CAPÍTULO ONCE

ABRO la puerta y me encuentro a Héctor apoyado en la entrada del porche. Se ha quitado la americana, que sostiene con una mano sobre su hombro. La camisa blanca tiene los dos primeros botones desabrochados, y el vello de su pecho asoma de manera indiscreta. Él vuelve la vista, fija en el lago, allí donde ha muerto mi hermana, al percatarse de mi presencia. Me mira a la cara.

—Yo...—balbuceo, tratando de encontrar alguna excusa. Pero solo puedo observar a Héctor, echado sobre el porche con una actitud desenfadada que aleja al perfecto hombre de negocios y acerca a un joven atractivo—¿Por qué sigues aquí?

Es todo lo que logro decir.

—Llámalo orgullo masculino—me dice, restándole importancia—¿Tan mal beso para qué me cierres la puerta?

Si Héctor Brown está enfadado, no lo parece. En realidad, él aparenta estar divirtiéndose con aquello, lo cual yo no comprendo.

—No, claro que no—replico molesta. Observo que la sonrisa de Héctor se hace más amplia, y yo, por consiguiente, más pequeña. Dispuesta a darle una lección, no puedo contener mi lengua—aunque no es que haya sido el mejor beso que me hayan dado nunca.

Lo cierto es que ese beso ha sido el mejor de toda mi vida, pero él no tiene por qué saberlo.

Héctor entrecierra los ojos.

—¿Ah, no?—pregunta con evidente descaro.

—No—aseguro.

—Eso puedo arreglarlo—me dice, dando un paso hacia mí y colándose dentro de la cabaña.

Busco una excusa y digo lo primero que se me viene a la mente.

—Tengo hambre

—También puedo arreglar eso.

Da otro paso hacia mí. Yo me tenso.

¿Por qué aquel hombre tiene que atraerme tanto?

—¡Raviolis!—exclamo nerviosa—hago unos raviolis deliciosos.

Me meto dentro de la cocina con el rostro hirviendo de vergüenza. Entierro la cara en las cacerolas, evitando el contacto visual con Héctor.

Él acepta mi invitación y pasa hacia el salón. Parece un niño pequeño revolviéndolo todo. De vez en cuando masculla algo, haciendo comentarios tales como “interesante” o “muy bonito”. Yo entiendo su interés. Aquel es el hogar de mi hermana, repleto de artilugios extraños, decorados a mano y hechos con la sensibilidad de un artista. Cuadros adornados con conchas, bolsos cosidos a mano, bocetos de dibujos...

Levanto la vista para saber lo que ha llamado su atención, y el porqué se ha quedado repentinamente tan callado.

Lo que tiene entre sus manos no son las cosas de mi hermana, es mi caja de tesoros en la que yo guardo mis pertenencias más sagradas. Yo siempre viajo con ella a todos lados, incapaz de separarme de mi tesoro.

Salgo de la cocina y corro hacia Héctor con una cuchara sopera en la mano.

—¡Suelta eso!—grito desesperada.

Mi caja es un antiguo recipiente de galletas decorado con sellos de los lugares que yo he visitado.

Dentro hay algunas fotos de mi juventud, un reloj de pulsera antiguo, algunas postales, una hoja de Jane Eyre que yo robé de la biblioteca cuando era pequeña y mi cuaderno de relatos.

El cuaderno es lo que él sostiene entre las manos y parece centrar su atención.

—¿Los has escrito tú?

—Sí.

Se lo arrebato sin que él ponga resistencia alguna.

—¿Has intentado publicarlos?

—No—respondo, como si aquella idea fuera algo absurdo.

—¿Por qué no?—insiste.

Aferro el cuaderno sobre mi pecho de manera protectora.

—No son lo suficiente buenos.

—¿Y eso quién lo ha decidido?

—Yo, por supuesto.

—No te vendría mal una segunda opinión.

Hago oídos sordos a su comentario y guardo el cuaderno dentro de la caja. Voy a cerrar la tapa cuando me doy cuenta de que falta algo. Alargo la mano hacia él para que me lo devuelva.

—¿Te gusta Jane Eyre?

—¿A quién no le gusta Jane Eyre?—replico, como si fuera algo obvio.

—A mí no.

Lo miro como si estuviera loco.

—Tú te lo pierdes.

—¿Por qué elegiste ese fragmento?

