plantas.

Para cuidar de las plantas.

Me quedo helada.

Miro a través de la ventana para constatar que no estoy loca. En efecto, las mujeres bajo la sombra del árbol están allí, y las que trabajan en el huerto siguen en el mismo lugar.

¿Por qué ha mentido el jardinero?

Si trabaja en el jardín, aquello implica que ve a las mujeres a diario. Incluso puede que trabe conversación en alguna que otra ocasión. No es algo extraño. Trabaja en un lugar lleno de mujeres.

Entonces, ¿Por qué mentir sobre algo tan banal?

Mis ojos recorren el jardín con mayor detenimiento hasta que alcanzan a su presa. Vestido con un peto de trabajo y llevando unas tenazas de podar en la mano derecha. Camina con la espalda encorvada y la cabeza cabizbaja. Se acerca al corrillo que formaban las mujeres bajo la copa de un frondoso árbol. Les dice algo y todas se ríen. Luego se aleja de allí con su particular manera de caminar, arrastrando los pies como si fueran sendos bloques de hierro.

“Las mujeres del centro no son asunto mío, nunca me topo con ellas, solo con las plantas”

Recuerdo sus palabras.

¿Qué trata de esconderme? ¿Por qué me ha mentido?

Dos pares de ojos me miran desde la distancia, encontrándose con los míos. Me quedo paralizada. Me ha pillado espiándolo desde la ventana. Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un largo rato.

Dos ojos oscuros y hundidos bajo unas alborotadas cejas grisáceas que le confieren un aspecto feroz a su cara. Está demasiado lejos para que yo pudiera adivinar la expresión de su rostro, si bien, la expresión de aquellos no se me escapa.

Amenazadores y hostiles.

—Es un lugar precioso, ¿No crees?—me dice una voz desconocida a mi espalda.

Vuelvo mi cabeza hacia la entrada y mi atención se olvida del jardinero. Una chica de unos Treinta y algo años está parada en la puerta. Es inconfundiblemente bella. Sus ojos verdes enmarcados por unas largas pestañas son el mayor atractivo de una cara que no carece de ellos. Los pómulos marcados, los rasgos suaves y delicados. Tiene el pelo de un castaño claro, como el del trigo tostado por el sol. Es alta y delicada.

—Diana—se presenta, tendiéndome una mano de dedos largos y finos—y tú eres Sara, la hermana de Erika.

A la luz de la ventana pude contemplarla mejor.

Le estrecho la mano.

Inconfundiblemente bella excepto por aquella cicatriz rosada que cruza desde su ceja derecha hasta la mejilla.

El dolor queda marcado de por vida en aquel hermoso rostro.

—¿Te importa que fume?

Niego con la cabeza y ella se enciende un cigarrillo, me ofrece otro que yo rechazo con educación.

—Debería dejarlo—comenta con aire distraído—el médico ya me lo ha dicho. Dice que solo fumo porque es un mecanismo para escapar de todo—da una amplia bocanada y esboza una media sonrisa— pero todos fuman para escapar de algo. Eso él no lo dice. De la rutina del trabajo, de la familia, del estrés...sólo que yo no lo hago por nada de eso. Ese es el problema, ¿No?

No sé qué contestar, por lo que decido quedarme callada. Diana aspira el humo del cigarrillo antes de continuar.

—¿Qué quieres saber? ¿Algo sobre el pasado de tu hermana? Era poco habladora, ¿Por qué? Sé que no os hablabais, ella me lo dijo. Te quería, también lo dijo. Pero no os hablabais, y yo no tengo ganas de calmar la conciencia de alguien por los errores de su pasado que no tuvo tiempo de arreglar.

Su tono directo y el ataque de sus palabras crean un clímax de violencia que me sobresalta . Estoy roja ante aquel tono acusador y reprobatorio que ella utiliza.

¿Conocía aquella extraña a mi hermana? Tal vez lo crea. Pero yo he vivido más de veinte años con ella. He formado parte de su pasado, un pasado del que ella renegó apartándome de su vida.

Alejándose de su familia. Aquella desconocida no tiene ningún derecho a hablar a la ligera sobre cosas que desconoce.

—¿Te crees que conocías a mi hermana?—pregunto molesta—lo dudo. Y de todos modos, no he querido verte para que vengas a lavarme mi conciencia. Solo ella y yo sabemos lo que pasó.