El fragmento al que se refiere es la parte del libro en que el director de un orfanato pregunta a la pequeña Jane qué es lo que debe hacer si no quiere ir al infierno. Jane, haciendo gala de su humor irónico, le responde que debe procurar no enfermar para no morirse.

—Fue la primera hoja que pude arrancar antes de que la bibliotecaria me obligara a devolver el libro.

—Así que eres una ladrona—bromea.

—Era una niña pequeña—respondo secamente, al recordar que fue Erika quien me ayudó a robar la hoja del libro.

Veo que Héctor tiene algo más en la mano, y al ser una foto, en principio no le doy importancia. Hasta que recuerdo que una de las fotos que guardo es un tanto...comprometedora.

—La foto—tiendo la mano para que me la devuelva, aparentando indiferencia.

El brillo divertido de sus ojos me advierte de que, en efecto, es la foto comprometedora la que tiene en las manos. Intento no ponerme colorada en vano.

—Es una foto muy...

—Dámela—gruño.

Héctor no me la da, por lo que me abalanzo sobre él para recuperar mi preciada fotografía. Él la sostiene en alto y yo doy saltos en vano. Es muy alto y yo le llego por el hombro.

—¡Héctor devuélvemela!

Al sentir su risa me enfado aún más y lo tiro sobre el sofá, cayendo yo encima de él. No me importa la intimidad de la postura, puesto que lo único que tengo en mente en este momento es recuperar la fotografía. Cuando consigo alcanzarla, me la guardo en el bolsillo. Estoy a punto de levantarme cuando él coloca un brazo alrededor de mi cintura y me acerca a su pecho.

—Es una foto preciosa—me dice, con la voz ronca.

Yo le echo una mirada asesina.

—No tiene ni puñetera gracia—le espeto.

—Ahora que la he visto tengo más ganas de follarte—me dice.

Mis ojos se abren de par en par ante la sinceridad de sus palabras. Héctor me besa, apenas el contacto de nuestros labios. Pasa su lengua por mi labio inferior y tira de él. Luego me suelta. Yo me levanto a duras penas de encima suya.

No me puedo creer que Héctor haya visto una foto mía en top less de cuando tenía dieciocho años, pero mucho menos puedo creerme lo que acaba de decirme.

¡Ay madre! Estoy perdida.

Preparo la cena en silencio, afectada por lo que acaba de suceder, mientras Héctor se divierte jugando con Leo. Le lanza una pelota que el perro devuelve para seguir con el juego. Yo lo he intentado en otras ocasiones, a lo que el cachorro responde despatarrándose sobre el sofá.

Agradezco que Héctor no diga nada más al respecto, y cenamos intercambiando opiniones sobre Jane Eyre y el idealismo romántico de los clásicos ingleses. Yo me enfurruño cada vez que Héctor se burla de aquel amor idílico, y replico que sus comentarios están basados en la más completa ignorancia.

—Es un sitio acogedor—me dice, una vez que terminamos de cenar.

—¿Nunca antes habías estado aquí?—pregunto, extrañada porque la casa pertenece a la fundación, que a su vez pertenece a él.

—No. Aquí vivió mi madre durante una época. Fue su lugar de reclusión. Después de eso, la casa pasó a la fundación.

—¿Aquí vivió tu madre?.

—Sí.

Tiene una sonrisa en los labios ante el recuerdo de aquella mujer a la que yo no conozco —¿Cómo se llama?

Yo sé que ella es española, pues lo he averiguado gracias a internet. Eso, por supuesto, no estoy dispuesta a admitirlo.

—Se llamaba Alicia.

—Lo siento—murmuro, al percatarme del significado de sus palabras.

—No importa, fue hace mucho tiempo.

Héctor se levanta y camina hacia la ventana.

—Es una vista preciosa.

Me quedo callada. Para mí, no hay nada hermoso en el lugar en el que mi hermana ha muerto.

—¿Qué te pasó, Sara?—me pregunta, volviéndose hacia mí—todo parecía bien y de repente te pusiste blanca. Si fui demasiado impulsivo...

—No—le aseguro—no fue culpa tuya.

—¿Y entonces?

Yo vacilo ante la posibilidad de decirle la verdad. Si lo hago, pensará con toda seguridad que estoy loca de remate.

—Vi a mi hermana muerta. Fue perturbador. Horrible.

—¿De veras?

No hay presencia de incredulidad alguna en su voz.

—Es la segunda vez que me pasa, ¿Tú crees en los fantasmas?