Diana se echa sobre el sofá y por primera vez puedo notar el brillo malicioso de sus ojos. Tristes, distantes y altivos.

—Eres tal y como ella dijo.

No tengo ganas de preguntarle qué le había dicho exactamente. Entre otras cosas, porque prefiero creer que había sido algo bueno.

—No se suicido—me dice.

Escruto el rostro de María, tan calmado ante aquellas palabras que ella acaba de decir que sé que ha sido sincera.

—¿Por qué afirmas tal cosa?

—La verdad...la verdad. Yo no la sé. Ella tenía razones suficientes por las que vivir, ¿Por qué habría de suicidarse?

—¿Qué razones?

El rostro de Diana tiembla ligeramente.

—Un trabajo, una casa...

—La gente con trabajo y casa también se suicida—replico, sabiendo que aquella mujer tan extraña me oculta algo.

Diana ya se ha repuesto de mi ataque y cualquier emoción que pueda acudir a su rostro la enmascara bajo la expresión de sus ojos glaciales.

—Ella no era como el resto de la gente.

A eso no tengo nada que objetar.

—¿Quién podía querer matarla?—pregunto.

Diana se encoge de hombros.

—Es algo que yo también me pregunto. Ella era solitaria. La gente solitaria tiene pocos amigos, también pocos enemigos.

—Tú eras su amiga

Lo dejo caer como su fuera una pregunta.

—Sí, y aún me pregunto por qué. En el centro no había nadie con quien hablara aparte de mí y su médico. Y era extraño, una chica como ella llamaba la atención. Una belleza sureña de curvas prominentes que escondía muchos secretos. Eso es tentador.

La miro con cara de póker.

—¿Qué?—pregunta irritada—¿Acaso tú eres como tu hermana? ¿Una mojigata que no es consciente de sus propios encantos? Sólo hay una cosa peor que una mujer fea, y es una mujer que no sabe sacarse partido.

Mira hacia mi canalillo con aire jactancioso.

—No, definitivamente no eres como ella.

Estoy a punto de levantarme y marcharme por como ella acaba de describir a mi hermana. Es su recuerdo, y yo no voy a permitir que alguien ensucie el pasado de Erika. Yo puedo lidiar con el pasado que nos vincula, no con el rechazo de otras personas.

Diana me coge del brazo, clavándome las uñas.

—Sé lo que es perderlo todo.

El dolor de sus palabras me hace zafarme de su agarre y quedarme paralizada. Entiendo que se refería a su cicatriz, una historia de la que yo no quiero ser partícipe, demasiado horrorizada por todo lo que he descubierto acerca de la vida de mi hermana en estos últimos cuatro años.

Pero por alguna razón aquella desconocida me tiene hechizada. Es bella, altiva y está rodeada por un halo de dolor. Entonces entiendo porque mi hermana se había relacionado con ella. Todo lo que había en la vida de Erika era contradictorio. Peligroso. Bello.

Aquella mujer es un cisne herido.

Todo lo que interesaba a mi hermana estaba roto. Sentía fascinación por los animales enjaulados, por las películas depresivas, por los seres atormentados. ¡Su libro de cabecera era Cumbres borrascosas!

Sus relaciones se basaban en altibajos pasionales como los de Catherine y Radcliffe.

Una risilla gutural sale de su garganta. Es un sonido de doloroso placer.

Salgo de la habitación, espantada por el encuentro con Diana, y me tropiezo con el jefe de médicos.

—¿Se encuentra bien?—pregunta alarmado al reparar en el malestar que percibe en mi rostro.

Asiento con la boca apretada, sin intención de dar mayor explicación. El médico echa un vistazo a la sala y comprende la situación.

—No le eche cuenta. Era una modelo exitosa hasta que su novio le destrozó la cara. Está amargada y libera su frustración con los demás. Por alguna razón, su hermana le tenía aprecio.

El tono del médico se me antoja poco profesional. Yo estoy furiosa con ella, pero aún así ...¿Qué clase de médico llama “amargada” a su paciente?

Me despido de él y prometo volver al día siguiente. En realidad, yo ya he decidido no volver nunca a ese extraño lugar lleno de personajes inquietantes y contradictorios. El pasado de mi hermana.