—Nunca he visto a ninguno. Pero te creo.

—¿Por qué?—quiero saber. Él no tiene razones para hacerlo.

—Porque sí.

—Eso no es una respuesta.

—Lo es.

—No lo es—replico.

Se encoge de hombros.

—Porque me apetece creer en ti.

Lo dice de una manera. De una manera que hace que se me bajen las bragas, literalmente. Yo estoy a punto de desvanecerme en aquel momento, por suerte, estoy sentada en la silla.

—Eso tampoco es una respuesta.

Me dirige una sonrisa felina.

—Puedo creer en lo que me apetezca—se acerca hacia mí y me levanta por los hombros sin dificultad alguna—¿Sabes cuantas mujeres me han rechazado?

Niego con la cabeza. Tengo la boca seca.

Héctor me acaricia la mejilla con el pulgar.

—¿Sabes cuantas mujeres me han cerrado la puerta en la cara?

Vuelvo a negar.

—¿Sabes lo furioso que me pone eso?

Héctor me besa. Me coge de la nuca y hace el beso más intenso, obligándome a ofrecérselo todo. Yo no me resisto, y cuando el beso se hace más exigente, yo me agarro a sus hombros para atraerlo hacia mí.

Se separa de mí y dejó sus labios sobre mi frente.

—Sara...me haces perder el control cuando estoy contigo.

Pues anda que él a mí...

—Definitivamente no eres una mujer convencional

—No sé si me gusta eso—comento escéptica.

—A mí sí.

Vuelve a besarme, me agarra de la cintura y me tumba en la cama. Yo rezo porque Érika se aparezca de una vez, porque de lo contrario, voy a perderme en los brazos de Héctor. Un hombre en el que no confío. Un hombre demasiado oscuro y peligroso. Un hombre al que deseo con todas mis fuerzas.

Una llamada de teléfono nos separa instintivamente. Yo saco mi móvil del bolsillo del pantalón, sin saber muy bien si debo atender la llamada o colgarla. Mi razón me obliga a aceptar la llamada, mi corazón me dice que soy estúpida si la acepto. Cuando observo el número de teléfono, la razón enfría todo sentimiento pasional que yo pudiera tener y me impulsa a descolgar.

Es una mala señal, recibir una llamada de la clínica a aquellas alturas de la noche.

—¿Sí?—saludo.

La voz al otro lado del teléfono habla agitada. A medida que me va contando lo sucedido, yo me voy poniendo más nerviosa.

—Estaré allí en una hora..

Me siento sobre la cama y me echo las manos a la cara. Héctor me acaricia la espalda de manera tranquilizadora, sin saber aún lo que ha pasado.

—Mi madre se encuentra enferma, tengo que estar con ella—le explico.

Héctor se levanta de la cama, me tiende una mano y me lleva hasta la puerta.

—Te acompañaré.

—No tienes por qué hacerlo...

—Te acompañaré—repite, sin dejar lugar a dudas de que, diga lo que yo diga, él viene.

El centro de enfermos de Alzheimer está anormalmente inquieto para ser un martes por la noche.

Algunos pacientes y parte del personal sanitario se arremolinan en grupos por los pasillos y cuchichean en voz baja.

Yo sé lo poco que me ha contado el médico. Mi madre se ha encerrado en el comedor con un objeto punzante en las manos y ha amenazado con suicidarse si yo no acudo a verla.

Héctor camina a mi lado, en silencio. Me sostiene la mano en un gesto que pretende ser tranquilizador.

Al final del pasillo hay un grupo de médicos que parecen estar discutiendo. Saludo al médico de mi madre y este corre a mi encuentro. Tenía la cara blanca.

—¡Sara! Menos mal que estás aquí.

—¿Qué ha pasado?

—Tu madre ha estado muy nerviosa todo el día. Pensamos que era parte de la enfermedad, los pacientes de Alzheimer sufren altibajos en su estado anímico de manera frecuente. A las ocho una enfermera fue a buscarla y ella no estaba en su habitación. Se había encerrado en el comedor con un objeto punzante y gritaba que quería verte. Cree que su hija ha muerto.

Palidezco ante aquella confesión.

—Mi hermana Erika murió hace pocos días—le aclaro.

—¿Por qué se lo has contado? Sabes que no debemos alterarla.

—No le he contado nada—replico, molesta porque él pueda pensar que yo soy tan poco seria respecto a la enfermedad de mi madre.

—¿Tu tía, tal vez?

—No. Acordamos mantenerlo en secreto.

—No entiendo...quizá, algún paciente...

—¿Qué debo hacer?

—Tiene que entrar. Y calmarla. De ningún modo le digas que su hija ha muerto.

—De acuerdo.

La mano de Héctor me agarra del brazo y me frena.

—Sara, puede ser peligroso, no creo que debas entrar sola.

—Mi madre no me hará daño—lo tranquilizo.

—Aún así—los ojos de Héctor acusan sin piedad al médico—esto es culpa suya. No han tomada las medidas de seguridad oportunas.

El médico va a responder algo, indignado ante aquella acusación. Yo lo detengo.

—Ahora lo único que me importa es mi madre.

Antes de que ninguno de los dos pueda detenerme, yo ya he cruzado el pasillo y me he adentrado en el comedor. Mi madre está de pie en una mesa, con algunos cortes en los brazos. Son heridas superficiales, lo cual no evita el impacto que siento.

—Sara—solloza mi madre al verme—¿Dónde está mi niña?

—Mamá...está bien. Está trabajando. Bájate de ahí, por favor.

—¡Quiero ver a mi niña!—grita enloquecida, blandiendo el cuchillo en la mano.

Retrocedo un paso al percatarme de su estado.

—La verás, la verás—la tranquilizo—ahora baja de ahí.

—Mi niña....mi niña...—solloza.

Me acerco a la mesa y alargo una mano para tocarla. Mi madre está helada y temblaba.

—Mamá, dame el cuchillo—le pido.

Mi madre sostiene el cuchillo sobre su muñeca y el miedo se apodera de mí.

—Quiero ver a mi niña.

—Yo estoy aquí—le digo.

Pero ella sólo quiere ver a Érika.

Me siento en el borde de la mesa y la miro con lágrimas en los ojos.

—Por favor, bájate de ahí.

La expresión de mi madre se va suavizando, y la ferocidad de su mirada pierde intensidad.

—¿Por qué llora mi niña?

Arroja el cuchillo al suelo y me acoge entre sus brazos, cantando una canción que solía tararear cuando yo era una niña.

El cuchillo ha desaparecido. Erika ha desaparecido. Todo ha quedado olvidado, otra vez.

Mi madre ya descansa en su habitación. Yo estoy sentada en el despacho del médico con una taza de tila en mis manos que me niego a beber. Héctor está sentado a mi lado y discute con el médico. O más bien, el médico aceptaba la regañina que le está cayendo. Después de lo sucedido, mis fuerzas se han agotado.

“Es inaceptable—dice—deben cuidar de sus internos. Las medidas de seguridad en este centro son inexistentes. Han puesto en peligro la vida de dos personas”

Yo lo escucho lejanamente, sin saber qué decir. Los acontecimientos de aquella noche me han dejado confundida.

¿Cómo ha descubierto mi madre que Erika había muerto?

—Entonces, señorita Santana, ¿Quiere usted poner una reclamación?—me pregunta el médico.

—¿Qué?

Héctor tiene sujeta mi mano, asegurándome que sea cual sea mi decisión él estaría a mi lado.

El rostro del médico está tenso ante la espera.

Yo puedo poner una reclamación, si bien, aquel es el único centro privado de la ciudad en el que mi madre tenía amigos, vive tranquila y yo puedo visitarla. A excepción de aquel acontecimiento, en el centro siempre han sido diligentes. Y definitivamente su enfermedad ha llegado a un punto en el que yo no puedo hacerme cargo de ella.

—Esto no puede volver a pasar. Tienen que tomar medidas de seguridad, de lo contrario, me veré obligada a cambiar a mi madre de centro—sueno convincente.

Me despido del médico y salimos del centro.

Le pido a Héctor que me lleve al piso que comparto con Marta, pues al día siguiente es el funeral de mi hermana, el cual será oficiado en la ciudad.

—Gracias por todo—le digo, una vez que llegamos.

—No tienes por qué dármelas—responde con una sonrisa amable en los labios.

Abro la puerta para salir y me quedo con los pies colgando sobre el asfalto. Algo me retiene, y sé que debo enfrentarlo. De lo contario, daré vueltas y vueltas en la cama esta noche, preguntándome por qué no he sido capaz de tomar la iniciativa. Me giro hacia Héctor Brown y me acerco a él. Mis manos rodean su cuello y lo beso.

Aquella noche dormiré con un buen recuerdo después de todo.